miércoles, 29 de julio de 2009

La Repudiación (ni) al revés
















Tomado de Literatura francófona: III. África López Morales, Laura pp. 91-98 F.C.E. col. Tierra Firme 1997 y de Decir la diferencia (La francofonía a través de su prosa) (trad., comp. mismo autor) Literatura Magrebí pp. 242-245 CONACULTA ed. 1991

RACHID BOUDJÉDRA (1941)

Nace en la región oriental de Argelia, pero pasa buena parte de su infancia enTúnez, donde termina sus estudios secundarios y de bachillerato. Interrumpe su carrera universitaria debido a la guerra de independencia de su país. Tras una permanencia de dos años en España, se incorpora al Frente de Liberación Nacional y empieza a escribir propaganda subversiva. En 1965 termina la licenciatura en filosofía en la Sorbona, se casa con una francesa Y de 1969 a 1972 ejerce el magisterio tanto en Francia como en Argelia. Posteriormente da clases en Marruecos antes de volver definitivamente a Argel donde, desde 1981, trabaja en la Empresa Nacional Argelina del Libro y en el Instituto de Ciencias Sociales.

El conjunto de su obra es una severa crítica de la sociedad burguesa, puritana y "bien pensante" al igual que del régimen político anterior a la revolución y que habría hecho todo por impedirla.

Su primer acercamiento a la literatura se da a través de la poesía, pero es su obra novelística lo que capta con mayor acierto la necesidad de expresar algunas verdades y de curarse del malestar que lo persigue desde la infancia. La répudiation, novela hasta cierto punto autobiográfica, es el relato de la infancia y la adolescencia de un joven que se rebela en contra de un padre castran te; es la pintura cruel y mordaz, de un lirismo delirante, de una sociedad en la que los tabúes y prohibiciones sexuales y el destino reservado a las mujeres son denunciados por el autor a través de un estilo cargado de violencia y agresión. Esta primera novela le gana una fama de escritor iconoclasta que, con violencia extrema, arremete contra los males seculares que parecen sobrevivir a los cambios sociales.

El mismo tono alucinante aparece en su segunda novela, en la que el personaje es víctima de un delirio de persecución. La desmesura de ambos libros provoca reacciones violentas en los círculos políticos argelinos, pero Boudjédra, que a la sazón vive en París, desplaza su centro de interés hacia la situación de los inmigrados y el destino deshumanizado al que están condenados en el mundo occidental. En Topographie idéale pour une agression caractérisée encontramos a un árabe perdido en los laberintos del metro parisino y cuyo deambular extraviado hace emerger a la superficie toda clase de fantasmas y terrores. Desde su regreso a Argelia Boudjédra decidió escribir en árabe; Le Démantelement que él mismo tradujo al francés, ilustra el retorno a sus raíces culturales, proceso igualmente vivido por otro escritor argelino, Yacine Kateb.


















El cerco de las mujeres

En el fondo, mi padre sólo representa un punto de partida. En cuanto sale rumbo al negocio, la cháchara de las mujeres se reanuda con más ganas. Entonces los gatos extrañan el silencio que reina durante la siesta; los niños provocan a sus madres y huyen a toda velocidad hacia la calle que a ellas les es absolutamente inaccesible. El agua corre con mayor fuerza. Hay que ponerse a limpiar de nuevo lo que esa misma mañana ya había sido lustrado. Vana ocupación, para lo único que sirve es para aliviar las enfermizas punzadas de esas carnes vírgenes enclaustradas. Gruesos copos de tedio. Tensión. Las paradojas se agudizan. Múltiple abundancia. Sórdidos gorgoteos del agua en los tubos de desagüe. Los sexos escurren sudor con lo que sus emanaciones son más intensas. Quehaceres cotidianos. La impaciencia es fogosa, mas nada llega. ¡La baba se espesa en la boca de las mujeres! Febrilidad de la generosidad. Todo se vuelve evocación carnal y nadie lo oculta, pues el resplandor deja palpitante. Promiscuidad mojada de agua que salpica, brota, insidiosa como una lengua de carne verde. Látigos. Las mujeres lavan. Las mujeres barren. Las mujeres gritan y pelean. Luego, de repente, el movimiento pierde velocidad, se vuelve obsesivo y penetrante (preludio al acto sexual). Finalmente, llega la hora en que las mujeres deben ir a prepararse. Se lavan, se depilan, se rasuran el pubis y gastan bromas acerca de lo que les aguarda en el lecho conyugal. Cuchichean para despertar la envidia de las doncellas, que siguen mudas y no ocultan su hostilidad.

Ceremonia. Rito. Mi madre había participado en la ceremonia ritual. Ya no tenía miedo. Las palabras le llegaban al ras de la corteza cerebral para luego escaparse tal como habían llegado: cual burbujas. ¡Ninguna rebeldía! ¡Ninguna reflexión! Parapetarse era necesario, inevitable, y así por el resto de la vida. Enclaustramiento que se pondría como ejemplo a las viudas preñadas y a las repudiadas rebeldes. Ma 5 sabía que en ello iba el honor de la familia. Treinta años. Iba a terminar con su vida de mujer visitada conyugal y dignamente por el macho desenfrenado que también daba satisfacción a dos o tres amantes, entre ellas una francesa llegada al país con la única meta de comprobar el ardor genital de los hombres calientes. Soledad, mi madre. ¡Encierro! Peor que una ostra: una vagina inculta. A los treinta años, la vida iba a detenerse cual tranvía asmático que juega a imitar al asno. Último recurso: Dios tenía que hacer que Si Zubir recapacitara, de otro modo los brujos entrarían en trance y los charlatanes invadirían la casa. Tras la consternación, la primera decisión. Para repudiar a Ma, Si Zubir se basaba en su pleno derecho y en la religión; su mujer, por su parte, confiaba en la abstracción de las fórmulas mágicas. Una niña, eso era ella, y la única forma que tenía para dominar las cosas era recurriendo a otra trascendencia: el amuleto.

¡Soledad, mi madre! A la sombra del corazón congelado por la radical noticia, ella seguía atendiéndonos. Oscuro lenguaje de heridas arrugadas. Hosquedad del sexo. Con todo, ¡dulzura! Los surcos cavados por las lágrimas se hacían más profundos. Estupefactos, presenciábamos un golpe definitivo. En realidad no entendíamos nada. Ma no sabía ni leer ni escribir; ella sentía que se trataba de un algo que hacía estallar el marco de su propia desgracia para salpicar al resto de las mujeres, repudiadas de hecho o en potencia, eternas rechazadas que se la pasan yendo y viniendo entre un marido caprichoso y un padre hostil cuya tranquilidad se veía rota y no sabía qué hacer con un objeto estorboso. Pero los valores requieren de sacrificios y todas estaban de acuerdo en asumirlos hasta el final: las mujeres -no eran ni las últimas ni las menos entusiastas-, los hombres, los cadis 6 y los grandes comerciantes. Entonces Ma recuperaba su sitio entre las tradiciones invasoras y se reintegraba a las dimensiones del orden. Por lo que la sociedad recobraba el aliento y salmodiaba con voz triunfante. El pueblo, por su parte, tocaba palmas y se reservaba futuros días de fiesta.[...)

Los canallas proliferan en la ciudad pero nadie se responsabiliza de ese mal que causa estragos entre las mujeres. Las estadísticas se vuelven locas y, dado el crecimiento del mal, se vuelven mentirosas. Mi madre forma parte de ese lote de mujeres sin hombre. Sensación de un mundo que deja de girar lo que dura un jadeo eréctil, pero el mundo sigue girando y uno cree estar soñando. La ciudad está tranquila. Situación estable. Las colillas tapizan las calles que acaban en el mar. En ciertos barrios, sólo hay hombres paseando que escupen en su pañuelo cuando quieren parecer civilizados, suben al tranvía en movimiento, se embriagan en los barrios sicilianos y, para aumentar el goce, ponen a sus mujeres nombres de puta. El mundo sigue girando. La enorme casa está situada en una zona comercial, Bab El Djedid, en donde el padre tiene un comercio de import-export. Los cafés están llenos a reventar. Cada taza de café es una negación de la mujer. A falta de sus esposas, los parroquianos van acompañados por sus hijos; siempre endomingados y con el aire decidido de quienes saben que el relevo está asegurado: guardar a las hembras.

Rachid Boudjédra, La répudiation, Denoël, París, 1969, pp. 41-45.

5 La madre del narrador

6 Juez musulmano encargado de los asuntos civiles



LA BODA

EL padre no había esperado mucho tiempo para volver a casarse. Su plan estaba fríamente calculado: acostumbrar a la madre a esta nueva idea y romper definitivamente con nosotros. Dada la importancia del asunto, no había que violentar las cosas. En su opinión se trataba de atizar nuestro odio y llegar a un punto irreversible desde el cual resultara imposible cualquier reconciliación. Nuestras relaciones se deterioraban cada vez más, se hacían más que tensas. Pequeños asesinatos en potencia... Él tenía el mejor papel, pero era demasiado fácil: desde hacía mucho tiempo Ma había abdicado y se había dejado absorber por sus oraciones y sus santos. ¡Compleja nomenclatura para una pena capital evidente! Todos habían comprendido y nosotros aguardábamos febrilmente el anuncio de la boda de Si Zoubir. El padre vino a pedirle consejo a Ma, quien de inmediato se mostró de acuerdo. Las mujeres lanzaron gritos de alegría y mi madre, para no permanecer fuera del acontecimiento, aceptó organizar los festejos. Con la muerte en el rostro, preparó la fiesta; ¿acaso podía oponerse al proyecto de su marido sin ir a contracorriente de los textos coránicos y de las decisiones de los muftís,1 dispuestos a asediarla noche y día si se le ocurriera la mala idea de no resignarse? Ma ya no se peleaba con Dios; a su vez se alineaba del lado de los hombres. De este modo el honor del clan estaba a salvo (¡alabado sea Dios!, se prenden inciensos) y Si Zoubir podía estallar de felicidad.

Nupcias copiosas. La novia tenía quince años. Mi padre, cincuenta. Nupcias crispadas. Abundancia de sangre que deslumbró a las ancianas cuando lavaron las sábanas al día siguiente. Durante toda la noche, los tamborines habían opacado los suplicios de la carne desgarrada por el órgano monstruoso del patriarca. Pétalos de jazmín en el cuerpo herido de la chiquilla. Zahir no se apareció en la fiesta. Mis hermanas llevaban unos vestidos feos y tenían lágrimas en los ojos. El padre estaba ridículo y se esforzaba por mostrarse a la altura: había que acallar a los jóvenes de la tribu. Desde que tomó la decisión de volver a casarse, había empezado a comer miel para recuperar el vigor hormonal de antaño. Zoubida, la joven novia, estaba hermosa; venía de una familia pobre y seguramente el padre no había escatimado en su precio. ¡Serenidad en el trueque y claridad en las cuentas! Durante la boda, las mujeres estaban separadas de los hombres; pero los muchachos de la casa aprovechaban cierta confusión para reunirse con las mujeres que no estaban allí más que para dejarse llevar. La euforia se hallaba en su apogeo, pero Ma no abandonaba la cocina. ¡Todos alababan su entereza y eso la consolaba mucho! ¡Era lamentable, mi madre! No le dirigí más la palabra la odiaba, aunque eso pudiera convenir a Si Zoubir. Zahir seguía sin aparecer pero a nadie le preocupaba. Hacia el final de la boda, regresó completamente borracho y causo conmoción entre as mujeres al guiñarles el ojo en público. El padre no le hizo ningún reproche; se las arreglaba para evitarnos, por miedo a caer en nuestras trampas: era más supersticioso que escrupuloso. Por lo demás, estaba demasiado ocupado con su nueva esposa y su mirada brillaba todo el tiempo; a veces adoptaba expresiones confusas y conmovidas como para enarbolar su pasión frente al núbil cuerpo de la que iba a ser su rehén. Ma tuvo que dejar precipitadamente la cocina para atender a Zahir, el primogénito de sus hijos, presa de un delirio homicida: afirmaba que mataría a un feto, sin dar mayores precisiones. Borregos sacrificados. Cuscús condimentado. Montañas de pasteles de miel. Desahogo de las mujeres. Locura de mi hermano, cada vez más delirante. El pueblo gritón se encontraba en las primeras galerías y se atragantaba sin ningún recato; todo mundo aprovechaba la ocasión. El recién casado permanecía invisible durante largos días y, cuando aparecía de nuevo, le gustaba exhibir hipócritamente ojeras de hombre colmado que sugerían orgías interminables. En realidad, estaba consciente de estar haciendo el amor a una chiquilla y esa idea perversa lo excitaba por encima de todo. Los machos se frotaban las manos a semejanza del comerciante gordo, y soñaban con la posibilidad de una fiesta erótica. Por lo demás, guardaban silencio, prefiriendo sorprender a sus esposas con una repudiación sin falla que ellas no se atreverían a rechazar puesto que aplaudían el de Ma. Los lectores del Corán se relevaban y reñían en serio por el mejor trozo de carne. Los mendigos asediaban las puertas de la casa y, dejando atrás su aspecto rudo, lucían el rostro gozoso de aquel que en un abrir y cerrar de ojos forma parte de la sociedad de la abundancia, y se convertían en cómplices de los comerciantes ricos de la ciudad. La gente comía, bailoteaba. Hilaridad. Movimiento. La casa se derrumbaba. Los parientes de Zoubida eran los más numerosos. Yo no podía tragar bocado, pero me desquité con las vaginas de las vírgenes, en las que hurgué sin tregua. De paso aprovechaba para odiar a mi madre y, como una burla, envilecer a todas las mujeres que pasaban por mis manos. (¡Qué cobardía!) Y conservaba en los dedos un olor obstinado de orines rancios, como si hubiera metido las manos en un cajón de pescados podridos. Mecánicamente fornicaba con las viudas y las divorciadas, que preferían a los chiquillos para evitar el escándalo y un posible embarazo. Una de mis tías, ninfómana desenfrenada, me suplicaba que le hiciera el amor pero, dentro de mi onirismo trastornado, conservaba la suficiente lucidez para adivinar en ello una grotesca trampa del clan en contra de uno de los hijos de Ma. Los parientes seguían llegando a medida que la boda cobraba mayores dimensiones: legiones estúpidas, atormentadas por el sueño, hacían dos días de viaje en tren para arribar a esa ciudad inmensa que las sorprendía y las volvía terriblemente desconfiadas durante toda su estancia. Toda la ciudad hablaba de esa boda fastuosa: los ricos reían con ganas y preparaban como quien no quiere la cosa uniones con muchachitas rollizas; los pobres, por su parte, suspiraban por no tener bastante dinero para emprender un nuevo vuelo y acababan por dispersarse en los burdeles de baja calaña. Las mujeres no opinaban; pero la rebeldía privaba entre las amantes de Si Zoubir, quienes consideraban excesivos todos esos festejos de boda. (¡Pero si no tiene ninguna experiencia, la pobre chiquilla!, exclamaba Mimi, una de las amantes de mi padre, antigua recluta de los burdeles de Constantina.)

Sin embargo, mi padre se hallaba sólidamente arrimado a los ovarios de la juvenil madrastra. Por más que los lectores del Corán repelaban y besaban ávidamente a las viejas sirvientas chimuelas, por más que los cadis gordos se hartaban de vino y se perfumaban con agua de rosas, Si Zoubir no se dignaba hacer un gesto para detener el malestar que se apoderaba de todos los comensales. Rosarios. Cuenta por cuenta... Llovían las bendiciones. Ya nadie oía a nadie. La casa olía a matadero. Los músicos eran ciegos Y ¡judíos por añadidura! A lo largo del día trituraban sus tonadas chillonas. Rasgado de instrumentos (¡yo adoraba la cítara!). Los convidados lagrimeaban de emoción, a pesar de su aliento fétido y de su evidente mala fe. El regocijo adquiría día con día mayores proporciones. Todos estaban exhaustos de cansancio pero nadie se atrevía a desperdiciar tal oportunidad. Con eso quedaba satisfecha su sed de bodas durante meses. Zoubida, la nueva esposa de mi padre, hacía remilgos; pero desde entonces, mirándola a través de mis pestañas, me parecía espléndida y me preparaba a enamorarme de ella. Cada que me encontraba a su paso espiaba sus formas, pero ella permanecía como el mármol. Nos desafiábamos. El canalla de mi padre...tanto candor escamoteado... Por lo demás, él ya no me hablaba, y después de lo que acababa de hacer, me parecía exagerado el pudor que tenía con sus hijos. Muñones. Cara de rata. Rostros de bebés muertos al nacer. Mierda... Mordía una punta de seno, un pedazo de carne de la madrastra-niña y sitiaba los retretes. ¡Rencor! Las primas me exasperaban y, en cuanto venían a indagar acerca de mi divagación, las abofeteaba sin recato; ya no entendían nada. La cosa ya no me atraía, a mí que tanto las había malacostumbrado. En realidad, le concedía a mi padre tiempo de gozar para así remplazarlo mejor llegado el momento. Mis primas estaban resentidas a muerte, y al salir de la fiesta me tendían verdaderas emboscadas. Destilaban hiel, pero sus fuertes emanaciones me prevenían a distancia y sabía despistarlas. Durante la boda me complací en hacerla de macho en ausencia de Zahir, que se había quedado encamado, lleno de desprecio por mi inútil agitación. Con mi nueva investidura ya sentía en mí deseos de ser malvado; pero las mujeres me causaban compasión en el estado en que me encontraba desgarrado, cada noche, entre el sueño y la locura. Entonces empezaba a acariciar de nuevo el pubis huesudo de las hembras flacas ya penetrar a las más gordas.

Refrescos. La limonada corría a raudales entre las mujeres; los hombres, por su parte, cortejaban a las bailarinas profesionales para acostarse con ellas gratis, y las emborrachaban con anís. La boda se caldeaba y la orgía se tornaba monstruosa, con lo que los pordioseros rechazaban las sobras y exigían las mejores porciones. Ante tal situación de rebeldía, los ricos comerciantes obedecían y los miserables les de la ciudad ganaban la partida; a menudo yo encabezaba su insurrección, pero me negaban cualquier reconocimiento y su actitud me causaba una gran mortificación. ¡Odios! Al final la abundancia nos llevaba a un estado de letargo muy avanzado; las gruesas voces de los cadis que bendecían a Dios nos despertaban sobresaltados y frenaban considerablemente el adulterio, pues las mujeres eran supersticiosas ante todo, y cuando tenían miedo del infierno se volvían avaras; ¡entonces resultaba inútil mendigar su carne!

¡Júbilo! Atuendos. Abigarramiento. Sexos sudorosos. Alheña.2 Ojos negros. Veinte quemaduras entre los ojos... el calvario de Ma seguía. Amasaba la pasta, cocinaba y cuidaba a Zahir, que se aburría en un extraño torpor. A veces le hablaba y, cuando él aceptaba poner término a su brumoso y penoso soliloquio, pasábamos largos ratos juntos: me enseñaba el odio al padre. (No titubear: arremeter contra él, contra su chiquilla y contra el feto, repetía.). Sus ojos estaban enfebrecidos y barría a la atónita concurrencia con su mirada arrogante y taciturna; la terrible exigencia en que se hallaba atrapado me consolaba de mi cobardía. Tomábamos las palabras al pie de la letra e imaginábamos el crimen perfecto; Zahir, calmado, se adormecía, pero yo tenía mucho miedo. En mi mente se arrastraban resabios de frases; breves, codiciosas, miserables. Por más que el padre siguiera jadeando encima del cuerpo lampiño de su joven esposa, ¡nunca más habría paz! Emboscadas. Yo blasfemaba en voz alta, negaba a Dios, a la religión y a las mujeres. Zahir odiaba a la tribu y se orinaba en el agua que servía para la ablución de los santos hombres y de los lectores del Corán. Pesadillas en las que los abejorros se pasean en el lecho nupcial. Barbas... Turbantes... Todos hacían bizco y lavaban a los muertos. Nosotros los maldecíamos, y mi hermano, durante sus ataques, gritaba que todos eran maricas. Las hermanas se quedaban en el umbral de la puerta, no podían participar en el complot. ¡Ma se ocultaba!

Si Zoubir se había comprado unas gafas de sol para hacer manifiesta su alegría deslumbrante y subrayar sus ojeras de hombre satisfecho. En realidad, eso le permitía evitar nuestras miradas y vigilarnos sin parecerlo. La boda proseguía a tambor batiente. Abajo, la calle seguía oliendo a gas carbónico y los automóviles se desvencijaban en la atroz calzada salpicada de estiércol que humeaba al sol. Los tabernáculos furiosos ponían a temblar la casa desde sus cimientos; ¡pero no había ninguna conciencia social! Todo se pudría, transpiraba... Hedor. Se convertía en vinagre. Las axilas de las mujeres se ennegrecían y escurrían. Los hombres se abandonaban. El calor alcanzaba su paroxismo y el asfalto orinaba un líquido negro. Las tiendas de los herreros se cubrían de tierra, contagiadas por el marasmo y los ecos de la fiesta. Los botes de basura llenos, a reventar, olían a caca y eran el único testimonio de una sólida riqueza. Vituallas... Eructos abominables de gente enriquecida a escondidas... pedos de familias numerosas y respetables... Una atmósfera salobre, tenazmente pegada a seres y cosas, bañaba la casa. Los muros se ponían verdosos. Y la satisfacción salpicaba por todas partes, perforaba las caras más enfurruñadas y hacía ronronear a las abuelas gordas, tiesas en sus volantes, gesticulando, disfrazadas, que no paraban de engullir y de deleitarse. Los botes de basura frente a la casa eran tomados por asalto por los mendigos discapacitados que, a diferencia de los demás, no conseguían satisfacer sus reivindicaciones. La mayoría eran paralíticos, se arrastraban a gatas y con sus muñones hurgaban en los excrementos de los ricos. Tenían la costumbre de llegar en apretadas filas, renqueando y rezagados. Por su lado, los ciegos llegaban después, para evitar el tumulto, pero los perros no los dejaban en paz y los orinaban en las manos. Las mujeres, detrás de las ventanas enrejadas, no perdían un detalle del alucinante espectáculo. Una noche, hasta hubo que mandar llamar a la policía: un mendigo había muerto aplastado; lo descubrimos, tirado sobre el detritus, sosteniendo entre las manos su verga amorfa, de la que todavía escurría un líquido indefinible. Eso asustó a las hembras, quienes ya no osaron presenciar el festín de los miserables. Esa noche vomitaron todo lo que habían comido durante la boda. La casa empezó a oler a vómito. Los orgasmos se redujeron a la mitad. Los cadis rezaron la oración a los muertos en el lugar donde solían colocarse los botes de basura, ya lavado con agua. Los lectores del Corán chillaron unos versículos por el alma del pordiosero. La muerte penetró en la boda, y la mascarada alcanzó su clímax cuando lo chiquillos se disfrazaron de fantasmas y empezaron a perseguir a las mujeres que creyeron en la resurrección del muerto. ¡Todas pescaron una ictericia y fueron en cortejo a consultar a un charlatán! Sólo el padre se mantenía por encima de toda esta agitación: estaba volviéndose realmente chocho, pero en cuanto se topaba con alguno de nosotros, recobraba su rostro recalcitrante, fruncía las cejas y nos

miraba tan fijamente detrás de sus lentes negros que nos hacía tartamudear de sorpresa. Así que él no perdía el control, seguía comiendo mucha miel y almendras asadas (¡siempre la obsesión de engendrar!), diariamente estrenaba nuevas y deslumbrantes chilabas, de seda pura, que le caían sobre las pantorrillas; y por coquetería, a escondidas se rasuraba la parte inferior de las piernas. Era chaparro, robusto y la cara se le caía sobre el mentón debido a un apéndice nasal particularmente desarrollado que obstruía todo; tenía los ojos plegados y ahogados en la grasa de unos párpados voluminosos. En cuanto se encolerizaba, sus pupilas lanzaban llamas bruscamente e inmovilizaban al interlocutor; ¡allí residía su fuerza! Zoubida, la joven esposa, tenía colores diáfanos; constantemente era sostenida por unas viejas negras que no se le despegaban para explicarle como debía comportarse con su marido. La educación sexual de la chiquilla adquiría tintes de pesadilla. Sólo de tiempo en tiempo la novia participaba en la fiesta nupcial y Zahir pregonaba por todas partes que estaba enamoriscada de él. Creían que estaba volviéndose loco. Pero de repente dejó de hablar de eso. Llegábamos al final de la fiesta; por su lado, también los músicos judíos se dejaban mimar por las mujeres, quienes sin embargo no iban más lejos: ¡cada quien con los de su raza! Se sentían lastimados y además molestos por su ceguera. Algunos invitados empezaban a empacar. Las despedidas prometían ser muy carnales; yo perdía la cabeza olisqueando a las mujeres que había conocido en la intimidad. Ma se desmayaba dos veces al día. Mis hermanas se pasaban de la raya con mis primos. Entorpecimiento... Pausa... Nadie podía más, salvo el padre, resurgido en medio de un nuevo vigor que nos dejaba estupefactos; irradiaba felicidad y con frecuencia se quedaba dormido de pie, así de satisfecho se sentía de su suerte. Mientras tanto, mis tíos se aprovechaban de la ocasión para desvalijar la caja y alterar las cuentas.

Rachid Boudjédra, La répudiation, Denoël, París, 1969, pp. 63-71.

1 Jurisconsulto musulmán. (N. de la comp.)

2 Arbusto de cuyas hojas secas se obtiene un polvo que se utiliza para teñir el pelo y a veces las manos y los pies. (N. de la comp.)