martes, 10 de febrero de 2009

Bush-Shari'a


LAS BABUCHAS FATÍDICAS

(Noches 604 y 605)

Cuento popularísimo en todo el Oriente islámico y que hoy mismo provoca la hilaridad de los públicos en los cafés y zocos en que actúan los recitadores.

Falta en la mayoría de las versiones.


PERO LA NOCHE 604 PROSIGUIÓ SU RELATO EN ESTA FORMA:


- He podido averiguar, ¡ye el sultán, el afortunado!, que allá en tiempos había en El Cairo un droguero, llamado Abu – l – Kásem – t – Tamburi, que era famoso por lo avariento.

Y dizque, aunque Alá le deparaba riqueza y prosperidad en sus negocios de vender y comprar, vivía y vestía como el más pobre de los pordioseros y no llevaba más que harapos y pingajos encima de su cuerpo.

Y su turbante era ya tan viejo y estaba tan sucio que no era posible adivinar su color primitivo, aunque lo que más pregonaba su tacañería eran sus babuchas, claveteadas con enormes tachuelas, pesadas como máquinas de guerra, con suelas más gordas que cabeza de hipopótamo y palas, que en los veinte años que las tales babuchas llevaban de ser babuchas fueran remendadas por los más diestros remendones del Cairo, que apuraron su arte para unir los trozos descabalados de aquel calzado.

Con todo lo cual las babuchas de Abu – l – Kásem llegaron a ser tan pesadas que en todo Mizr eran proverbiales y se las tomaba como término de comparación para expresar la pesadez de alguna cosa pesada.

Y así la gente, cuando un convidado se hacía el remolón en casa del anfitrión, solía decir de él: “Tiene tan pesada la sangre como las babuchas de Abu – l – Kásem.”

Y cuando un maestro de escuela, de la clase de los pedantes, se lanzaba a hacer alarde y gala de su ingenio, decía de él: “¡Alá espante al Malo! Tiene el caletre tan pesado como las babuchas de Abu – l – Kásem.”

Y cuando un alhamel se rendía bajo el peso de su carga, suspiraba y decía: “¡Alá maldiga el dueño de este fardo, que pesa tanto como las babuchas de Abu – l – Kásem!”

Y cuando en un harén una vieja matrona, de la casta maldita de las viejas gruñonas, trataba de impedir que las jóvenes esposas de su amo se divirtieran entre sí, decían las mocitas, indignadas y burlonas: “¡Así haga Alá que esta maldita vieja se quede tuerta!¡Es tan pesada como las babuchas de Abu – l – Kásem!”

Y cuando un manjar indigesto obstruía los intestinos y armaba en las tripas una tempestad al que lo había ingerido, solía el cuitado exclamar, invocando:

“¡Alá me salve! ¡Ese manjar maldito es tan pesado como las babuchas de Abu – l – Kásem!”

Y así, por este estilo, siempre que la pesadez pesaba, salían a relucir las babuchas de Abu-l-Kásem a fuer de proverbio.

Y sucedió un día entre los días que hubo el tal Abu – l – Kásem de hacer un negocio de venta y compra, más ventajoso de lo que solía, por lo cual se puso el hombre muy alegre y jovial; pero en vez de obsequiar a sus amigos con una alifara, más o menos opípara, según costumbre de los mercaderes, cuando Alá con un buen negocio les favorece, le pareció más conveniente ir a darse un buen baño en el hammam, donde no pusiera los pies jamás.

Y Abu – l – Kásem, pues, cerró su tienda y se dirigió al hammam, y, en vez de calzarse las babuchas, se las cargó a la espalda, que así solía hacer para no estropearlas, y, llegado que hubo al hammam, las dejó en el umbral, puestas en fila con las demás que allí había.

Y entró Abu – l – Kásem en el hammam a bañarse.

Y era tal la cantidad de grasa y cochambre que Abu – l – Kásem tenía metidas en la piel que frotadores y masajistas tuvieron que bregar lo indecible con él y no terminaron su tarea hasta que expiró el día, cuando ya se habían ido todos los bañistas.

Salió entonces Abu – l – Kásem del hammam y busco sus babuchas; pero, por más que hizo, no las pudo encontrar, aunque en lugar de ellas halló allí un par de babuchas de cordobán amarillo limón que eran un primor.

Y Abu – l – Kásem, al verlas, pensó de esta forma:

“Sin duda que Alá me las envía sabiendo la intención que hace tiempo tenía de comprarme unas parecidas. Si no es que su dueño se equivocó y, en vez de las suyas, se llevó las mías.”

Y Abu – l – Kásem, muy contento por no tener ya que comprarse un calzado nuevo, cogió aquellas babuchas de cuello amarillo y se fue tan tranquilo a su casa.

Y dizque las tales babuchas de cordobán amarillo limón eran las del cadí, que se hallaba todavía en el hammam, y el no estar allí las babuchas de Abu – l – Kásem era debido a que el encargado del alhama, al ver lo que apestaban el zaguán, diérase prisa a quitarlas de allí y ocultarlas.

Y después, al retirarse, cumplida la hora de su guardia, no se acordó de volver a poner las babuchas en su sitio adecuado y las dejó en donde las había ocultado.

Y luego que terminó de bañarse el cadí, los mozos del hammam, que se desvivían por servirlo, como es natural, buscaron sus babuchas y no las encontraron, y en vez de ellas hallaron en un rincón las fabulosas babuchas de Abu – l – Kásem, que en seguida reconocieron como tales.

Corrieron entonces los criados del hammam tras el mercader y lo alcanzaron y se lo llevaron al hammam con el cuerpo del delito cargado.

Tomó el cadí sus babuchas y mandó que le dieran a Abu – l – Kásem las suyas, y, a pesar de sus protestas, ordenó que lo metieran a la cárcel, lo que sus seides hicieron al instante.

Y Abu – l – Kásem, al verse en la cárcel, no tuvo más remedio, pese a toda su tacañería, que dar sus buenas propinas a guardias y vigilantes para no morirse allí de hambre, y, como estaba el mercader tan repleto de dinero cuanto podrido de avaricia y todo el mundo lo sabía, no fue poco lo que tuvo que aflojar para que lo pusieran en libertad.

Logró de esa suerte Abu – l – Kásem salir de la cárcel; pero tan afligido y despechado que, atribuyendo su desventura a sus babuchas, corrió a tirarlas al Nilo, para verse libre de su mal destino.

Y sucedió que días después, al sacar del agua unos pescadores la jábega, que pesaba más que de costumbre, encontraron en ella las famosas babuchas, que al punto conocieron, sin género de duda, ser las de Abu – l – Kásem, y advirtieron también, de pasada, con el consiguiente disgusto, que las tachuelas de sus suelas les habían estropeado las mallas de sus atarrayas.

Y los pescadores, llenos de rabia, corrieron con las babuchas a la tienda de Abu – l – Kásem y allí se las arrojaron, llenándole de maldiciones a su propietario.

Pero vio Scharasad venir la mañana y cortó el hilo de sus elocuentes palabras.


Y LA NOCHE 605 SIGUIÓ DICIENDO LA MUCHACHA


- Tengo entendido, ¡ye el monarca, el afortunado!, que los pescadores, llenos de rabia, corrieron a la tienda de Abu – l – Kásem y allí le tiraron sus babuchas, llenándolo de maldiciones.

Y dizque, al tirarlas allí con violencia, fueron a dar en los frascos de agua de rosas y otras esencias que había en los anaqueles y los derribaron, haciéndolos mil pedazos.

Y al ver aquello Abu – l – Kásem su dolor llegó al extremo y no pudo menos de exclamar con enojo:

- ¡Ah, babuchas malditas, hijas de mi trasero, que no me producís más que desavíos y contratiempos!

Y Abu – l – Kásem cogió las babuchas y fue a su jardín y se puso a cavar un hoyo para enterrarlas allí.

Pero un vecino suyo, que estaba resentido con él, aprovechó la ocasión para vengarse y corrió desalado a advertirle al guali que Abu – l – Kásem estaba desenterrando un tesoro en su jardín.

Y como el guali conocía de antiguo la fama de rico y avariento que tenía el droguero, no dudó un momento que fuera verdad aquel cuento, y despachó en seguida unos guardias para que se fueran a prender a Abu – l – Kásem y a su presencia lo llevasen.

Fueron luego allá los guardias, y por más que Abu – l – Kásem se desgañitara jurando y perjurando no haber hallado tal tesoro en su jardín y que lo que estaba haciendo era enterrar sus babuchas allí, no pasó a creerlo el guali y persistió en tenerlo detenido, hasta que el droguero, consternado, aflojó la bolsa y dio al guali una fuerte suma, gracias a lo cual consiguió que lo pusieran libertad.

Y dizque fue tal el dolor que aquello le causó al droguero que, luego que se vio en libertad, empezó a mesarse las barbas, a impulsos de la desesperación, y, cogiendo sus babuchas, decidió deshacerse de ellas fuera como fuera.

Y echó a andar con sus babuchas de acá para allá, sin rumbo fijo, y pensando en el modo mejor de deshacerse para siempre de aquellas babuchas malditas, hasta que optó, finalmente, por tirarlas al agua de un canal que había en medio de un campo, muy lejos de la ciudad.

Arrojó Abu – l – Kásem sus babuchas al canal del agua y dio por seguro que no las volvería a ver más.

Pero quiso su sino que el agua del canal arrastrase sus babuchas hasta la boca de una aceña, cuyas ruedas se movían a impulsos de ella, y las babuchas se engancharon en las ruedas del molino y las hicieron saltar y fueron causa de que se pararan.

Acudieron luego los molineros a reparar el daño y vieron cómo éste era debido a haberse enganchado en las ruedas aquellas babuchas gigantescas y las sacaron de allí, y en seguida las reconocieron como las babuchas de Abu – l – Kásem, el droguero.

Y fueron con la queja al guali, el cual mandó prender nuevamente a Abu – l – Kásem y lo condenó a abonar a los dueños de la aceña una indemnización por los daños y perjuicios que les había causado, más una fuerte suma que, en concepto de fianza, hubo de pagar para recobrar su libertad.

Y, al dejarlo luego partir, devolvióle sus babuchas el guali.

Quedóse entonces tan perplejo el malhadado Abu – l – Kásem que, de regreso a su casa, subióse a su azotea y se recostó en el pretil y se puso a reflexionar profundamente sobre lo que le ocurriera y lo que hacer debiera.

Y dizque el droguero pusiera sus babuchas cerca de él en la azotea, aunque volviérase de espaldas, para no verlas.

Y hete aquí que dio la casualidad de que, precisamente en aquel momento, el gozquecillo de uno de sus vecinos hubo de ver las famosas babuchas y desde la azotea su amo lanzóse a la de Abu – l – Kásem, y cogió una de las babuchas en su boca y se puso a jugar con ella, y, estando en lo mejor de su juego, fue el perro y le tiró la babucha al aire, lejos, y por obra del sino vino a darle en la cabeza a una vieja que en aquel preciso instante pasaba por la calle, y el peso tan tremendo de aquella babucha, bardada de hierro, aplastó a la anciana, dejándola más ancha que larga.

Pero los parientes de la finada examinaron la babucha y en seguida reconocieron ser la babucha de Abu – l – Kásem, el droguero, y fueron con ella a quejarse al guali, reclamando ante él el precio de la sangre de la difunta o la muerte de Abu – l – Kásem.

Y el guali, con arreglo a la ley, condenó a Abu – l – Kásem a pagarles a los parientes de la interfecta el precio de la sangre.

Además de lo cual tuvo Abu – l – Kásem que abonar una fuerte suma en concepto de fianza para que lo pusieran en libertad.

Y el desmalazalado de Abu – l – Kásem regresó a su casa, pero ya tenía su resolución tomada.

Así que cogió sus babuchas nefastas y tornó a casa del cadí, y, levantando sus babuchas por encima de su cabeza, exclamó con una vehemencia que hizo reír al cadí y a cuantos se hallaban allí:

- ¡Ye mi señor el cadí! ¡He aquí la causa de todas mis desgracias, y, por su culpa, no tardaré en verme en la ruina, obligado a mendigar en el patio de las mezquitas! ¡Ruégote, pues, te dignes publicar un bando diciendo que Abu – l – Kásem deja ya de ser dueño de estas babuchas y se las regala a quien quiera tomarlas, quedando en adelante a salvo de toda responsabilidad por los nuevos desastres que puedan causar!

Y Abu – l – Kásem, después de hablar así, tiró las babuchas en medio de la sala de audiencia y huyó de allí descalzo, en tanto todos los presentes rompían a reír, de un modo tan violento, que se caían sobre sus traseros.

Pero ¡Alá es el que más sabe! Sharí’a


TOMADO DE LAS MIL Y UNA NOCHES TOMO 3 ED. AGUILAR 1983 TRADUCCIÓN DE R. CANSINOS ASSENS



El LLEVAR LOS ZAPATOS


Dos hombres piadosos y meritorios entraron juntos en una mezquita. El primero se quitó los zapatos y los colocó ordenadamente, uno junto al otro, en la entrada. El segundo se los quitó, los puso suela con suela, y entró con ellos en la mezquita.

Surgió una discusión entre un grupo de hombres piadosos y meritorios, que estaban sentados a la puerta, sobre cuál de aquellos dos era mejor. “¿Si uno entra descalzo en la mezquita, no es mejor dejar los zapatos afuera?” preguntó uno. “¿Pero no deberíamos considerar”, dijo otro, “que el hombre que llevó sus zapatos al interior de la mezquita hizo tal cosa para tener presente, al verlos, que se encontraba en un estado de verdadera humildad?”

Cuando los dos hombres salieron, terminadas sus plegarias, fueron interrogados separadamente por diferentes grupos de espectadores.

El primer hombre dijo: “Yo dejé mis zapatos afuera por la razón acostumbrada: Si alguien quisiera robarlos tendría entonces una oportunidad de resistir esa tentación, y de este modo adquirir méritos por sí mismo.” Los oyentes quedaron muy impresionados por la nobleza de pensamiento de un hombre que daba tan poca importancia a sus posesiones, como para estar gustosamente dispuesto a abandonarlas a la suerte que les tocara.

El segundo hombre, al mismo tiempo, estaba diciendo: “Llevé mis zapatos dentro de la mezquita, ya que de haberlos dejado afuera, alguien podría haber caído en la tentación de robarlos. Quienquiera que hubiera sucumbido a esta tentación, me hubiera hecho su cómplice en el pecado.” Los oyentes quedaron muy impresionados por este piadoso sentimiento, y admiraron el pensamiento lleno de sentido del sabio.

Pero otro hombre, un hombre de sabiduría, que estaba presente, exclamó: ”Mientras vosotros dos y vuestros seguidores se gratificaban con sus admirables sentimientos ejercitándose con una serie de hipotéticas circunstancias, ciertas cosas reales han estado sucediendo.”

“¿Cuáles fueron estas cosas?” preguntó la multitud.

“De nadie puede decirse que fue tentado...ni que no fue tentado. El pecador hipotético no pasó por allí. En lugar de eso, otro hombre, que no tenía zapatos para llevarlos dentro o dejarlos fuera, entró en la mezquita. Nadie notó su conducta. No fue consciente del efecto que podría estar causando sobre aquellos que lo veían como tampoco sobre aquellos que no lo veían. Pero debido a su real sinceridad, sus plegarias de hoy en esta mezquita ayudaron, de la manera más directa posible, a todos los ladrones potenciales que hubiesen o no robado zapatos, o que se hubiesen reformado al estar expuestos a la tentación.”

“¿No veis aún que el sólo practicar una conducta de conciencia de sí mismo, por más excelente que sea en su propio terreno, es en realidad una cosa pálida, comparada con el conocimiento de que existen verdaderos hombres de sabiduría?”


Este cuento de las enseñanzas de la Orden Khilwati (“reclusos”) fundada por Omar Khilwati, muerto en el año 1397, es citado a menudo. El argumento, común entre los derviches, insiste en que aquellos que han desarrollado ciertas cualidades interiores tienen un efecto mucho más grande sobre la sociedad que aquellos que tratan de actuar basándose solamente sobre principios morales. Los primeros son llamados: “Los verdaderos hombres de acción”, y los otros: “Aquellos que no conocen pero que se conducen como si conocieran.”


TOMADO DEL LIBRO CUENTOS DE LOS DERVICHES DE IDRIES SHAH ED. PAIDOS ORIENTALIA 1989 PAGS. 86 - 87