viernes, 28 de diciembre de 2018

Cuentos polacos traducidos por Sergio Pitol





Adolf Rudnicki EL YOM KIPUR
ADOLF RUDNICKI (1912). Durante la ocupación hitleriana participó en la campaña de septiembre de 1939 y en la insurrección de Varsovia. Después de la guerra se dedicó a la literatura y al periodismo. Ha recibido varios premios por libros y guiones cinematográficos. Obras más destacadas: Las ratas, No amada, La mar viva y muerta, Mercado de Lodz, Hojas azules, Polvo de amor, Textos pequeños y menores.


 Lo sorprendente fue que Flora los conociera a los dos, a Jas y a Goldman, el mismo día. Jas y ella venían cambiando miradas desde hacía un tiempo; había oído hablar bastante de él a sus compañeras de teatro.
 Ese día, después del ensayo, fue al restaurante vecino, uno de los más antiguos de la ciudad, tan viejo que contaba tantos años como los transcurridos desde el fin de la guerra. Varsovia había escapado con un total de quince casas sin destruir, ¿quizás cincuenta? Sólo eso había quedado de aquella ciudad de un millón de habitantes. Diez años de nuestra vida hacen un siglo; en nuestra vieja Europa debemos acostumbrarnos a nuevos métodos para contar el tiempo. Aparte de la certeza de que después de un ataque atómico la tierra quedaría estéril durante siglos, podríamos asegurar que todo lo que puede aportar la guerra futura ya lo hemos vivido. Es más, sabemos cómo se presentará la vida que venga inmediatamente después: la resurrección. Las monografías de algunas de nuestras ciudades son magníficas monografías del porvenir.
 Era justamente a principios de mes y el restaurante estaba atestado de gente; junto a las mesas que iban a quedar libres se formaban nuevas colas. Después del primer día de pago hay siempre una confusión por el estilo; aunque, más tarde, en la segunda quincena, ir al café o al restaurante puede llegar a ser una experiencia agradable, el camarero no va a responder: «Ésta no es mi mesa.» Por el contrario, el primero de mes, desde muy temprano, las calles están llenas de borrachos felices; aunque, a decir verdad, ese espectáculo se mantiene sin variaciones notables del día primero de un mes al día primero del siguiente.
 Al no encontrar una mesa libre, Flora se sentó en la de un actor conocido suyo (quien invariablemente le decía: «Las camareras del cielo tienen tu mismo porte»). Antes de que el actor se marchara, Jas se había sentado a la mesa e inmediatamente después, el Dios Negro, grande, velludo y pesado. ¿Un músico que escribía letras para algunos teatros? ¿Acaso un boxeador? Flora no podía recordar ni la profesión ni el nombre de aquel personaje. La naturaleza parecía bullir donde se sentaba.
 Hacia el final de la comida, el Dios Negro, después de chascar varias veces la lengua, pareció sorprenderse de repente.
―¡Palabra de honor...! ¡Mi palabra de honor...! Pero si estoy seguro... Claro que es evidente... ―los otros dos sonreían―. Pero si es evidente que tú eres hijo...
—Soy hijo ―respondió Jas―. ¿Quién, en efecto, no es un hijo?
― Pero, mira... ¡Tú eres hijo del... Yom Kipur!1
―Soy hijo del Yom Kipur ―asintió Jas.
— Eres hijo de uno de los más, de los más, de los más... Sobre todo por causa de sus cuadros judíos, entre los cuales el Yom Kipur es una perla.
—Pues bien, aquí está el hijo de la perla.
—Sí, es cierto, he aquí al hijo de la perla. No cabe la menor duda de que eres hijo de tu padre, al que por sus cuadros llamaban judío sarnoso, igual que a mí, por ejemplo, aunque se parecía tanto a un judío, y esto es lo extraño, como yo... a una ratonera.
—Lo siento ―dijo Jas.
—No hay de qué ―respondió el Dios Negro―. No tiene la menor importancia. ¿Qué edad tienes? Bastante joven, ¿verdad? Eso quiere decir que aún no habías venido al mundo cuando surgieron esas joyas del arte nacional.
—Tu padre hacía también algunas cosas que ponían los pelos de punta.
—No lo sé. Además, ¿qué puedes tú saber de mi padre? Es a nosotros a quienes corresponde educarlos a ustedes, y no a la inversa. Pan, pan. Quien paga, manda... Tampoco debes recordar

1 Día de la expiación en la religión hebrea. Observado el décimo día del mes hebreo tisri. Las leyes concernientes a su observancia se hallan en el Levítico, 16: 23 y 25, y en Números, 29: 7 al 11. (N. del E.) mucho del mundo que sirvió de modelo al autor del Yom Kijopurim.t. Yo lo recuerdo como a través de una neblina.

 El Dios Negro calló. Fue en ese momento cuando Flora advirtió que, no obstante aquella boca sensual, en él había algo delicado. Pensó: «En sus ojos hay exactamente el mismo cielo que en los ojos de Wiktora quien en el teatro algunas veces consideran como un judiacho, y otras, como un director genial.»
―...Como a través de una niebla..., lo juro, ¡nada quedará!
―el Dios Negro exhaló un gemido―. Nada, una pequeña página, sin sal ni pimienta. Dentro de algunos años nadie va a leerla. ¿Para qué? Si ellos ni siquiera conocen la historia de sus propias calles. ¿Qué podrían decir?
 Flora recordó de pronto quién era el Dios Negro. Se llamaba Cytryn. Era arquitecto y escribía estampas satíricas que publicaba bastante a menudo la prensa. Uno de esos que colaboran en las revistas, y cuyos nombres se olvidan tan pronto como se les deja de publicar. Era famoso por sus bromas y por su... vigor. Tenía una mujer encantadora, no del todo normal. Había enloquecido un poco en los primeros tiempos de su vida matrimonial; y tan pronto como quedó embarazada, él había comenzado a llevar muchachas a la casa, sin que desde entonces ella volviera a recuperar el equilibrio síquico.
― Hijo de la Perla ―la expresión de las pupilas grandes, dulzonas, con resplandores azules, del Dios Negro había cambiado repentinamente―: ¿sabes tú que, varios años atrás, florecía Jerusalén del otro lado de esta ventana, junto a la que en este instante consumes un pedazo de carne en salsa picante? ¿Que más allá de este océano de agua y golonka 1, florecía la más bella, la más auténtica, la más completa de todas las Jerusalenes que la historia ha conocido? Hijo de la Perla, ¿sabes que en ninguna parte del mundo ardían los viernes tantas bujías en candelabros de plata, de cobre o de estaño, colocados sobre mesas cubiertas, el Sabath, con magníficos manteles, y esos manteles ocultaban los aromáticos panecillos trenzados? ¿Que en ninguna parte del mundo, la noche del viernes, los manteles estaban tan almidonados; en ninguna parte era más dulce el olor del pescado; más dulce la cebolla; más fuerte la pimienta?

1 Codillo de jamón. Comida típica de la cocina polaca. (N. del T.)

¿Que en ninguna parte del mundo resonaban los sábados por la mañana trinos «tan bellos, tan bellos como en nuestras ciudades, donde las barbas de los jóvenes eran negrísimas, y las grises de los ancianos se enmarañaban y hedían de una manera repugnante? ¿Que en ninguna parte del mundo era más melancólico el canto de las jóvenes en los oscuros parques, y que en ninguna parte se veían tantas escaleras que llegaban al cielo? ¿Que en ninguna parte, con excepción de nuestros barrios, se componían los textos de toda la literatura hebraica y yiddish; y que entre nosotros se imprimían las Santas Escrituras para enseguida circular por el mundo como inspiradoras de sentimientos piadosos; aunque las manos que las había formado considerasen su trabajo como un sacrilegio, y como un pecado ese trueque de cosas inexpresables y sagradas por cosas tangibles y terrenas?
 »Todo eso, Jas ―prosiguió el Dios Negro―, pasaba al otro lado de estas ventanas. Y todo desapareció, como el humo, de un modo que hace una docena de años nos hubiera parecido menos real que un sueño, pero que ahora nos parece cada vez menos un sueño y cada vez más un ensayo general. Hijo de la Perla, ¿sabes tú, además, que mientras entre nosotros ese mundo ha sido del todo engullido, aparecen en el mundo libros: libros-lamentaciones, libros-sollozos, libros-llantos sobre esa tierra prometida y perdida; sobre la juventud; sobre las aguas y los árboles; las callejuelas y las plazas; sobre aquel cielo abierto y cerrado para siempre con estruendo terrible? Hasta nosotros no llegan esas lamentaciones. Aquí nadie sabe nada de esos libros nacidos de nuestro costado, y en los que as posible escuchar el murmullo de nuestras aguas y nuestros árboles. En esos libros nuestra gente, dispersa por el mundo, llora a la Jerusalén perdida, como antaño mi padre lloraba por aquella bíblica cantada en los Salmos y por los Profetas. Los nombres grises do nuestras fétidas callejuelas revisten en esos libros un resplandor bíblico, baten las alas como pobres pajarillos extraviados. ¿Quien sabe si al pasar algunos centenares de años, los nombres deformados de nuestras callejuelas vivirán en la leyenda?
 El Dios Negro hablaba con tal tono, que la sonrisa no abandonó los labios de Jas y de Flora aun en los momentos más patéticos; ellos presentían su intención: «Ante todo, no me tomen en serio; no soy un moderno Isaac.»
 ―Dentro de algunos instantes, cuando el crepúsculo envuelva la ciudad ―prosiguió el Dios Negro―, comenzará el Yom Kipur, Ja fiesta de tu padre, Jas, una fiesta grande, misteriosa, amenazante, única en su género. No sé si en alguna otra parte del mundo existe una parecida. «Aunque más de una cosa testimonie contra ti, y no haya persona que se haga escuchar e interceda por ti, tú pronuncia en favor de Jacob la palabra de la ley y la justicia y toma nuestro partido en el juicio, Rey del Juicio.» En mi infancia, ese día soñaba siempre con ratas monstruosas. Me acuerdo muy bien: esperaba las ratas y sentía un miedo horrible. Juicio divino y terrestre; cirios ardientes; las cabezas de los viejos cubiertas con chales; olor de volúmenes podridos; mujeres silenciosas; terror universal. ¡Sí, sólo las ratas podían completar la escena! Los alimentos, cuidadosamente cubiertos, esperaban el fin del ayuno en la casa abandonada: mi padre no se presentaba en casa durante todo el día; mi madre iba por un instante a verificar si no había dejado el fuego encendido... Fiesta de terror y de muerte: nada sé de ella, soy ignorante; y estoy condenado a las tinieblas. El Yom Kipur en mi memoria es una melodía, sólo una melodía, y ni siquiera eso, sino apenas un trozo de melodía. Los años pasan, ciertos pueblos exterminan a otros hasta la raíz, los queman en crematorios, y sólo resta un trozo de melodía. Después, alrededor de ese pequeño trozo, todo vuelve a comenzar desde el principio...
 »En septiembre ―continuó el Dios Negro― mi regimiento me envió a cambiar dinero; no había monedas sueltas para la paga. “Ve”, me dijeron, “al pueblo.” El “pueblo” era la sección judía que existía, en todas nuestras aldeas y pequeñas ciudades. Al llegar, encontré el barrio vacío, silencioso; la guerra, todo el mundo escondido. Un anciano, casi momificado, me dijo que entrara en una casa y descendiera al sótano. En el sótano, como en una tumba sombría y helada, hacía frío, el farolito apenas alumbraba. Más al fondo, en una última estancia, encontré a una multitud, con abrigos de pieles y pesados gabanes. Las mujeres lloraban, los niños las contemplaban con una seriedad desmesurada que me aterrorizó; un viejo oraba en voz alta... Allí tuve el pregusto del fin de la Jerusalén de mi juventud..., la de las riberas del Vístula, la última, la grande, la que pasará a ser leyenda. En aquel sótano vi también lo que antes no había entrevisto sino en los sótanos del sueño: las ratas. En ese momento comprendí el por qué de las ratas.
 Flora y Jas cesaron de sonreír. El Dios Negro también.
 ― De aquel mundo ―siguió diciendo― nada ha quedado, casi nada, algunos restos... Si quieren ustedes verlos, echen una mirada a lo que subsiste de esa vida destruida por esos incendiarios que cada tantos años visten un uniforme distinto; vengan conmigo, rebiata 1 A sólo media hora de este sitio se halla la única sinagoga que escapó a la destrucción. Ella atrae a todos los que aún viven. Irán hoy a evocar la memoria de sus padres, a humillarse, a testimoniar que todos los crematorios del mundo no han logrado amedrentarlos, y que están nuevamente preparados. Verán al zapatero de Siedlece ir hasta allá con su hijo de seis años y ofrecerlo en sacrificio, como Abraham a Jacob; empleados que no pueden soportar la soledad de sus despachos; una joven de belleza deslumbrante. Desde la otra orilla la ha empujado esta noche el gran enemigo de los hombres: el oscuro sentimiento de los lazos. El perro busca al perro, el gato al gato, la liebre a la liebre, el león al león, el hombre busca al hombre, pero a un hombre de destino semejante. Ustedes verán gente de todas las condiciones: filósofos y ladrones, obreros y maleantes; todos irán allá esta noche en busca de la semilla. Vengan conmigo, hijos; contemplaremos los tristes mendrugos caídos del bolsillo de un muerto de hambre.
 ―Me gustaría ir ―dijo Jas.
 —A mí también ―añadió Flora.
—Pero tienes un poco de miedo, Jas, ¿no es así? ―dijo el Dios Negro e hizo una mueca―. ¡Di la verdad! Tus bellos ojos azules de eslavos se han oscurecido. Tiemblas como un perro antes de la tormenta... Ella también está asustada ―y señaló a Flora―. ¡Nuestra hermosa trampa de la naturaleza también tiene miedo!
—No digas tonterías ―lo cortó Jas.
—Ella no tiene tanto miedo, pues es una trampa y a la vez una niña, mientras tú, Jas...

 1 Muchachos. En ruso en el original. (N. del T.)

 ―¿Por qué debería tener miedo?
―¿Por qué? ¡Me gustaría saberlo! Tu inapreciable padre hubiera podido explicárselo mejor a su hijo; a su hijo, que tiene sobre él una única ventaja... la de estar vivo. Sí, sólo en eso reside la superioridad de todos los sinvergüenzas, de los charlatanes: viven porque ladran. En consecuencia, ladran. Se necesita arena para cerrarle las pequeñas bocas inmundas... Jas, di la verdad. Seguramente has pensado: «El enviado del Dios Negro me ha tendido una celada.»
—¿Tú, quieres decir?
—Sí.
 Aunque los tres sonreían, habían sentido un ligero estremecimiento.
 «Tiene ojos de endemoniado», pensó Flora, y fue en ese momento cuando comenzó a sentir temor. Todos los aromas familiares de aquel honrado restaurante cristiano, católico, que había cambiado muy poco en el transcurso de los años; todos los rostros familiares, animados por la vodka y el codillo de jamón, no lograron desvanecer su ligero miedo. Pensó: «Es del todo verosímil que el Dios Negro nos haya tendido una celada.»
 ―Estoy seguro de que ustedes tienen algo de miedo. Después de todo, yo también tengo miedo ―declaró el Dios Negro―. He sentido miedo durante mucho tiempo, y continuo sintiéndolo frente al Dios Verde de ustedes. Toda la vida he tenido miedo del Dios Verde, de fuertes brazos, de violentas zarpas, con la manzana de Adán movible, ebrio al mediodía, que asalta las calles con sus gritos guturales, se instala en ellas como si estuviera en su lecho; del Dios Verde de las encrucijadas campesinas, con su hoz afilada y brillante; del Dios Verde de las ciudades, con su cuchillo; del Dios Verde cuyo solo color es ya una amenaza, por ser el. signo secreto de la naturaleza. La naturaleza amenaza y advierte con sus colores. La naturaleza, algunas veces profunda como el fondo del mar, puede también ser superficial, como un estudiante, y recurrir a los medios más vulgares. ¡Que el diablo se la lleve! La cabeza blanca de un viejo te previene a distancia de que allí la naturaleza está ya por cerrar su tienda. El Dios Negro, el Dios Verde, son ellos quienes combaten. Nuestras manos se entretienen únicamente en copiar sus movimientos. El verdadero espectáculo se desarrolla en otra parte; aquí sólo se desarrolla un espectáculo suplementario. Bien, ¿quién está dispuesto y quién tiene miedo?
 Pagar fue más fácil de lo que podía suponerse. El camarero acudió rápidamente, tomó el dinero y golpeó los tacones al estilo militar. En este país existen sólo dos estilos auténticos: el campesino y el militar; los demás son importados, como los perfumes franceses.
 Salieron.
 Se encontraron en la calle principal a la hora en que todo el mundo abandona las oficinas y las colas crecen por doquier. A pesar de su decisión, a Flora le pareció que Jas desistiría en la próxima esquina; y ella también lo haría. No tenía nada que buscar en aquel lugar. Su amor platónico por Wiktor no necesitaba de esa clase de experiencias. Sin embargo, cuando llegaron a la siguiente esquina, Jas, como si fuera un niño, se dejó tomar de la mano por el Dios Negro.
 Se hallaban aún en la avenida principal, caminando al lado del Dios Negro. Éste, repentinamente, después de mirar a Jas de arriba abajo, exclamó:
 ―¿Estás loco! ¡Debes estar completamente chiflado! ¿Quieres que nos linchen? ¿Crees que han vivido el infierno para permitir que se les ofenda en un recinto sagrado? Te aplastarán esa blanca cara sin pensarlo dos veces; son verdaderos fanáticos. ¡Sólo los fanáticos, pueden resistir el infierno! ¿Dónde está tu gorra? ¡Jas!
 Jas hizo un ademán con el que pretendía expresar que se sentía feliz de caminar sin gorra.
 «¿Será que quiere renunciar?», pensó Flora. «¿Será necesario sentir miedo?»
 ― Antes de la guerra ―relataba el Dios Negro―, unos amigos míos perdieron un hijo. No habían sido bautizados, pero no permitieron que su hijo fuera circuncidado. Sin embargo, cuando el pequeño murió, debieron circuncidarlo. ¡El consistorio! ¡El consistorio no permitía el entierro! ¿Dónde está tu gorra, Jas? ¡Nos harán papilla! Ni siquiera perdonarán a Flora; nada la protegerá. No, no temas ―luego dijo, como tranquilizándose―; no importa: compraremos algo para que te cubras la cabeza, encontraremos alguna cosa. Felizmente ella no necesita nada ―y soltó una tremenda obscenidad. 

«Quiere darme ánimo», pensó Flora.
 Abandonaron la gran avenida atestada de gente, como si fuera una ruta tomada por un ejército, y se encontraron en medio de algo que en el pasado pudo haber sido una calle o parte de una ciudad, pero que en el presente era todo menos eso. Allí amedrentaba el silencio, la soledad, las ruinas, las extrañas empalizadas, la bóveda conmovedora del cielo que se ensombrecía, el lejano claxon de algún taxi. Un borracho solitario en medio de la acera escupía en el bolsillo de su chaqueta. A dos pasos de la populosa avenida comenzaba aquella tierra de nadie.
 «He aquí el mundo que siguió al fin del mundo», pensó Flora. «Una ciudad que vive la vida de ultratumba; una ciudad más desierta que todos los desiertos del mundo.»
 En el recorrido de un kilómetro, entre un mar de polvo y de escombros, sólo encontraron tres o cuatro puntos donde latía el pulso de la vida. En el primer sitio, alguien rellenaba un colchón con crines de caballo; en el segundo había un taller de carpintería; en el tercero, un puesto donde se vendían pepinos y queso fresco. En el cuarto tampoco vendían gorros. Después de abandonar el último lugar, el Dios Negro sacó de un bolsillo de la chaqueta algo que, una vez desplegado, resultó ser un bonete. Era repugnante hasta el último extremo, pero el que cubría la cabeza del Dios Negro tampoco era más elegante.
 Después de atravesar una calle desierta, se encontraron en una plaza que alguna vez había sido tan populosa como las calles de la antigua Roma, pero en el presente se hallaba vacía como cama de viuda. Una plaza enloquecida de ortigas y de tierra removida. El cielo era el cielo de otros mundos distantes. El ruido estridente de los tranvías, a lo lejos, soslayaba el silencio. Debían de saltar, subir y bajar montículos, como en una excursión escolar.
 ―¿Ven ese muro raquítico y solitario, salvado del diluvio? ―preguntó el Dios Negro―. No es un muro. Soy yo quien permanece ahí con la cabeza truncada. Es ahí donde una bomba me mató. En otra época viví en esa casa.
 Franquearon la tapia y se encontraron frente a una puerta privada de la casa, semejante a la de una tumba oriental. Precisamente al lado de aquella puerta corrían los rieles muertos, como embalsamados, y por todas partes crecía la hierba. Cruzaron el pórtico, y penetraron no en una tumba, sino en un patio donde toda clase de ruinas esperaba el momento en que sus ladrillos se incrustaran en los edificios del futuro. Allí distinguieron siluetas avanzando lentamente a lo largo de un estrecho callejón que estaba en mejores condiciones. Ya era de noche. Cien metros más adelante se encontraba el lugar donde debían reunirse los que habían logrado sobrevivir al diluvio.

Entraron en el vestíbulo. Las paredes estaban cubiertas de carteles con los más diversos avisos, concernientes a oficios, viajes, cartas, fallecimientos: la radio y la prensa del lugar. En un costado ardían innumerables cirios, plantados directamente en el suelo. El calor que emanaban era insoportable. Se detuvieron allí sólo un momento.
 ―Las almas ―cuchicheó el Dios Negro, y entraron.
 A Flora le pareció que aquel lugar semejaba más bien una estación de ferrocarril que un templo; el exceso de luces proveniente de la bóveda destruía toda posible atmósfera. Después del recogimiento y la devoción con que había ido a ese lugar, después del espectáculo extraordinario de aquellas calles desiertas trazadas como en el fondo de un mar desecado, después del insólito cielo, las ruinas, las voces, todo lo que estaba viendo le pareció ordinario. La multitud le pareció también de lo más vulgar y anodina, gris, sin color, sin individualidad. «No hay nada de Wiktor en este sitio», pensó. Cuando entraron, escucharon la voz senil del chantre; no era de ninguna manera una voz apropiada para conmover. Se habían detenido cerca de la entrada, al lado de un grupo de mujeres. Tampoco ellas se diferenciaban en nada, ni en la expresión ni en los vestidos, del resto de las mujeres. Jas se mantenía junto a Flora; y ella le transmitía algo de su temor. Poco a poco, se desembarazó enteramente de ese miedo. Comenzó a mirar tranquilamente a su alrededor, sensible a los detalles y ya sin las trabas de la emoción. El Dios Negro los había abandonado.
 Cuando el chantre calló, Jas y Flora comenzaron a caminar por el templo.
 Acá y allá escucharon trozos de conversaciones en las que se intercalaban los nombres de todos los países, de todas las grandes ciudades del mundo. Aquellas gentes tenían a los suyos diseminados por todas partes; de todas partes recibían las noticias que ahora se transmitían. Algunos leían cartas. Aunque aún permanecían allí, era como si ya no estuviesen. Sus ropas grises eran las ropas de los errabundos, las ropas de quienes esperan un tren; aquel lugar no sólo parecía una estación, era una estación. El olor de familiares quemados, los escombros de las casas derruidas, la peste de los detritus, se sentían en cada una de sus palabras. Habían bebido la copa hasta las heces, habían realizado su sombrío destino en esta tierra, y ahora debían ir en busca de un nuevo futuro.
 «¿En qué estará pensando?», se preguntó Flora mientras observaba a Jas. Tenía la impresión de que estaba bastante más intimidado que ella, bastante más conmovido. De pronto, pareció volver en sí, y se encaminó hacia el fondo del templo.
 ―Vuelvo en un instante ―murmuró.
 Mientras más observaba, mayor era su fascinación. Al pie de una columna permanecía un hombre joven, alto, delgado. «Debe tener huesos débiles», se dijo. Era moreno, con las cejas muy pobladas, y el pelo peinado casi como un adolescente. Era bello y exótico. Pensó: «Hay en él cierta cosa de galgo, se advierten los siglos en su negrura, en sus ojos, en su silueta; él representa todo aquello de lo que ha hablado el Dios Negro, todo lo que me atrae en Wiktor. Es de aquí, pero no se le ve postrado ni ávido; él ya no se rebela. Es un verdadero Dios en su mundo.» No podía desprender de él la mirada. Él no podía verla, porque se encontraba en la misma posición y ella estaba oculta tras una columna. Como la mayoría de los que había allí, estaba vestido con una especie de gabán; llevaba un sombrero nuevo, comprado especialmente, al parecer, para aquella ocasión, o sacado de un armario. Mientras lo contemplaba, recordó unas palabras del padre de Jas, leídas en alguna parte; cuando leía algo podía recordarlo durante mucho tiempo. «Cada vez que penetro en ese territorio, quedo impregnado de pavor. Entro en su barrio como si vadeara un río. Tengo miedo de sus muros, tengo miedo de su Dios. Pero veo allí cosas que ninguna otra parte lograría ver.» Cuando ella contemplaba alguna cosa, siempre tenía necesidad de un texto, poco importaba cuál fuese, a fin de subrayar la fuerza de lo contemplado; veía a través de los textos. Su emoción tenía necesidad de palabras y hacía todo lo posible por encontrarlas. «He aquí a un hombre», se repetía, «cuyos cabellos, manos, labios, mejillas, me gustaría sentir sobre mi cuerpo; al que me gustaría ayudar a salir de su abismo, y que me ayudase a salir del mío; a quien ayudaría a huir de su cruel Dios y adoptar el mío; con el que me gustaría sumergirme en un Dios común. Lo he encontrado en medio del océano.»
 De pronto, el hombre se sintió observado, supo que lo miraban. Sus ojos se encontraron.
Un instante después, Jas estaba a su lado.
Comenzaron .a salir. De aquella masa en tinieblas, desprovista de rostros, escapaban trozos de diálogo.
―Enterramos al padre del coronel ―dijo uno.
—¿Qué coronel? ―preguntó su compañero.
—Le pregunté si sabía la plegaria por el alma de su padre.
—¿No la sabía? ―inquirió el segundo.
—Ellos no saben de estas cosas ―respondió el primero.
—¿La dijiste tú?
—Sí, pero fíjate: ahora, después de su muerte, quedamos solamente nueve.
—No son suficientes. ― No, no somos suficientes. No podremos siquiera rezar.
―¡Es el fin! —¡El fin!... ¿Tú crees en la migración de los huesos?
—¿En la migración de las almas?
—¡De los huesos, te digo!
—¿Cómo es eso?
—La cosa más sencilla del mundo; te entierran en la calle Okopowa, y resucitas en la misma calle Okopowa.
—¿En la calle Okopowa para presentarme al Juicio Final?
—¿Tú no lo crees?
—No sé.
—Yo, la verdad, no lo creo. Como sepulturero no lo creo. Está más que probado que los huesos no pueden viajar...
—Yo, nada sé...
―Está más que probado que los huesos no pueden viajar por su cuenta. Tengo que irme del país. ―¿Quieres marcharte?
—Para un sepulturero hay sitio dondequiera. Dondequiera muere gente. Ya he enterrado a ochenta y tres personas en este terreno, y es más que suficiente.
—No eres el único. Todos nosotros...
—Pero yo no quiero más... No quiero crecer en esta tierra ni como girasol ni como espiga...
—No deberías hablar de esa manera.
—Lo sé; no sé nada; lo sé... ¿Por qué?
Traspusieron aquella puerta solitaria semejante a una garita en pleno campo. La multitud comenzaba a disgregarse. Las tinieblas en la calle eran menores que en el patio, aunque había pocas lámparas. La noche había refrescado; aquella noche de otoño tenía ya el rigor de una noche invernal. El Dios Negro los separó y se colocó en medio de ambos.
― ¡Todo! ―exclamó―. ¡Todo sin gusto, sin color, sin brillo, sin pimienta! ¡Todo se ha extinguido! No queda nada, salvo los detritus. Todo ha desaparecido entre el humo y las llamas. Lamento haberlos traído. ¡Esta gente no sabe nada! ¡Nada! Son una especie de monos, de monos repulsivos. ¡Dios mío! ¡Cómo han destrozado ese canto! ¡Lo que han hecho de aquel pasaje!: «Señor, amenazador es tu nombre...» 
 Alguien pasó junto a ellos. El Dios Negro lo cogió por una manga. A la luz de un farol, Flora reconoció al joven de la columna. El Dios Negro hizo las presentaciones:
 ―¡Goldman! ¡Un nombre que lo dice todo! ¡Un nombre que habla por sí mismo!
«Es él», se dijo Flora, sin atreverse a mirarlo.
 Un mes más tarde, un día de octubre, cálido como la piel de un gato, dorado como los más espléndidos días de octubre, que son a veces la suma de la belleza de todos los días del año, Flora, con el cielo en el rostro, estaba arrodillada en una iglesia; dentro de una hora debería efectuarse su matrimonio civil. Había ido allí antes de la ceremonia. Fue entonces, allí, cuando advirtió la magnitud de ese paso. Durante aquellos últimos días no había hecho sino sonreír cuando la gente hablaba de «su próximo primer matrimonio». Esa mañana, al despertar, se había dicho: «Hoy me caso con Jakub Goldman», y había sentido miedo, como si fuera a arrojarse al agua negra. Esa noche había tenido un sueño extraño, del que se acordó con toda precisión al despertar. A decir verdad no había sido un sueño, sino un recuerdo. Era aún niña y vivía en una ciudad de provincia con sus padres, en un edificio decrépito, de cuatro pisos. Era un mal día de invierno. Había agua en las concavidades de la amarilla nieve. En un rincón del pequeño patio había gentes reunidas que contemplaban el cuerpo de un hombre cubierto con periódicos. Por debajo de los periódicos salían sólo unos zapatos horribles y puntiagudos. Las suelas estaban casi sin usar; se veía que su propietario no había salido apenas de su casa, que había estado escondido, como tantos otros en esa época. Una hora antes se había arrojado por el balcón. «A pesar de todo, ella no tenía derecho», decía el viejo zapatero, enfundado en su mandil azul, con la nariz calzada por unos espejuelos de montura metálica. «A pesar de todo, era su marido. Se acostaba con él...» Hablaba así de la mujer del muerto, que había escapado después del suicidio. Había salido de la casa sin dirigirle una mirada, sin volver la cabeza, sin dar un paso atrás. No vivían juntos. Aquella mañana, la propietaria le había exigido que dejara definitivamente el departamento, y fue entonces cuando él puso fin a sus días. «A pesar de todo, era su mujer», repetía el zapatero. Flora había conocido a aquella mujer, y perdía el aliento cuando la veía. Era una belleza, una actriz célebre. «Pero no lo pudo soportar más», la justificó alguien entre la multitud. «Al casarse aceptó compartir su suerte», volvió a repetir el zapatero, afirmando tenazmente su punto de vista. «Y bien, no pudo soportarlo más...», insistía la misma voz de antes.
 La noche pasada, entre sueños, Flora había vuelto a contemplar toda la escena.
 Aquella mañana, arrodillada en la iglesia en penumbra, había comprendido la importancia del hecho que se aproximaba. Sentía que las lágrimas fluían a sus ojos. Como siempre, en los momentos solemnes, repetía frases sin principio ni fin, palabras nacidas del temor, del amor: «He venido a Ti, pues sé que siempre esperas, he venido por mí y ante todo por él, que no vendrá a Ti ni hoy ni mañana ni pasado mañana, pero que quizás venga un día,que vendrá ciertamente, estoy segura de que deberá venir, de que hará la prueba, sabrá al fin esta cosa tan sencilla: que Tú eres igualmente suyo, ante todo suyo. Todas las puertas se cierran ante él, todas las luces se apagan, y cuando llega a hablar de Ti, te odia, a pesar de que Te ama. Estás dentro de él un millón de veces más profundamente que en mí; basta contemplar sus ojos, basta contemplar sus manos traspasadas por los alambres de púas de todos los campos, para contemplarte a Ti. Yo, hasta hoy, no he acudido, pero he pensado que venía aquí todos los días, me arrodillo ante Ti y Te suplico dirijas Tu mirada hacia ese huérfano al que amo, y que la poses en sus ojos, en su boca, en sus manos, esas manos queridas que no tienen nada ni a nadie, sólo a mí. Séle favorable, ya que él está igual que Tú, clavado en la cruz. He tendido las manos hacia su cuerpo oscuro, puesto que soy codiciosa, mezquina, celosa, ávida. He querido tenerlo para mí, pero lo he hecho igualmente por Ti, con objeto de restituirtelo. He venido aquí consciente de mi miseria, de mi pequeñez, de mi codicia, de mis sentimientos y deseos oscuros, ya que ahora, más que en ningún otro momento, tengo necesidad de Tu consentimiento y de Tu bendición. En este difícil momento no tengo a nadie, sino a Ti. Cuida de mí, de él, de nosotros. Contémplalo en los ojos, tal como yo lo hago; no lo alejes de Ti, aunque él se aparte Ti. Defiéndelo contra su miedo, que ya está convirtiéndose en mi miedo. Ayúdame en mis intenciones, que pueden parecer malvadas; pero que no lo son, porque están inspiradas por el amor.»

 Traducción: Sergio Pitol.

KAZIMIERZ BRANDYS CÓMO SER AMADA
KAZIMIERZ BRANDYS (1916). Terminó sus estudios de Derecho antes de la ocupación fascista alemana. Después de la guerra se dedicó a la literatura. En 1950, recibió el Premio Estatal Segunda Clase de Literatura por su tetralogía: Entre las guerras. Obras más importantes: El caballo de madera, La ciudad invencible, El hombre no muere, Los ciudadanos, Romanticismo y Cartas a la señora Z.

 1

La muchacha con boina me desabrocha el cinturón de seguridad. Estamos en el aire. Al parecer, ya
podemos fumar. Me siento fatigada, me niego a hablar. Ella me sonríe mientras se aleja; le doy las gracias con otra sonrisa. No debo hablar. Me reconocerían la voz.
El despegue no produce grandes efectos: el ruido de los motores y unas cuantas sacudidas. Después no he vuelto a mirar hacia abajo. El ala me impide mirar, de lo que me alegro. Por el momento, me siento feliz sin la panorámica: un paisaje sacudido de una caja, unos coches diminutos, todo muy bonito, pero prescindible. Me siento bastante rara en este vuelo. Realmente, fue una locura ¿Por qué lo decidí? No debía viajar; y por otra parte, podía haberlo hecho en tren. Silencio, ruido de periódicos que se abren, el ala del avión brilla bajo el sol. Nadie me ha acompañado.
 ¿Olvidé los cigarros? No, aquí están. Espero que mi hija me espere en París. Mi vecino saca un encendedor. Un encendedor plano en una mano grande, masculina. Una sonrisa. Acepto. Un modo de aproximación bastante adecuado, pero no deseo nuevas amistades. No he huido de la tierra para tener aventuras en el aire. La distancia ―un poco de comodidad―, una copa de Madeira en la terraza del Café de la Paix, museos, paseos solitarios a lo largo del Sena. ¿Cuánto costará una copa de Madeira? Además, la celda donde estuvo prisionera María Antonieta. Eso, y Van Dyck.
¿Y si ella llega tarde al aeropuerto?
Tan pronto como aterricemos compraré un mapa de París. Dos semanas es muy poco tiempo... pero suficiente. Lástima que este viaje llegue tan tarde para mí.
 Era algo que se me debía: mis primeras vacaciones después de setenta semanas. Setenta veces: la señora Felicja ―setenta comidas―, setenta veces mi propia voz. Dentro de una semana, un millón de personas se enterarán de mi partida. La señora Felicja abordó un aeroplano planteado, un cuatrimotor ―flores―, adioses en el aeropuerto. El señor Tomasz se queda solo. Puedo imaginar lo que dirá al respecto.
Fue la semana pasada cuando se les ocurrió la idea de ese viejo amigo para reemplazarme. Llamará repentinamente a nuestra puerta al día siguiente de mi partida. Uno de esos tipos de eterna mala suerte. Jugará al ajedrez con Tomasz. No es mala idea: la conversación sobre el tablero de ajedrez salpicada de comentarios sentimentales sobre mí. Y yo estaré lejos. ¡Magnífica ocurrencia! Después llegará una postal con la torre Eiffel. «Una bella ciudad, le escribiré, pero no hay mejor sitio que el hogar.» Tra-ra-rim, tra-ra-rim..., rififí...
 Al pie de la tarjeta le recomendaré, por supuesto, que no fume demasiado. Debo mantener mi popularidad entre las esposas. Un millón esperará mi regreso; el regreso de mi buena y grave voz, ligeramente áspera. ¡Qué risa!
Atravesamos algunas bolsas de aire. Siento los latidos de mi corazón.
El día que solicité el pasaporte, después de decir unas cuantas palabras, pude oír unos murmullos en la fila. Alguien me preguntó: «¿Cómo está el señor Tomasz?»; y si las castañas le habían hecho bien. El último jueves se había quejado de artritis, y le dije que se pusiera unas castañas en los bolsillos. Siguió una discusión sobre las supersticiones, que terminó en un beso matrimonial. Bien. Hubo muchísimas cartas. Al parecer, las castañas realmente ayudan.
Mi vecino de asiento habla con la muchacha de la boina. Con la azafata. Habla en polaco, pero su acento es extranjero. Las sienes grises, la cara bronceada. Debe de andar por los cincuenta. Hace calor. En el ala se refleja el sol. Apenas quince minutos de vuelo. Espero que no se me haya roto el espejo de mano. No, aquí está. ¿Qué aspecto tengo? La cara: ovalada. Esos formularios no tienen sentido. Antes, mi cabello era rojo. Ojos convexos con expresión de sorpresa y una piel transparente. Ahora me pinto las y las pestañas, y me tiño el cabello. Ofelia pelirroja, transparente, era el estilo de la preguerra. Me sorprendí al llenar el formulario. ¿Pelirroja o rubia? Escribí: Cabello rubio-rojizo.

Ninguna característica particular. Mi padre era capitán del ejército. ¡Qué tonterías! En casa temían que pudiera salir enana. Tal vez tenían sus razones. Según parece, mi abuelo bebía. De todos modos, logré crecer; era muy delgada, tenía las rodillas y los hombros demasiado huesudos. Digamos: estatura media. Un salto, un balanceo.
Sí, pude haber sido una Ofelia fascinante o una santa Juana. Un personaje frágil y una posesa. En el teatro me decían que tenía luz interior. Tal vez tuve esa luz, pero también muy mala suerte. No se debe esperar nada, y, a la vez, esperarlo todo. La fecha y el lugar de nacimiento: dos cosas que uno no puede perder. ¿Pero se tiene algo en común con ellas?
Me quedé sentada frente a aquellos formularios casi media noche. Algunas preguntas, aún ahora, me confunden. El estado civil. Escribí: Viuda. Después lo taché. Supongo que debe ser: Soltera.
 Antes de despegar, los dos brasileños que van en el lado opuesto, hacia el ala derecha, hicieron simultáneamente un signo de la cruz, con idénticos gestos: con las yemas de los dedos juntas se tocaron la frente, el pecho, los labios, rápida, tristemente. De un modo que no logró infundirme ánimo.
Diversos diarios extranjeros. En alguna parte, atrás, una conversación en francés. Siempre puede uno reconocer a los polacos: la piel los cubre mal, hay algo gastado en su apariencia. La azafata, una cabeza más alta que yo, nos observa en silencio, con un risa incrustada en el rostro. Podría decirse que sus muslos están excesivamente bien alejados. A algunos eso les gusta. Los que nacieron durante la guerra y después tienen mejor calidad. Si ella hubiera pasado por lo que yo pasé, su piel no se parecería tanto a la de un durazno. El hecho es que yo no fui quien vivió, fueron las circunstancias las que me empujaron; no una, sino centenares de veces...
¿Qué hora es? Dentro de quince minutos me oirán allá abajo. Van a escuchar mi voz en la cinta grabada una semana antes. La señora Felicja saca su pasaporte; sus esfuerzos, la fiebre del viaje. (Tantos años que no he viajado a ninguna parte. ¿Supongo que querías librarte de mí?) Tomasz tranquiliza a su mujer. ¡Qué escena más conmovedora!
El programa número setenta. En septiembre se cumplieron dieciocho meses desde que me ofrecieron el trabajo. Un sentimiento peculiar, como si caminase a través del desierto de Sahara. Cuarenta años de caminar descalza sobre la arena ardiente, tras el ejército; después de cuarenta años; digo: «Muy bien, con mucho gusto.» La vida me ha sonreído, pero no voy a devolverle esa sonrisa. En momentos como éste es mejor sentarse tranquilamente, con una sobria expresión en el rostro. ¿Una bomba? ¿Un ciclón? ¿Una parálisis? Todo es posible. Estoy preparada. No se trata del primer compromiso que acepto. Y desde el momento en que acepto, preveo las consecuencias. 
Yo, sentada en la silla (un abrigo negro del año anterior, guantes de estambre, el bolso con la hebilla rota), y en el lado opuesto, tras el escritorio, un hombre moreno y elegante, de es­pejuelos, me felicita. Dice: «El timbre, su timbre es formidable», y yo me inclino para escuchar mejor. Este timbre lo he adquirido por tomar demasiada vodka. Siempre lamenté que se me hubiera enronquecido la voz. «Su grabación es excelente; por fin, una voz humana.» 
¿Mi grabación? Al principio no entendía. ¿Qué grabación dice? Me preguntó si quería escucharla, oprimió un botón y pidió: «Pongan, por favor, la primera prueba.» Apareció una pequeña luz, hubo unos murmullos, seguidos por una especie de ronquidos, y luego alguien suspiró: Yo quería descansar en la vejez, pero, querido, tengo que empezar de nuevo. Me ofrece un cigarro. Fumo mientras escucho. El sonríe; a mí me tiemblan las manas. No puedo decir que me gusta. Me siento cohibida. Esa voz... Así no hablo en la vida real; no uso semejantes expresiones; no tengo a nadie a quien decírselas. Y, además, ¿qué significa «empezar de nuevo»? Nunca lo diría de esa manera. Escucho, sacudo la ceniza del cigarro; esa voz áspera, que es la mía, me cae encima. Alguien interrumpe; me quejo. Al parecer, no entiendo algo. Luego la comida. Pongo la mesa. El ruido de la sopa en los platos. Mi esposo está comiendo. «¿Te gusta?» «No está mal.» 
 Mi grabación... Me gustaría escucharla. No recuerdo todo lo que he dicho en la vida. Tal vez no sea importante, pero es el timbre lo que me interesa; el timbre, que cambia con nuestras actitudes. Antes creía que iba a haber alguna respuesta. Comencé a hablar. Pero no ya con mi propia voz. Esas palabras, las que uno ansia escuchar, tienen que ser pronunciadas a veces por nuestra propia boca. «Por favor, no se desespere», le dije con voz de ventrílocuo; «nunca lo abandonaré.» Sentía que él ni siquiera necesitaba esas palabras, se estremecía ante ellas; era yo quien las necesitaba. Bajo aquel toldo, rodeada por el ruido de la lluvia, le ofrecí un nuevo timbre de voz. Muy bien. En un segundo me había adaptado a una nueva situación. Pero sucede que después ya no se vuelve a ser jamás uno mismo, ese uno mismo particular del segundo anterior. Me preguntó si creía que lograría escapar. «Nada va a pasarle.» En segundo antes no habría podido pronunciar esas palabras. Y el resultado: trece años de obsesión. 
 Estoy encantada de mí misma. Llevar un hombre perseguido; llevarlo en un cabriolé a través de viejas, angostas callejuelas llenas de alemanes, encontrar en todas las esquinas carteles con su fotografía y una recompensa por cualquier informe que facilitara su detención y, sin embargo, poder decirle con absoluta certidumbre: «Ya no estamos lejos, pronto estará usted a salvo.» En buen comienzo para un guión cinematográfico. En la vida real fue menos divertido: lluvia, las medias mojadas, lento trote de caballo y mi odio constante a ese caballo. Desde aquel día, mi piel ha mantenido el color grisáceo, jamás he conseguido que desaparezca. 
Mi vecino, el del encendedor, tiene una apariencia muy higiénica; huele a algo muy poco usado. Me gustan los hombres que andan cerca de los cincuenta: sienes grises, ojos inocentes de color acero, ejercicio físico, masaje eléctrico, jugo de naranja, avena.
Apostaría a que durante la guerra fue piloto... Mi padre fue asesinado tras una alambrada de púas por esas criaturas verdes, con cabeza de acero brillante y ojos pequeños. La gente que pasó esos años en el aire o en el mar se conservaron mejor y conocen menos de la vida.
¿Estará casado? No lleva anillo, pero presiento una mujer a su lado. Por la mañana: «Buenos días, mi amor»; por las noches: «Buenas noches, mi amor.» Podría enloquecer.
Tengo celos de la muchacha de la boina. Le ha sonreído de nuevo. Detrás de mí, una conversación en polaco sobre el nivel de vida. Según parece, los campesinos montan sus propias motocicletas. No estoy nada segura de que se trate de una buena cosa.
Campesinos en motocicletas; yo en un aeroplano rumbo a París. ¿País? Sí, tal vez. No lo sé. No he pensado en eso. ¿Puede alguien en mis condiciones hablar de amor a su país? Seguramente basta con haberse quedado aquí durante tantos años. A todo lo que nos sucede lo llamamos vida, aunque solamente después advirtamos que se trata de nuestro país. Yo no he elegido el mío.
No, nadie. Ni siquiera él. No tenía idea de qué se trataba. Sólo vi cuando golpeó a Peters en la cara; en ese momento servía café en la mesa de al lado. Al día siguiente, se presentaron ante mí y me dijeron: Tienes que llevarlo a un lugar seguro, le han puesto precio a su cabeza.»
Un cabriolé y la oscuridad. 
Después de trece años oigo un grito en el patio ―corro desde el baño. 
La ventana ―una ventana y la oscuridad. 

Es suficiente. No debería seguir pensando en eso, no me hace ningún provecho. Un vaso de agua o jugo. Una tableta de sedante.
Se me caen las tabletas. Mi vecino se agacha a recogerlas.
―Merci. 
 Naturalmente, ahora piensa que soy francesa. ¿Por qué dije merci, en vez de gracias? Las consecuencias instantáneas: ―
Vous sentez-vous mal, madame?
Por fortuna comprendo.
Non, merci. Pas du tout. 
¡Qué riqueza de palabras! Rififí... No reconoció el bolso de la tienda polaca, lo que significa que estuvo en Polonia breve tiempo.
Durante todo este rato me ha latido el corazón. No estoy hecha para andar por el aire. Abajo parece que hay praderas y estanques. Vista desde la altura de dos kilómetros, la tierra parece menos seria que cuando uno se pasea por ella.
Un camino a través de los árboles, casas, una aldea.
Tengo entendido que en aldeas como éstas, los campesinos asesinan a sus esposas con hachas y luego se cuelgan de los árboles. Pero esta altura no es para ver cualquier cosa.
Siempre tuve la sensación de que nadie nos veía, pero no suponía que fuera hasta ese grado. ¿Tal vez los fieles no mirarían la tierra desde un ojo de pájaro? Hay algo pecador en esto y mi corazón reacciona de mala manera. Siempre me he sentido mal en las situaciones en que ni siquiera puedo pensar en que se me tenga en cuenta. No puedo tolerarlo. Perdónenme: tengo mis propios intereses, y, por eso, que se interesen otros en mí. No quiero ser un grano de arena. Un ser humano tiene su propia grandeza natural y el derecho a mostrarla.
Entonces, en aquel primer año de guerra, cuando lo conduje bajo la lluvia, a través de la oscuridad... Entonces me di cuenta de lo que eso significaba. Sentía miedo, no por causa de lo que pudiera pasarnos, sino porque cualquier cosa que nos ocurriera ya no tenía ninguna importancia. Un sentimiento muy desagradable. Prefiero ser acusada. Cuando me juzgaron, después de la guerra, me sabía inocente; pero, después de todo, mi caso era tenido en consideración. El tribunal sindical me sentenció injustamente,pero yo tenia la certidumbre de que, al fin, se me tomaba en cuenta. Y no es eso lo peor, ni siquiera cuando la sentencia es injusta. Lo peor es no sentir sobre una ninguna mirada.

Apuesto a que este hombre jamás ha vivido tales momentos. Me parece alguien que si llegó a arriesgar la vida, lo hizo siempre bajo una dirección: estos hombres nunca dejan de informar a sus superiores antes de saltar a la oscuridad.
La azafata sirve el desayuno. ¿Tal vez no tendré que saltar? ¿Qué ocurriría si tuviera que hacerlo? Salto y caigo sobre un campesino que está asesinando a su mujer con un hacha. Teóricamente, eso es del todo posible. Me tomaría por un ángel que desciende para salvarlo, y caería de rodillas, con una profunda exclamación. Pero nunca sucede de esta manera. Existe el progreso en el campo de la técnica; pero en la esfera de lo providencial se advierte un gran retraso. El campesino mataría a su mujer, y yo caería un kilómetro más allá y me desnucaría. ¿Significa esto que hay progreso? Una falta completa de interrelaciones. ¿Lógica? Tal vez este hombre crea en ella. Yo no.
La tierra, plantas, animales, algo incierto y difícil, algo que se mueve por sí mismo, devora, crece. A mí, los pájaros dentro de una habitación me asustan. La naturaleza se le enmaraña a uno hasta en el cabello. Es ciega, sorda y siempre asustada; uno puede hablar sólo con los seres humanos, serenarlos, burlar su maldad, con la que jamás se ha reconciliado. 
Creo que una copa de coñac me vendría muy bien.
Extrae de su bolsillo un pequeño radio de transistores de plástico color marfil. Nunca había visto uno semejante. Se reclina sobre la ventana y trata de hacer funcionar el aparato.
Un doble ronquido: los brasileños.
¿Para qué lo hace? ¿No es suficiente que surquemos el aire?
Quiere que la música lo acompañe. ¡Qué manos tan esmeradamente cuidadas! Pero la radio, está jo...: se niega a tocar, sin más.
La esbelta azafata se me acerca con una bandeja. ¡Coñac y sandwiches, al fin! Puedo sentir el calor en mi interior. Un cigarrito. ¡Tra-ra-rim, tra-ra-ran..., rififí!... ¡Ah! Ahora me siento bien. Tengo el corazón en su sitio. Cuatro motores trabajan para que yo pueda volar. ¿Soltera?, ¿viuda?, ¿casada? Y esas buenas tonterías que digo todos los jueves. ¡Dios mío! ¡Qué maravilla! No me interesa nada, ninguna prueba, ninguna repetición.
No podía preveer los acontecimientos, pero cumplí con to­dos mis deberes. Lo hice por salvarlo. Luego me enjuiciaron. Eso no significa nada: dictaron una sentencia por lo que me había ocurrido, aunque merecía un monumento por mi conducta. Este hombre, mi vecino de asiento, no podría entender gran cosa de eso.
Tendrás que experimentar todo eso, mi amor. Imagínese tan sólo a una actriz frágil y pelirroja, que se suponía iba a representar a Ofelia en una gira por provincias, y a quien durante los ensayos consideraban fascinante ―sí, el primer gran papel en su vida, dentro de muy pocos días el estreno: una fecha ominosa: 3 de septiembre de 1939. Desgraciadamente, el último ensayo fue interrumpido por una incursión aérea. Polonio escapó ―regresó después con los alemanes―, y un mes después yo servía vodka en el Bar de los Artistas. Un lugar interesante. A Polonio no lo atravesaron allí con una espada, pero en una ocasión fue abofeteado. Al día siguiente, encontraron su cuerpo con el cráneo destrozado, el cuerpo de un traidor. 
No me importaba si él lo había matado; nada me importaba Peters. Y a él podía transportarlo, cualesquiera que fuesen las circunstancias. Lo mató, no lo mató... Todo pudo haber ocurrido. Nunca le pregunté la verdad. Tales preguntas resultan excelentes en una gran escena. De cualquier manera, no tenía razón ni tiempo para preocuparme por eso. Me bastaba que fuera él. Él no me prestó la menor atención durante los ensayos, pero supe que “ aquélla era mi oportunidad, no me dirá: vete a un convento. Tenía que esperarlo en un cabriolé. Le iban a teñir el pelo, tendrá el pelo negro. Las monjas nos dieron una dirección segura, los carteles en las esquinas ofrecían una alta recompensa. El coche arrancó, le tomé la mano. Estaba pálido y tenía los ojos cerrados. Desde dentro de la capota podía adivinar el itinerario: el teatro, la Muralla de la Defensa, la Torre de Ejecución. No sabía el precio que iba a pagar, solamente sabía que las monjas traen mala suerte. 
La azafata recoge la bandeja. El radio comienza repentinamente a funcionar. Interrumpe el sonido de las voces un chirrido, al que sigue una música distante.
Mi vecino está satisfecho, sonríe. Sonrío a mi vez. Después de todo, ¿qué importa? ¿Por qué pensar en el pasado? Lo viví, y es más que suficiente. El pasado es malo para los nervios; se deberían inventar tabletas contra los recuerdos indeseables. Los dulces recuerdos, ¿quién inventó esa tontería?



¿Qué dije? ¿La ropa? 

Creo que fue algo sobre unas cosas que se suponía debía lavar antes de partir.
 Me siento bastante rara. Este hombre ha capturado mi voz de la semana pasada. Mi suspiro llena el aire. Por supuesto, es el último programa, repetido con motivo de las fiestas. La señora Felicja tiene miedo de viajar por el aire. Tomasz comienza a impacientarse.
...Después de tantos años... 
Hay estática; el sonido es muy deficiente: -
...no has visto a tu hija... 
Creo que olvidé alguna cosa, es espantoso.
...¿y ahora te escondes tras mis pantalones...? 
Risa garantizada de un millón de radioyentes. No puedo escuchar nada más, sólo voces inarticuladas. Y de pronto mi susurro.
¿Cómo te las arreglarás sin mi?
Ahora está mejor: hasta puedo reconocer los acentos:
¿...quién irá a hacer cola para la carne? ¿Y tus hierbas?
Estática y ruidos.
La estación se pierde entre el estruendo, junto conmigo. ¡Qué lástima! Me encanta mi voz.
Tengo lágrimas en los ojos. Estoy profundamente conmovida. Nunca había advertido que iba a llegar a esa altura. Que mi voz volara conmigo en el aire. No hablo así, es cierto, pero en la tierra me aman por esas palabras. Las pronuncio en nombre de un millón de suscriptores. Ellos jamás aceptarían mi verdadero texto. No los culpo. A mí tampoco me gusta. Mi verdad nunca sería transmitida. Nada me diferencia de un árbol o de un perro, salvo los recuerdos; pero se exige de mí mucho más. Prefiero mi guión de los jueves.
Algo más sobre pantalones. No del mejor gusto; pero, ¿qué se le va a hacer? Después de esos comentarios, siempre hay toneladas de cartas. Un paquete con pantalones: Querida Felicja, la Liga de Mujeres de Piotrków te envía un par de pantalones para tu marido. Te deseamos un feliz viaje, y un pronto retorno. Nuestros saludos para tu hija. 
Pantalones, jamón, medicinas ―confesiones, pecados, desesperación, gritos de ayuda―, manteles tejidos a mano, lamentos de esposas traicionadas, todo eso a mi disposición. Mi voz atrae la vida.

Mujeres que me escriben: «Nuestra madre.» Tengo una carta de una suicida en potencia, que decidió seguir viviendo porque yo existo. Me siento un poco desquiciada; pero, ¿quién podría preverlo? Nadie lo supo hasta el momento en que decidieron adelantar la audición una hora. Recibieron unas cinco mil cartas de protesta de todo el país. Fue entonces cuando advirtieron que el país entero nos escuchaba. ¡Increíble! Las comidas de los jueves del señor y la señora Konopdka,1 un programa para matrimonios de provincia de edad madura, se convirtió en un programa estelar. Fue una revelación. 

Qué imbécil aquel tipo que escribió, un momento, ¿cómo se llama eso?, sí, un ensayo sociológico. Sí, un ensayo titulado: Del rey Estanislao a la señora Felicja. Trató de demostrar que mis comidas también eran parte de la historia.2 ¡Qué cretino! Y, sin embargo, no dejó de agradarme.
Ahora ya no pueden terminar. Durarán siempre. Todos los jueves tendré que servir sopa a un millón de personas. Me escuchan en los hospitales. Recibo cartas de pacientes, enfermeras, médicos Dicen que mi voz ha llegado a curar a alguno.
Todo es posible. No me sorprende, pero me asombra que necesiten tan poco. Cuando le digo a Tomasz: «Come ese trozo de carne, querido, ése del hueso», siento su gratitud y sé que recibiré muchas cartas. Soy capaz de mucho más que eso en la vida real; pero ellos sólo conocen el trozo de carne y el sacrificio; una

1 En la radio polaca hay dos programas (desde hace muchos años) sobre la vida de dos familias, los cuales tienen enorme popularidad. (N. del T.)

 2 Se trata de las famosas comidas de jueves (donde se encontraban artistas, escritores, etcétera) en el palacio del rey Estanislao II Poniatowski (1732-1798), último rey de Polonia (1764 a 1795). (N. del T.)

 cucharada de sopa y la certidumbre de que no comeré hasta que él haya comido bien, que jamás lo traicionaré y que si he amado al otro, lo he abandonado tranquilamente. Él, su duro trabajo, sus pantalones y sus preocupaciones, nuestra honradez y nuestros hijos adultos. La sopa, la carne y un hueso con un trozo de vida sencilla, unos cuantos refunfuños y anécdotas, el calor de un hogar, eso es lo que desean escuchar.
No me río de ellos, tal vez tengan razón. Me río de mí misma.
En el primer ensayo, el señor Tomasz estaba ligeramente confundido: «Lo consideré inocente, pero me siento impotente frente a esta atmósfera.» ¡Oh! Igual estaba yo. Sólo que yo era la acusada. Si uno es tan débil como una pantufla, no debe sentarse en un tribunal sindical. Muy bien, este gran trozo es tuyo, la carne ha vuelto a subir de precio, nada tengo contra ti.
―¿Me permite?
 ¡Ah! Ha visto el ejemplar del Przekrój que asoma por el bolsillo de mi abrigo. Muy bien, hagámosle saber con quién tiene que vérselas. Sonrisa: sonrisa.
―Por supuesto.
 Le presto la revista. Espero que me la devuelva, porque si no llevo el Przekrój en el bolsillo de mi abrigo, mi hija no podrá reconocerme.
—¿Fuma?
—Con gusto.
Fumamos sus cigarros. Los primeros pasos se han dado... ¿Ahora qué? Parece reflexionar antes de cada frase, como si me estuviese enviando un telegrama.
―Llegaremos a Berlín con una hora de anticipación. Llevamos adelanto.
—¿Realmente? No me parecía.
 —Sí. Las condiciones atmosféricas nos son favorables.
Tiene los dientes muy blancos. Cuando vuelve la cara hacia mí, me deslumbra. Todo en él parece brillar. La elegante línea del perfil... Los polacos verdaderos no tienen cabelleras así.
―Supongo que usted no vive en Polonia.
—No, vivo en los Estados Unidos. He visitado Polonia por primera vez en treinta años.
—Mucho tiempo.
—Ya lo creo. Los cambios son enormes. Realmente, no es ya el mismo lugar.
—Usted lo ha dicho.
Recibo su sonrisa agradable. El azul en una lata de leche condensada vacía. Y sonrío misteriosamente. Puedo ser sutil.
―Vine a Varsovia a un congreso de bacteriólogos. Ésa es mi profesión.
—¡Ah!
—Sí, estoy haciendo investigaciones sobre vacunas.
—¿Y ahora regresa a los Estados Unidos?
—No, por el momento voy a Bruselas. Me han pedido que dicte algunas conferencias. De allí regresaré a New York.
Todo eso es sumamente interesante, ¡qué lástima que no pueda decir nada sobre vacunas! Supongo que debe ser muy agradable volar de un congreso en Varsovia a Bruselas, sin que a uno le importe mucho de qué se trata. Puedo imaginármelo ―muy bien― mientras le habla a un centenar de personas semejantes a él, con su voz desprovista de dudas.
―He descubierto que en Polonia hay algunos científicos famosos que se especializan en vacunas. Me ha sorprendido mucho.
―¿De veras? ¡Oh, es muy interesante! -
―Sí, después de mi conferencia en la Academia de Ciencias, sostuvimos una discusión a muy alto nivel. Conocen bastante bien los más recientes descubrimientos en serología.
―Es extraordinario.
A mí me gusta. Nunca he logrado acostarme con un hombre que me haya dado un sentimiento total de seguridad ―en una etapa de mi vida, podían ser sólo policías―, y a eso se debe que casi inmediatamente reconozca esta extraña clase de masculinidad. ¿Divorciado?
―Me parece que los polacos no aprecian sus nuevas oportunidades, ¿no cree usted?
—Sí, tal vez tenga razón. Pero...
—Comprendo. Creo que el reparto de Polonia aún obra sobre la siquis polaca.
—Eso quería decir.
El ala del avión parece inmóvil y gris, de asfalto. Dentro de un momento me preguntará por la guerra. ―Sí, permanecí en Polonia durante la guerra.
Silencio.
Me mira durante largo rato.
― Yo estaba en la RAF. 1 Me es difícil imaginar sus sufrimientos. Esas torturas.
―¡Oh! ¡Eso pasó hace ya mucho tiempo!
—Es cierto. Ustedes tienen una actitud diferente. Admiro a las mujeres que vivieron esos tiempos y se mantuvieron en su lugar.
«¿Y se mantuvieron en su lugar?» Lo ha dicho muy agradablemente. Yo comento:
―En realidad, todo era más sencillo entonces que ahora.
Azul y acero. Una lata. Se sumergió en sus pensamientos. Piensa. Yo con esta mentira entre los labios. ¿Más sencillo? Estas frases son las que expresan algunas putas-intelectualistas a los extranjeros del hotel Bristol. ¡Más sencillo! ¿Acaso debo contarlo? Sí, sobreviví. Recuerdo. Ese sudoroso equilibrista, ése soy yo.
Durante la noche caía como una piedra al hormigón y durante el día corría a las cartománticas para enterarme de qué lo acechaba: ¿la locura o la muerte? ¿Y cuánto tiempo resistiré? En el tiempo de los arrestos perdí mis contactos; la gente que me lo había confiado dejaron de existir, transformadas por las ejecuciones en la Muralla de la Defensa en una gelatina sanguinolenta, perfectamente mezclada con tierra. 
Si le hubiera dicho esto ―no sé, se sentía ya tan perdido― seguramente se hubiera presentado solo a la Gestapo. Yo le dije nada. A nadie. Lo quería tener para mí. En definitiva, no estoy segura si hubiera ido. 
¡Maldita sea! ¿Dónde, hacia dónde me debía dirigir, a quién? Sólo en mí podía confiar en un ciento por ciento: claro, cualquier otra persona, del mismo miedo, podría compartir esta noticia con alguien más ―yo no, no; estaba en una trampa, atrapada, me daba vueltas la cabeza, corría de un lado para otro como en un delirio febril― tonta, querías un príncipe; bueno, lo tienes. 

1 Royal Air Force. Nombre dado, desde 1918, al ejército inglés del aire. (N. del E.)

 Él me consideraba la causa de sus desgracias. Hoy comprendo que era inevitable; ¿pero, entonces? «¿Es mi culpa», grité, «que tú hayas golpeado a Peters en la cara cuando estabas borracho? ¿Es mi culpa que él fuera un volksdeutch y que a la mañana siguiente lo hubieran encontrado balaceado? Y el hecho de que me comprometiese a ayudarte, ¿fue acaso también culpa mía? Esos gritos eran realmente innecesarios.» Un ser humano no entiende lo que son los nervios, y hace una apelación a un último sentido del honor ante los torturados y los dementes. ¿A quién él debía culpar? ¿Al destino? Pero si yo era su destino. Solamente yo, durante cinco años. Él no podía salir a la calle. Los carteles en las esquinas estaban lavados por la lluvia, pero su cara... Podían reconocerlo instantáneamente. Era Oswald, Gustavo, Alcestes, Fortunio... Lo conduje a aquel minúsculo cuarto con cocina que encontré de milagro, cuando ya no pudo permanecer más tiempo en la casa que le recomendaron las monjas. Una buhardilla y un sofá. Es cierto. Le compré el sofá. Se hallaba a unos quince o veinte centímetros de la pared. 
Me gustaría que me hablase de su escuadrilla.
Hay un refrán que dice: el hombre elige una mujer para que sus fracasos puedan tener una cara y unos ojos. Él ni siquiera me eligió. Caí sobre él como un gato pelirrojo que se arroja desde un tejado. Por eso tenía más derecho a vengarse de mí. Eso era tan fácil, porque durante cinco años fui su única espectadora. Yo era estúpida, no comprendía nada... ― algo sobre el Canadá. Habla del Canadá. Allí se entrenó; fue como voluntario...― no entendía que durante cinco años era su desgracia, una desgracia ambulante, porque en esos cinco años que él maldecía, sólo podía verme a mí. ¿No era eso bastante? 
―No conozco Canadá. ¿Es un país montañoso?
Cierro los ojos y lo oigo hablar sobre el Canadá.
¿Qué clase de animales hay allí? ¿Canguros?
Otawa en invierno.
Una hoja de arce.
Los ejercicios de vuelo nocturno.
Era piloto.
Sujétense los cinturones de seguridad. Vamos a descender. Berlín.


 2


 No, ninguna satisfacción. Pensé que podría sentir algo, pero no siento nada. Cristales. Un salón de espera con sillones, carteles de Lufthansa y una voz en el micrófono que habla en alemán. Esperaba un estremecimiento: nada. Un olor indescriptible. ¿Goma? ¿Linóleum? ¿Pintura? Estamos sentados en unos sillones. La gente pasa. Alemanes, por supuesto. Y nada. Unas puertas con el letrero Herren, y otras con el de Damen. Entré y cerré la puerta. Pintura, esmalte, blancura y pulcritud, y el ruido tranquilo del agua. Bolas de desinfectante. ¿Cómo se llama su río? ¿Spree? Aquí estoy, junto al Spree, en un moderno baño del aeropuerto, en mi viaje a París. Y sin el menor placer. No salí con ningún propósito de venganza; pero, ¿no sentir nada en absoluto? Sencillamente, no lo comprendo. En esos pocos minutos me esforcé por recordar: «Recuerda, querida», pensé, «¿qué te hicieron? Bueno, mira lo que eres ahora, contempla lo que eres capaz de hacer ahora. ¡Anda, siente algo, alégrate, salta de júbilo.» Recuerdo la muerte de mi padre en un campo de concentración; la enfermedad de mi madre, y su muerte en estado de semilocura; y mi amiga, una judía, que fue lanzada desnuda a la cámara de gas, asfixiada e incinerada. No siento nada. Al final, saco mi espejo de bolsillo, me miro y comienzo a reír. De mí misma. Reí con los dientes y las encías, con las mandíbulas y la frente; pero mis ojos permanecieron serios y mortecinos mientras me miraba. Siempre cuidé mis dientes y mi tez, en general; no tengo tan mal aspecto. Me salvé, sí; sin duda logré sobrevivir a esos años, no sé si en mi propio lugar, pero sobreviví. Sin embargo, hay algo que muestran mis ojos. No tengo la mirada de un vencedor. Concedo gran importancia a la higiene; aun en los peores días tenía que darme un baño y cepillarme los dientes; iba al dentista regularmente cada tres meses; me cuidaba las cejas, y no bebía durante mis días de período. Creo que todo eso tiene una importancia mayor de lo que la gente le atribuye. Pero hace un cuarto de hora, ante esa puerta con el letrero Damen, sentí que había sido completamente derrotada. Si resulta imposible emitir un salvaje grito triunfal, es que uno ha sido derrotado. No lo sé. Tal vez no soy sólo yo, tal vez todo el mundo, incluso el hombre que se sienta a mi lado. ¿Por que debo preocuparme? Estoy furiosa, porque por vez primera siento una falta absoluta de satisfacción ante el hecho de existir, esta nada vacía llena de agujeros que albergo en mi interior, esta sincera indiferencia. Seguramente está bastante claro; he perdido. Pero, ¿quién ha ganado conmigo?
Un canguro nuevamente. Tan pronto como empiezan las oscilaciones, siento un pequeño canguro que salta en mi interior. Posiblemente también por obra de la vodka, aunque el cardiograma no haya presentado nada.
Un minuto... ¿Cuándo empecé a beber? Sí, en el Bar de los Artistas. Entonces tenía que beber con él; ahora me gusta hacerlo de vez en cuando, por mi cuenta. Tiene más razón de ser, y de ahí que se sienta su humanidad en forma más distante. Después de un vaso de vodka me siento como una escultura. Algo aerodinámico, de forma interrelacionada, con lo que me fundo completamente. ¡Oh, sí! En tales momentos me siento como un monumento, y luego me duermo rápidamente. Nunca bebí con el propósito de dormir con alguien, a pesar de haber tenido bastantes hombres.
¿Tal vez demasiados? Puede ser. Bueno, no lo sé. Ellos se marcharon; nunca les reproché nada. Esperaba hasta que apareciera otro. ¿Podía habérselo negado? ¿Qué... mi cuerpo? ¿Por qué razón? Acostumbraban decir que me necesitaban y, en cierto sentido, era la verdad. Cuando un ser humano necesita de alguien, se trata principalmente de un hombre que necesita a una mujer: en la cama. Considerar estas cosas minuciosamente es menos importante. Nadie sabe por cuánto tiempo un hombre necesita a una mujer, y ése es un riesgo común. Ni siquiera el hombre lo sabe. Una no puede hacerle reproches cuando, después de cinco o de veinte noches, encuentra que ha tomado todo lo que podía ofrecerle. También para él es desagradable. Importa mucho la forma en que esto se enuncia. Algunos no pueden ocultar su descontento. Eso es irritante. Uno debe saber cómo comportarse una situación en la que no se puede culpar a nadie. Cuando la pasión se aleja, se impone una sonrisa forzada de gratitud o inventar un conflicto emocional. En último caso, echarle mano a los recuerdos del pasado. Yo doy gran valor a esas cosas. La naturaleza es brutal; sólo las idiotas no lo entienden así. Aparte de sus deseos, un hombre tiene inteligencia; y esto lo obliga a definir su conducta. En cada uno de nosotros hay un germen de artista; nadie, en ninguna circunstancias, tiene derecho a compor­tarse como la naturaleza: congelarse repentinamente, evaporarse repentinamente. Y creo que expresiones tales como: «Sus pasiones se enfriaron» o «En su interior hervía la cólera», están fuera de lugar. Un hombre debe comportarse a un nivel más elevado que el de la naturaleza, de la que, después de todo, no esperamos mucho.
El vecino se ha dormido. Quizás esté soñando con la batalla de Gran Bretaña. Tomó parte y se distinguió en ella. Para la gente como él, todo sucede de la mejor manera, aun los resultados de su propia conducta. Deseaba combatir contra los alemanes; ahora tiene una medalla por su valor. Se decidió a destruir las bacterias y descubrió una vacuna. Un macho maravilloso, que sabe siempre cómo actuar. Causas: resultados, decisiones, conclusiones. Un tipo bien educado, que nunca se encontró entre un sofá y una pared. En un espacio cubierto por un colchón. En un agujero en el que un hombre debía permanecer aplastado, como una papilla. Me gustaría saber cómo se hubiera comportado en esa situación.
Durante los arrestos nocturnos, cuando sacaron a todos los hombres del edificio. «Wo ist ihr Mann?» ―todo el tiempo me pregunté si no se asomarían sus pies tras la maleta―, «Mein Mann ist weg.» ¡Su pie! Uno de ellos era de Letonia. Me miraron con sus ojos duros mientras caminaban por el cuarto: ―¿alcohol?― En la ventana había dos litros de vodka. Se bebieron un litro. El letón salió. El otro me dijo lo que quería. Después volvió el de Letonia, y el primero salió. Yo gemía. Tenían prisa, y yo gritaba de dolor. Cuando partió el trigueño, Marías, tenía miedo de moverse. Luego, súbitamente ―un momento de valor―, murmuré, con los dientes apretados, que todo había pasado. Sí, pienso que en ese momento estuve maravillosa y terrible. 
Retiré el sofá. Traté de sacarlo. Se desvaneció. De cualquier modo, se lo agradecí. Nos tomamos el segundo litro de vodka durante la noche. Juramos, mascullamos. Enloquecidos, felices, inconscientes, con alivio, sin mirarnos a los ojos. Y luego dormimos durante todo el día hasta el anochecer. Francamente, no teníamos para qué despertar.
Bien, ¿cómo se hubiera comportado este hombre? Un canguro. Se vuelve cada vez más y más insistente. Bolsas de aire seguramente. El ala es ahora más oscura y ha perdido su brillo; no puedo ver la tierra. ¿Neblina? Hay un silencio solemne. Nadie habla.
Preferiría que despertara. Desearía que me hablara. Me gusta su voz metálica; la voz de un hombre firme. Sobreviví a aquellos tiempos en mi propio lugar. El hecho de aceptar en aquella época un trabajo en el Stadtheater me produjo muchas satisfacciones. Decidí hacerlo. Sólo al final, es cierto, después de que cerraron el Bar de los Artistas, después de tres meses de carreras buscando trabajo y un Ausweiss.1 Quería tener buenos documentos. Un certificado con un sello especial para poder colgarlo en mi puerta. En su puerta. Después de esa noche debía estar segura, me lo juré a mí misma. No tengo la certeza de que existan grandes hombres, pero sí de que existen momentos en que un ser humano es grande. Entonces fui grande. En el momento en que lo estaba salvando. Cuando acepté aquel papel, cuando le dije que había encontrado un empleo en la Cruz Roja y, después, cuando canté coplas en Melodías de la Calle con los dientes castañeteándome por el miedo a que me agarrasen, de regreso a casa, y me raparan la cabeza. Mis medios me lo permiten; y yo me permito que no me importe lo que me podría pasar. Por eso, después de la guerra, cuando al hacer declaraciones frente a la mesa verde, me preguntaron si tenía en cuenta las consecuencias de mi conducta, respondí: «¡Claro que las tenía!»

1 Tarjeta de identidad. (N. del T.) 

 Eso empeoró para mí las cosas. Tres años sin permiso de trabajo. Bien es verdad que después de aquellos cinco años podía resistir otros tres. Llegaron hasta matar a algunas mujeres por crímenes de guerra. ¡Es terrible! No puedo tolerar las situaciones en que un hombre mata a una mujer no por celos ni por amor, sino por convicción.
Después de todo, el juicio valió la pena, y sólo por una frase ―una palabra, para ser exactos―, que él pronunció. Dijo que en esos años habíamos estado casados. Depuso como testigo en mi caso. Yo le agradecí que asistiera. No me miró, pero lo dijo... Casados. Sentí una oleada de calor. ¡Deseaba tanto que dijera esa palabra! Creo que hasta había lágrimas en mis ojos. 
Me senté, mirando a la pared, mientras escuchaba su testimonio. En ese momento no le deseaba ni la muerte ni ninguna desgracia. Tenia la certidumbre de que volvería a mí. Era na­tural que hubiese vivido con otras mujeres durante los primeros años de la paz; no podía ser de otro modo. Pero sabía que él regresaría. Estábamos casados. Soy una viuda. Une veuve. Eine Witwe.
Sabía que tenía derechos sobre él. Le di cien veces más de lo que cualquier mujer puede entregar a un hombre. Más que placer y felicidad, que cualquier mujer le podía ofrecer. Yo le entregué mi cabeza ―mi propia cabeza, reclinada en su cara, que aparecía retratada en los avisos de policía, con una recompensa aumentada después de un mes. Al servir café en el Bar de los Artistas, escuché a menudo los rumores de su muerte: «Se arrojó por una ventana al advertir que unos alemanes detenían su auto frente a la casa donde estaba escondido.» ¡Oh, lo que sentí al escucharlo! Después se lo dije: «¿Las noticias? Tu propia muerte. Te lanzaste por una ventana, ¿lo oyes? De la ventana al pavimento. Algunos saben de muy buena tinta que estás enterrado cerca de la Barbacana de Ejecución, ¿comprendes? ¡Te han sepultado!» Y bebimos en silencio por su muerte, para que pudiera dormir la mañana siguiente. 
Sé demasiado. Si fuera a convertirme en la esposa de este hombre que se sienta a mi lado, no dejaría de sentir un ligero desprecio hacia él. Por el hecho de que sabe mucho menos. Sentía desprecio y celos por todo lo que él percibe... Todo lo que piensa es natural, racional y comprobado. Y en los momentos en que dijera: «Sólo somos humanos», o cuando dijera: «Esto está realmente por debajo de mi nivel», tendría vergüenza y celos ante su certidumbre, ante el hecho de que sabría cómo actuar en cualquier situación.
Es una idiotez. Sí, me gusta su boca, su perfil, con los ojos cerrados, y su cabello peinado como el de un ministro que jamás se ha permitido la menor concupiscencia. Pero mi esposo fue otro hombre; lo conoció todo.
Tomé su cabeza entre mis manos ―si tan sólo no hubiera tenido que ir al baño. Oh, aquella mujer que aullaba en el balcón―; así que ese día quiso tenerme cerca, sabía lo que me pedía, y sabía que no iba a negarme.
La delgada azafata ―yegua peinada que se dirige entre los asientos hacia la avena― viene hacia nosotros con una sonrisa incrustada en la cara. ¿Qué es lo que sucede?
Volamos en la oscuridad. El avión se comporta como un pez asustado, ¿huye? El aire tiene bolsas. Entramos en ellas; un salto arriba, un salto abajo. Atropellamos una manada de camellos enloquecidos.
―¿Una bolsa de papel? No, gracias. ¿Despertar a ese hombre?
Mi corazón salta: un canguro fuerte, gigantesco. Un canguro, camellos, un pez que huye: la naturaleza que toma su venganza.
¿Los cinturones de seguridad? Muchas gracias.
¿Después de todo lo que he vivido no ha sido suficiente? Los pies se me enfrían. Tengo miedo. ¿De qué? ¿De un desastre? Se lo dije a Tomasz: es mejor quedarse en casa. Todo por esa tonta impulsiva de París. Tengo su carta en el bolso.
«Querida Felicja, un salto para arriba.
»La escucho todas las semanas, de nuevo un salto.
»Mi apellido de soltera es igual al suyo... y»...
¡Dios mío!
«Me siento como su hija. Quiero invitarla a París ― ¡un salto! ¡otro más!― mis niños hablan polaco ―abajo, ¡más abajo! ¡Al abismo!― y Jean se sentiría feliz si usted viniera. Le enviaré un pasaje. Venga, por favor.» 
 Este Jean es un ingeniero francés; lo conoció en Alemania, en un campo de trabajo. Wanda, née Konopka ―oh, sí, mencionaba la Insurrección de Varsovia. Un año de mi vida por una copa de coñac.
Todos contemplaban la puerta de la cabina de los pilotos, como si hubiese allí una pantalla cinematográfica.
A nuestro alrededor una espesura amarilla, gris; imposible distinguir nada.
Detrás de mí, un pasajero anciano dice algo en francés, en voz muy alta, a la azafata; ambos se ruborizan; ella no logra entenderlo, alguien interviene; no sé de qué se trata.
¿De qué se trata? ¿Por qué viajé? Últimamente, mi vida se había vuelto clara y sencilla, había comenzado a olvidar el pasado; sólo aquí, en este avión, todo vuelve nuevamente a presentarse. ¿Será ya el fin? ¿Dentro de un minuto? ¿Dentro de un segundo?
Voy a volverme loca. Mi vecino despierta.
―¿Podría, por favor, pedirle una copa de coñac a la azafata?
Le doy las gracias con la mirada. Bebo a pequeños sorbos.
Casi una oscuridad completa; la terrible niebla que nos circunda se ha vuelto más densa. Piden nuevamente que revisemos los cinturones de seguridad. Silencio; el avión tropieza en el aire. Una tableta de Mepavlon.
—He visto varias tormentas en el canal. Por lo regular son peores. Recuerdo un vuelo nocturno en junio del cuarenta y...
Lo supe desde el principio ―un ojo me hacía guiños todo el tiempo, señalen desvergonzadas―: un colapso; mi corazón; creo que no sobreviviré; ya pasó... Esas señales significaban algo. Algo en relación conmigo... Lo que puede suceder y lo que puedo volverme. Sudo y siento frío... Estoy segura de que la existencia es un pecado; durante algún tiempo he sentido que algo estaba muy cerca, que trataba de advertirme, de anunciarme este horrible final... Casi estaba segura. Muy bien, tomaré la bolsa de papel, ¡este sucio, cínico final! Para ser honrados, yo tenía razón. ―¿Caemos? No, volvemos a subir. Cuando pensaba que iba a tener un fin terrible y estúpido. Y el primer in―éste es el fin, me muero―, fueron las palabras incomprensible ―un poco mejor― en el papel de Ofelia. ―¡El ala! ¡El ala se derrumba! Oh, voy a volverme loca. Sí, hace veinte años le decía al rey en el cuarto acto: «Bien, Dios os lo pague. Dicen que la lechuza era la hija del panadero. ¡Señor!...» ―Un relámpago. Puedo ver un costado del ala...―, un momento, cómo decía: «¡Señor! Sabemos lo que somos, pero no sabemos lo que podríamos ser. Dios bendiga vuestra cena.»
Ahora es mejor. No entendí aquellas palabras, sobre todo lo de la lechuza: eran oscuras, les tenía miedo.
Es muy amable de su parte dejar que le tome la mano, es un verdadero caballero.
«Querida», dijo el director, «se te aclararán en la trigésima representación.»
¿En la trigésima? Ni siquiera hubo primera. Creo que son las únicas palabras que recuerdo del texto. Y aún ahora no logro descifrarlas.
¡Si en aquella ocasión no hubiese estado en el baño! ¡Dios mío! Era demasiado tarde ―oscuridad, luces en las ventanas, el grito histérico de una mujer en el balcón―; tenia su cabeza entre mis manos, le supliqué que no muriera. ¿Qué habrá sentido? ¿Qué sintió? Le secaba el sudor de la frente; dijo algo, pero no pude entenderlo... Alrededor de su boca se formaron unas burbujas rojizas. No es suficiente, es el fin... 
Nadie habla, salvo los polacos que están detrás de mí. Dicen que esto es del todo normal, no muy agradable por culpa de los saltos, pero que ya la oficina meteorológica había pronosticado la tormenta. ¿Normal? Aquí me tienen, atada con un cinturón al estómago de un pez metálico sacudido por vientos furiosos, dos kilómetros por encima de la tierra. Estamos rodeados por una oscuridad cobriza. ¿Y se supone que todo esto es normal? Muchísimas gracias.
―¿Se siente mejor?
—Mucho mejor, gracias. Siento haberlo...
—No se preocupe.
Me mira, probablemente con sorpresa, porque le agarré la mano. Bueno, lo hice, ¿y qué? Esta clase de cosas deben de ocurrirle una vez en la vida.
―¿Más coñac?
—Con gusto.
Fresco, cortés, enérgico. ¡Mi querido señor! La azafata me mira fríamente. Muy mal, querida, no todo el mundo tiene tu experiencia. Si tu madre escucha la radio, oirá mi voz dentro de cuatro semanas. Hablaré de esta tormenta. Te pagaré este coñac extra con la voz ligeramente áspera de una mujer que envejece, muy semejante a la de tu madre. Un día, querida, cuando pases una noche en casa, ella te preguntará si no estabas de turno cuando la señora Felicja hizo su viaje a París. Y te describirá esta tormenta con todos sus detalles, usando mis expresiones.
¡Ay! Vuelve a empezar. Me desvanezco, siento que me caigo, estoy muerta. Una mano, ¿dónde está su mano?
―Respire profundamente, eso ayuda.
Aspiro, respiro. Una aspiración profunda. Varias veces. Me mira con interés. ¿Estaría pensando en voz alta? Puedo imaginármelo. ¡Qué guión! Esta enloquecida carpa, y, dentro, mi voz, mis plegarias por el pasado. Habrán oído, estoy segura. Gracias a Dios que se puede pensar sin testigos.
―¿Tiene familiares en París?
—Una hija. Se casó con un francés. Un ingeniero. Irá a esperarme al aeropuerto.
Debo estar loca. ¿Por qué le digo esto?
Una pastilla de Ondasil. El vuelo es ahora más suave.
 ―¿Ha sido una larga separación?
—Quince años.
—Creo que usted está... Por supuesto...
—Claro que sí, estoy conmovida; no me puedo acostumbrar a la idea.
—No me juzgue indiscreto. ¿Se va a quedar con ella en París?
―¡Oh, no! Mi marido se ha quedado en Varsovia. Estoy bastante preocupada, porque él no logra organizarse sin mí. Y mi hijo estudia aerodinámica. Me dieron permiso sólo por unos quince días.
Voilá. 
A menudo hago mi propio texto, lo que saca de quicio a los autores. Pero ¿qué? Mis añadidos gustan más. Por ejemplo, una vez me exigió Tomasz que despidiera a la muchacha que nos limpia. Se descubrió que tenía un hijo ilegítimo. ¿Cómo decía él? «No soy un puritano», dijo, «pero una mujer que ni siquiera se respeta, hmmm...» De acuerdo con el texto, yo debía responder: «Muy bien. Si lo crees así, mañana tendré una conversación con ella», y tenía que añadir algo sobre la moralidad de nuestros tiempos. Pero tan pronto como habló, me eché a reír, y dije: «Pero querido, ¿quién crees que eres? Tal vez ella lo amaba. No todos los hombres son como tú. Si cría a un hijo, lo mejor que podemos hacer es ayudarla», y golpée un plato contra otro para hacer creer que estaba levantando la mesa. Se quedó aturdido. Después de un momento, murmuró: «Bueno, haz lo que consideres mejor...» Salió con mucha naturalidad, y a la siguiente remana, una muchacha en el correo me sonrió: «Tenía usted razón respecto a su sirvienta.» ¿Cuántas cartas llegaron? ¿Quinientas?, ¿seiscientas? Algo así. La mayoría de madres abandonadas, en los pueblos.
Me siento capaz de reír; llego hasta casas campesinas.
Soy una hermana para los solitarios y una esposa para los viudos.
Un sostén para los melancólicos y los ciegos.
Un equipo de una fábrica de bombillos eléctricos me envió un álbum de recuerdo y puso mi nombre a la maternidad de su fábrica. Tengo modelos de planeadores y barcos; esculturas de carbón y sal.
Al escuchar mi voz me dejan pasar; no hago colas en oficinas ni tiendas. Los empleados se vuelven sentimentales ante el sonido de mis palabras.
Si alguna vez escribo un diario lo titularé: «De Ofelia a Felicja, o cómo ser amada.» El ala de nuevo está brillante. Los confusos y visibles haces, color beige, bajo los harapos blancos, esto es la tierra. Después del tercer coñac me siento estupendamente.
―¿Y usted? Supongo que tendría una esposa encantadora...
¿Niños?
Sonrío y le miro a los ojos. Pero dejo de sonreír.
―Perdí a mi hijo hace un año. Se suicidó.
Me quedo aturdida. Me siento mal. ¿Por qué tendría que hacerle esa pregunta?
―Hubo un problema con una mujer... Hubo también otras razones que no logramos comprender.
Volamos un momento en silencio. El sol brilla tras la ventana. Abajo se pueden ver las líneas rectas de las carreteras. Su mano es cálida, y se me ocurre el triste y loco pensamiento de que a pesar de todo, yo debía haber sido su esposa.
Dentro de quince minutos llegaremos a Bruselas.

 3

 Tra-ra-rim, trarará..., rififí... Es curioso, me persigue esta canción. Antes de partir, en la radio: Rififí; en el aeropuerto de Bruselas: Rififí. Una nota aguda, vibrante, que penetra. Algunas veces, el fondo musical es indispensable. El hombre se comportaría de otra manera si hubiera más música a su alrededor. La realidad no es muy melodiosa que digamos; por eso, quizás, a su contacto, las gentes sufren, se prostituyen, se vuelven cerdos. Dicen que en la naturaleza hay armonía. Si así es, no la he advertido. ¿Armonía? La naturaleza es desvergonzada e injustificable. Esa tormenta fue horrible. Las tormentas pueden ser hermosas en las sinfonías o en las novelas. Sólo los artistas se sienten acosados por un sentimiento de vergüenza ante la naturaleza. Quieren reparar sus negras locuras, que constituyen la desesperación del ser humano. Me parece que ésta es una reflexión bastante profunda. ¡Tra-rarim, tratrará..., rififí!
Tocaban ese disco cuando le dije adiós, en el bar del aeropuerto de Bruselas. Bebimos tres copas de coñac sentados en los altos taburetes junto a aquel bar reluciente y largo como una culebra; la cámara puso ese disco y me sentí como un alma paté. Él, con su impermeable al hombro, con un sombrero negro que le quedaba muy bien; y yo, con mi pasado romántico inscrito en el rostro de Madame X sentimental, inteligente, despojada de ilusiones. En una de las notas penetrantes de Rififí me llevé a los labios la copa de líquido color miel y bronce con una sonrisa significativa, mientras me decía que se acordaría siempre de mí y que le gustaba mi voz. ¡Mi voz... Naturalmente! Las botellas multicolores giraron frente a mis ojos; yo escuchaba, miré fijamente aquel brillante altar donde una camarera agitaba graciosamente la cocktelera, y pensé: «Ah, señor...» Añadió que se había sentido perseguido por los recuerdos de su hijo durante todo el viaje, y que agradecía que hubiera podido decirme todo. «A mí también», le respondí, «me acecharon los recuerdos.» Y le di las gracias por su ayuda durante la tormenta. Cuando el disco terminó, la camarera lo puso de nuevo. Le toqué la mano: «Le deseo muchos éxitos en sus investigaciones. Muchas, muchas vacunas milagrosas, ¿no es así?» Se rió. «No sé... Hay mucha gente más competente y más joven. Nada me indica que voy a destacarme.» «Yo tengo la certeza», le respondí, «de que lo hará.»
Y le lancé una mirada de hada madrina, una mirada de suerte, Tra-ra-rán..., rififí..., rififí... ¡Qué Dios lo ayude!
Una vez más, vuelo; ahora sola. Mi sangre va mezclada con seis vasos de coñac. El vuelo es majestuoso y sereno, me tiendo en el asiento, levanto las cejas con una ligera sorpresa. Bien, de verdad, muy bien.
«Querido», dije en el penúltimo programa, «nuestra vida no es mala, porque podemos ser honrados. Eso es lo más importante. Creo que la naturaleza humana es buena, sólo que uno debe vigilarse. Tú me cuidas, yo te cuido. Se tiene que vivir de ese modo para que los vecinos nos respeten. ¿Te gusta este asado con remolacha?»
Rumor de periódicos, trozos de conversación. Los brasileños, color ceniza durante la tormenta, han retornado a su propio color chocolate con leche. En sus manos delgadas y morenas hay periódicos ilustrados con fotografías de blancos edificios, semejantes a hongos sobre un fondo de rocas rojas.
No conozco a ninguna de estas personas; ni su pensamiento ni su paisaje. Los polacos sentados detrás de mí dicen que los franceses se bañan sólo una vez a la semana. Nos miramos con indiferencia, nadie se preocupa de los demás. Dicen que en Occidente la gente no se mira, son más discretos; pero voy a contemplarlos, puedo permitírmelo, porque soy una actriz.
Los actores son la negación ambulante de la discreción; sus rostros son máscaras que imitan exageradamente los rasgos humanos reales. Puedo reconocerlos al instante a través de su in­decente desnudez. ¡Los canallas pretenden seriamente ser personas! Los adoro. Por ese aire de científicos, condesas, ministros, coquetas o frailes, siempre demasiado científicos, demasiado ministros, demasiado condesas, coquetas o frailes; adoro esa irresponsabilidad de monos frente al mundo que imitan y adulan, y al que desprecian un poco. Jamás harán nada que cuente, nada que tenga sentido práctico: ni dictaduras ni guerras ni nuevas máquinas o nuevos impuestos. Sí, por eso los amo tanto...

¿Cuándo fue realmente? ¿Cuándo dejé de amarlo? Lo ignoro. Tal vez nunca ocurrió. Una de dos: o nunca dejé o nunca comencé a amarlo. ¿Qué es lo que otras mujeres llaman amor? Algo que nadie conoce. Conocemos nuestros sentimientos y les damos nombres comunes: bondad, amor, odio, maldad. Quizás fue sólo mi imaginación, mis nervios, mi miedo. Si se hubiese quedado conmigo después de la guerra, me parece que todo hubiera acabado rápidamente. Pero no esperó. Ni un solo día. Nunca le perdonaré haber sido tan cruel. Partir sin una palabra, después de todos esos años; ¿cómo pudo hacerlo? Se fue; regresó meses después, con una mujer. Bebía. Luego otra mujer. Bebía más y más: se hinchó por la vodka. En esos años vi todas sus representaciones. Todas malas, inexistentes. Estaba hinchado y vacío. Sentí que no deseaba actuar. Le deseé la derrota, la mala suerte, mil humillaciones. Era vértigo, un vértigo de odio. Contra él, contra aquellas mujeres. Le envié cartas injuriosas. Vivía frenética, como una posesa. Bebía y escupía en el espejo, mientras me insultaba por esa furia felina, por ese amor. ¡Amor! Sé qué pensar de todo eso: pasé todo el entrenamiento, desde el principio hasta el fin. Un solo pensamiento demente sobre un solo tema demencial: alucinaciones sobre las hogueras. Luego, comencé a reconstruirme; no necesitaba su presencia. No lo vi durante meses enteros; y él actuaba cada vez menos. 'Decían que no podía recordar sus parlamentos; temía actuar en papeles importantes. Todas las noches, cuando lo sacaban de alguna taberna, gritaba: «¡Yo fui quien mató a Peters!» Después de unos cuántos tragos parece ser que lo murmuraba al oído del que estuviera a su lado. Llevaba consigo aquel cartel alemán con su fotografía; no sé cómo logró obtenerlo después de la guerra. Se lo mostraba a todos, lo extendía sobre el mostrador, presumía de que los alemanes habían fijado una recompensa a quien lo detuviera, y describía cómo había matado a Peters. En algunas partes ya no lo dejaban entrar. Yo estaba esperando, vivía con curiosidad: ¿en qué se convertiría? 
¿Tal vez todo sucedió por mi culpa? ¿Será que pagó por aquella noche, por aquel espacio entre el sofá y la pared? Siempre tuve la cabeza más fuerte. En aquellos años en que tenía que beber con él, cuando, ya sin sentido, se echaba en la cama, yo podía aún sostener monólogos semiconscientes sobre el futuro con un murmullo esperanzado: él saldría, fundaríamos un teatro y seríamos célebres. «¿Crees», le murmuraba, «que cuando termine la guerra no se nos recompensará por estas calamidades, por esta miseria? Les arrancaré la felicidad de la garganta. ¿Me oyes? Debe de haber un premio y un castigo; de otra manera el mundo estallaría.» Me excitaba, había en mí la fuerza de un demonio; hablaba, bebía, hablaba, juraba, silbaba de triunfo y de pasión, en aquella lóbrega jaula de paredes sucias y techos inclinados, en aquel edificio de tres pisos medio destruido, donde nadie sospechaba que él existiera. Sí, era fuerte y tenía la cabeza como una jarra de hierro de dos litros. Seis copas de coñac para mí no son nada. ¿Emborracharme? ¿A mí? Traten de hacerlo.
Ahora, por ejemplo, me imagino a ese señor de las sienes plateadas bajo una ducha fría, en un hotel de Bruselas. Se lava de mi mirada, de mi mirada indiscreta, se la quita de su cuerpo bronceado, musculoso, que huele a loción, de su piel muy poco usada...
«Dos coñac de más», piensa, mientras se frota el pecho con una toalla suave; y recuerda con un sentimiento de disgusto que se ha confesado a una mujer de aspecto ligeramente sospechoso, que vive en su antiguo y ligero país. Ella, seguramente, no le ha dicho la verdad sobre su vida.
Querido señor: Sabemos lo que somos, pero debemos guardarlo para nosotros. No se debe profundizar demasiado sobre el sentido de nuestra vida; es mejor hacer creer a los otros que tiene sentido. Uno debe hacer los gestos establecidos para beneficio de la humanidad y olvidarse de que se es un canalla. Soy yo quien lo dice, yo, que soy experta en la materia, y afirmo que sólo hay tres principios que respetar, si se quiere vivir satisfecho:
Primero: Ser dueño de sí. Una persona dueña de sí se adueña de los demás.
Segundo: Crear situaciones ventajosas para los otros, es decir, situaciones en las que puedan parecer mejores de lo que creen ser.
Tercero: No tratar jamás de obtener una satisfacción completa en ningún terreno, especialmente en el erótico. La insatisfacción es el mejor estado.
Esto es casi todo lo que tengo que contar ―el resto no se puede predecir.
Un poco de sueño me vendría bien. Los párpados me pesan, me arden los labios. ¿Qué país será éste sobre el cual volamos? Llanuras amarillas, un río de márgenes grises. ¿Skalda? Es igual. Dormir.



Demasiadas escenas tempestuosas en mi vida, frescas, no descritas. Lástima... Una vida verdaderamente humana debería ser una imitación y no una nueva creación; debería haber modelos, patrones, motivos y ejemplos que se pudieran heredar. En esto consiste nuestra existencia: hay que llenar su tiempo como un mural, con escenas conocidas, y vivir, vivir según los mandamientos del buen Dios... Amén, amén, amén. 

No puedo servir de ejemplo. Cuando me reconozco en otras personas lo resiento como si eso fuera su defecto. El modelo con el que comparo la vida siempre me supera. Desprecio a todos aquellos en quienes descubro mi propia maldad, aunque a mi me la perdone. 
La perdono, le encuentro excusas, pues esa maldad me parece no tener importancia en el momento en que yo la conozco. 
Pero lo que descubro en mí, lo devuelvo automáticamente contra los demás, a quienes juzgo por los defectos que soy incapaz de vencer en mi. Detesto a los brasileños por su temor ante la tormenta; y a los polacos de atrás por sus complejos en relación con los extranjeros, y a todos los que viajan en este aeroplano por su torpe afán de vivir a cualquier precio, al precio de las vidas de otros. Soy exactamente igual que ellos. Exactamente lo mismo. Ésa es la causa de que me parezcan peores. 
No son sentimientos cristianos, pero es amor. No podría existir sin ellos. Sólo excepcionalmente el amor consiste en algo más que eso. 
Ofelia, Polonio, Hamlet. Yo, Peters, él. La Gestapo, Peters, él y yo. Golpeó la mejilla del traidor ―a la mañana siguiente encuentran el ensangrentado cuerpo―; pasan trece años, de nuevo el ensangrentado cuerpo. Ninguno de ellos era culpable. Y yo, siempre yo, envolviéndome en el temor mortal, a oscuras, en el pánico. 
Les preparaba el almuerzo del aserrín que se derramaba del sofá. Ambas eran de celuloide, de planos y pintados ojos; las alimentaba con una cucharita; las vestía; les contaba historietas fantásticas ―la familia Celuloide―; les cosí, con las telas de un forro viejo, capas verdes; me amaron; nadie después me amó así. La señora Celuloide y el señor Celuloide ―de no ser por ellos, hubiera muerto de aburrimiento y miedo. 
No, no duermo. No puedo conciliar el sueño. Apartarse de la tierra es una tontería ―permítanme apartarme de mí. 
¿En qué piensa ahora nuestra flaca azafata? ¿En el aterrizaje en París o en la primera vez que dejó que le abrieran las piernas?
En París me compraré una faja elástica, negra, transparente, de la mejor calidad. Sólo para mi propio placer. Me la pondré y me pasearé frente al espejo; debo vengarme de aquellos años.
En aquellos años. Cuando en un café me preguntó si podría volver a su lado. No, pienso que fui yo quien primero lo dijo. Le pregunté... «¿Como en aquellos años?», y él repitió: «Como en aquellos años. Ahora estoy pagándolos.» No lo entendí. Varios años de separación son demasiado tiempo en esos asuntos. Esperé ocho años, y si se añaden los cinco de la guerra serían trece. Trece años de espera. ¿Para qué? ¿Para esos cinco días? ¿Para esa última noche? ¿Para...? 
No podía comprender en qué consistía el cambio, no sabía qué llave elegir para entrar en él. Lo miré directamente a los ojos, lo traspasé con la mirada y le pregunté estúpidamente por qué hablaban tan mal de él. Había una laguna que no podía colmar. Él se mantuvo en silencio y luego comenzó a explicar que todo aquello había sido inútil. «¿Todo aquello?», pregunté, «¿qué es aquello?» «Los años en que me escondiste», hizo una mueca, «¿entiendes? Debí haber dejado que me fusilaran.» Le grité con rabia: «¿A quién le dices esto? ¿A mí? ¡No tienes derecho! Aún ahora despierto por las noches gritando de miedo ante la idea de que lleguen a buscarte.» 
«¿Qué querrá de mí?», pensaba, «ahora que al fin puedo existir. ¿Por qué me ha traído a este café inmundo, lleno de agentes del mercado negro?» Me mordí los labios, furiosa por no com­prender nada. «¿Qué quieres? ¿Eres incapaz de vivir? Seguramente, todo es como tú lo deseabas. Yo no te estorbo, ¿no es así?» 
Comenzó a mirar a su alrededor, bajó la voz; aún no lograba comprender. Algo sobre una mujer con la que había terminado. No quería escucharlo. Luego comenzó a hablar de la guerra. «¿Sabes? Nosotros dos somos los soldados desconocidos de esta guerra. Divertido, ¿no?» Soltó una carcajada y se calló de repente. Me miró. Y entonces, en el lapso de un segundo, advertí que esperaba mi voz de aquellos tiempos. Me quedé, por la sorpresa y la piedad, y tal vez por cierta decepción. «Deja de beber, ¿me oyes? ¡Tienes que dejarlo!» 
Contemplé sin afecto aquel rostro tumefacto, demasiado heroico, de labios gruesos y curvados. Al cabo de un mes me habría dado cuenta de que ya no me importaba; estaba segura, casi segura. Pero, después de un rato, comencé a hablarle con mi vieja voz silbante, mi voz de los años de guerra: «Estaremos juntos. Volverás a actuar. Podrás desempeñar todos los papeles. No es verdad que la guerra te haya acabado. A mi lado volverás a ser el mismo», dije acentuando cada palabra y sintiendo cómo mis ojos se reverdecían; «pero tienes que obedecerme, ¿me oyes?» 
Me preguntó si no creía que fuera demasiado tarde y no se me ocurrió que debería callarme. «¿Para qué, idiota? ¿Demasiado tarde para qué? ¿Piensas que quiero acostarme contigo? No estoy loca.» Lo miré con la mirada mágica de aquellos años. «Dejarás de beber, ¿me entiendes? Te meteré en una clínica. Durante tres meses estarás perdido para todos; sólo yo sabré donde estarás. Tú, mi pobre viejo, veo que es necesario ocuparse de ti, no puedes vivir solo. No te preocupes, me encargaré de todo. De todo, ¿me oyes?, salvo del alcohol.» 
Y fue entonces cuando me quedé atónita: me reveló que desde hacía un año no bebía una sola copa. Luego, sacó su cartera y me mostró unas cartas, las desparramó sobre la mesa. «¿Ves?», me dijo, y me miró malignamente. «Anda, échales una ojeada.» Las tomé, comencé a leerlas. Hablaban de él y de mí, de la razón por la que la Gestapo le había permitido vivir. Me sentí cansada: cartas, más cartas... «¿Te das cuenta?», repitió, «no nos creen. No creen que me haya podido salvar de otra manera. No me importa lo que piensen de nosotros. Te las muestro para que veas que ni siquiera bajo este aspecto valió la pena. Si te hubiera impedido que me condujeras en aquel coche, me considerarían ahora un héroe.» Yo silbé entonces, con los dientes apretados: «¡Tira esa porquería!» ¡Tíralas!» La gente del café comenzó a mirarnos. 
Cuando salíamos, se detuvo, sonrió y me preguntó si sabía lo que decían sobre la muerte de Peters. No, no sabía nada. «Según parece, fueron los alemanes quienes lo asesinaron al descubrir», y sonreía como si una idea lo agitara, «que era un agente francés.» Me miró penetrantemente, y creo que respondí que uno jamás sabe realmente quién es uno de verdad, o algo por el estilo, y que él no debió haberlo golpeado en la cara. «Siempre creí que no era necesario golpearlo», dije exactamente, vengándome por la falta de tacto con que había aludido a aquellos ocho años. Logré recobrar una calma venenosa, y nuevamente comencé a actuar. Dos días más tarde, cuando desempacaba mis cosas en su apartamento, no tenía idea de que se trataba del fin. 
¡El fin! Sólo aquello que yo no quería ceder, lo único que había creado para mí, había terminado. Pienso que no tenía derecho a arrancarme la mitad de la vida. Había adquirido honradamente la posesión de ella. Pero cuando se evaporó por su propio peso, algo nuevo comenzó. El fondo, sí; tuve la sensación de que me convertía en el fondo de un escenario ―que aún ahora está detrás de mí―, que no miro nunca, en lo que nunca deseo tomar parte. Fue interesante. Esta nueva vida sumergida en el fondo de un escenario se parecía mucho más a la felicidad que la primera. Me sentía como un arco usado. Ya no era necesaria ninguna tensión, algo se había perdido en mí; sí, supuse que podía descansar. Apartarme, retroceder un paso atrás, hacia mi propio fondo, ver a cierta distancia mi propio, pisoteado lugar, eso es muy importante. Después de su muerte... 
Regresamos borrachos. Durante cinco días bebimos todas las noches. Era yo quien lo obligaba a hacerlo, para que todos nos vieran juntos en aquella taberna, y fui yo quien abrió la ventana mientras decía que uno se podía ahogar en la habitación. «No enciendas la luz», me dijo, «entrarán mariposas nocturnas.» Llené la bañera. El ruido del agua me ensordecía; estaba desnuda cuando oí un grito en el patio; una mujer gritaba en un balcón. La ventana estaba abierta, me deslicé en la oscuridad; pero a mi derredor todas las ventanas estaban iluminadas. ¿Por qué lo hizo? ¿Por qué quiso que estuviera presente? ¿Por qué dejó un espacio entre el sofá y el muro? 
Después de su muerte, cuando comencé a actuar en papeles mínimos en el Teatro de Fábulas, comprendí que no lo estaba pasando tan mal. Aquello se convirtió como en una mala, confundida e inútil obra, en la que había desempeñado el papel de una trágica cómica, y ahora estaba retirada tras los decorados. Tres, cuatro, cinco copitas de vodka diarias me bastaban en esos tiempos. ¿La familia? ¿El amor? ¿Un hombre? Son asuntos posibles de remplazar; se necesitaba solamente tener interior. 
Y una voz adecuada. Esto es indispensable. 
Acudí tranquilamente a grabar una cinta. No estaba sorprendida. Sencillamente escucharon el timbre de mi voz. Me pidieron que me presentara en un concurso para la voz de la señora Felicja, porque alguien les había dicho que la bruja de La tierra de los sueños tenía una ronquera interesante. Y cuando, sentada en la oficina del director, me comunicaron la decisión, advertí dentro de mí ese desierto ardiente por el que erraba desde hacía tantos años. Muy bien; puedo ser la señora Felicja. 
No me rebelo, no acuso. Nunca había tenido razones para acusar al mundo. Todo lo que nos sucede ―venga de la tierra, del aire, del juego y de la gente― lo considero como algo natural. Tan sólo debe uno saber comerciar inteligentemente. No puede uno permitirse la indiferencia ante lo desconocido. 

El ala semeja ahora un cuchillo brillante bajo el sol. Un enorme fijo que divide mi vida en dos partes desiguales. ¿Era la lechuza la hija del panadero? Me gustaría encontrar un director que pueda explicarme qué significa eso; mi trigésima representación aún no ha llegado. ¿Pero sabemos verdaderamente qué somos? Esto, en lo que el hombre se convierte comúnmente, está precedido de una oferta inmediata. Entonces me propusieron conducirlo, y he aquí el resultado: Yo, en aquellos años. El siguiente compromiso fue menos arriesgado; no tenía razones para negarme. Y el resultado: yo, la señora Felicja Konopka en viaje hacia París para reunirme con mi hija. ¿Pero, en verdad es esto esencial? Sabemos quiénes somos; no nos imaginamos quiénes seremos dentro de un año; nos olvidamos de quiénes fuimos anteriormente. Mi verdadera suerte no radica en qué me convierto, sino en qué me convertiré; y pienso que nunca estará hasta el final esclarecido, porque no hay forma de escuchar desde el inicio todas mis cintas para poder valorarme como un logro.
El anciano que durante la tormenta hablaba en francés con la azafata se sienta a mi lado.
―Vous permettez, Madame? 
―S’il vous plaît, monsieur. Naturellement.. 
Un rostro rubicundo con el bigote bien cortado. Tendrá unos sesenta años, se parece un poco a Tomasz. Me observa. No me preocupo.
Abajo, nubes ligeras, deshiladas. Un vapor blanco suspendido sobre una tierra caliente, opalescente. Estamos descendiendo. Cambiamos de dirección; el panorama sobresale por encima del ala.
Me yergo en el asiento, sonriente. Sé que los polacos de atrás me han reconocido, y que acercan el oído para escuchar mi conversación.
Oh, oui! Varsovie est une ville trés intéressante. 
Específicamente bastante agradable; con un aspecto cultural.
¿Un cigarro? Naturalmente con filtros de corcho.
Volamos a través de grandes manchas de vapor luminoso. Dentro de un momento veremos París bajo nosotros.
―Oui c’est vrai, la reconstruction de la capitale est miraculeuse.
Navegamos. Avanzamos a través de los grandes y claros haces de luz atomizada. Dentro de un momento veré París debajo de mí.
 ¿He perdido mi bolso? No, está en su sitio. ¿El espejito? Por suerte no se rompió. Un toque de polvos, un poco de colorete. Debo admitir que no tengo tan mal aspecto a pesar del largo viaje. Una tableta de Milton. Un ejemplar de Przekrój asoma por el bolsillo de mi abrigo. Enviaré una postal a Tomasz desde el aeropuerto: «Querido, el viaje fue muy bello...» Palabras que leerá en el programa dentro de dos semanas. Quiero que sepan que me acuerdo de ellos.
El boleto del equipaje, la cartera, los guantes.
¿Todo? Sí, todo.
¿Abrocharse el cinto? En orden.

 Traducción: Sergio Pitol. 

Stanislaw Dygat EL VIAJE* * Fragmento de la novela del mismo título.
STANISLAW DYGAT (1914-1978). Novelista y guionista cinematográfico. En los inicios de la Segunda Guerra Mundial fue internado en un campo de concentración para extranjeros en Constanza. Terminada la guerra, se dedicó a la literatura y al periodismo. Obras más importantes: El lago de Constanza, Los adioses, Campos Elíseos, El viaje, Un cuadernito rosado, Disneylandia y El carnaval.


Al comienzo de cada año escolar, mi padre pronosticaba una segura mejoría económica y daba por hecho que emprenderíamos un viaje al extranjero en las próximas vacaciones de verano.
Pero la situación seguía empeorando y nadie tomaba en serio esos pronósticos.
De todos modos, las optimistas previsiones en las que nadie cree, pueden desempeñar también una función positiva.
En polaco, y quizá sólo en esta lengua, existe una palabra que significa «jamás se sabe», lo que posiblemente origina la fe en los milagros que caracteriza a los habitantes de nuestro país y a su profunda desconfianza en la estabilidad y coherencia de los acontecimientos.
El «jamás se sabe» es un recurso inagotable de nuestra inclinación a las fantasías y un preceptor óptimo de nuestra imaginación. Y una imaginación bien entrenada, sólidamente preparada para la tarea de fantasear, le es necesario, como el pan, a los habitantes de un país que ha vivido desde hace siglos sólo de esperanzas y promesas.
Henryk había desistido desde hacía tiempo de creer en unas vacaciones en el extranjero, pero le agradecía a su padre que las anunciara con tal perseverancia. Le estaba agradecido por permi­tirle refugiarse en aquella beatífica ilusión durante la mayor parte del año, y, después, en el momento preciso, poder decir: «¡Bah! ¡Paciencia! En realidad, no esperaba que esto resultara.» Un sueño desvanecido no es jamás una tragedia. ¡Cuántas veces, en cambio, se convierten en tragedias los sueños que logran realizarse!
Al «año Mallorca y Escocia», siguió el «año Capri». Papá llevó a casa una gran cantidad de guías turísticas, comenzó una animada correspondencia epistolar con numerosos hoteleros, y entabló discusiones interminables con mi madre sobre la elección de Capri o de Anacapri como residencia veraniega. Pero el «año Capri» duró tan sólo un mes. Un día, poco después de Navidad, mi padre llegó a la mesa bastante ceñudo y afligido. (Henryk pensó que la expresión del rostro paterno debía semejarse a la que él adoptaba cuando cargaba un peso en la conciencia.) Durante la comida se limitó a refunfuñar: que si la sopa estaba insípida, que si la sal estaba húmeda ―y por ello no salía bien a través de los agujeros del salero―, que si las zanahorias estaban incomibles y tenían tierra y era como si estuviera uno masticando arena... Después del último bocado, se limpió los labios con gesto majestuoso, dejó la servilleta sobre la mesa, y, fingiendo una expresión alegre, dijo:
―Queridos míos, como buen capitán, debo comunicarles que nuestra barca se encuentra varada. —

¿Cómo? ―interrumpió mi madre muy alarmada.
—No es el momento de perder la cabeza, Anutka ―se irritó mi padre―. ¿Por qué vas a tomar siempre las cosas por el lado trágico?
—Pero si yo...
—¡Pero tú...! Tú creas siempre una atmósfera que le quita a uno los deseos de vivir, como si hubiera ocurrido sabe Dios qué desgracia.
—¡Pero si acabas de decir que la... que nuestra barca se encuentra varada!
—¡Ay, Anutka, Anutka! Contigo se puede hablar sólo en términos prosaicos. Sí, he usado una expresión humorística, y tú la tomas como el anuncio del fin del mundo. Porque, si bien se mira, sustancialmente no ha ocurrido nada grave. Tengo algunas dificultades transitorias, de carácter financiero; por eso es necesario ajustar nuestro presupuesto. Debemos alquilar la mitad de la casa. Pienso que lo mejor será ceder la parte de abajo. Bien... Además, considero oportuno suprimir los entremeses y renunciar a algunos que otro gasto superfluo. Tenemos que volver a hablar de esto; y veremos, punto por punto, las cosas que pueden ser eliminadas. Me temo que la temporada en Capri deberá ser aplazada para el próximo año.
—Por lo que a mí respecta, yo iré a Capri este año ―declaró mi hermano Janek.
 ―¿De qué manera? ―preguntó mi padre, estupefacto.
―Muy sencillo. ¡No me creerás tan iluso como para esperar la realización de tus proyectos! Por lo tanto, no he dudado en inscribirme en una excursión que tiene por lema: «Bajo el sol de Italia, sin pasaporte y sin visa.»
—¿Y dónde vas a conseguir el dinero? ―volvió a preguntar mi padre.
—Con dos motores de bicicletas y un motor de lancha que he vendido. ¡Mi barca no está varada, en absoluto!
Mi padre resopló y agitó una mano como si tratara de disipar la propia irritación.
Y así, en vez de Capri, aquel año Henryk fue de vacaciones a las márgenes del Piliça. El Piliça es un río de verdes riveras, donde la quietud reina soberana entre sauces y juncos. De día, todo es un zumbido de abejas y grillos. De noche, se puede oír el croar de las ranas. Los horizontes son vastos, espaciosos; el hombre, enclavado en un cerco verde y sombrío, vive bajo una bóveda azul o gris.

Sobre las márgenes del Piliça, los pastorcitos no tocan los caramillos, por la sencilla razón de que los pastorcitos que tocan los caramillos sólo existen en las fábulas o en las magníficas leyendas bucólicas. Los pastores en las márgenes del Piliça perseguían, desaliñados, las vacas y los carneros que rumiaban la hierba. La liebre corría hacia lo profundo del campo; la cigüeña se cernía sobre los prados; los pececillos jugueteaban a flor de agua; tenues columnas de humo se elevaban, a lo lejos, de las chimeneas de las cabañas y de las fogatas nocturnas. Por las noches, todo lo envolvía la penumbra, y acá y allá titilaban algunas trémulas luces.
Las riveras del Piliça son mucho más íntimas que Capri.
Henryk y sus dos compañeros de escuela vivían en un bosque- cito de abedules, cerca del pequeño río, a un kilómetro de la ciudad distrital de Bialobrzegi. Tenían colchones inflables, una cocina de alcohol, un tocadiscos y libros. Nadaban, pescaban, leían y hablaban de todo lo que habitualmente interesa a los muchachos de dieciséis años: del mundo; del deporte; de las muchachas; del universo; del cine; de los fenómenos de la naturaleza; de los marineros; de los cowboys; de los descubrimientos científicos; de los apaches de París; de los misterios de las profundidades marinas; de las posibilidades que ofrecería la vida de ultratumba y del circo.
Todas las mañanas se dirigían a Bialobrzegi para hacer las compras del desayuno. Primero iban separadamente, por turno, luego comenzaron a ir los tres juntos. En el pueblo, en la cooperativa Ognywo, vendía la señorita Jadzia. Tenía aproximadamente la misma edad que Henryk. Llevaba dos trenzas, cómicas, encantadoras y, a veces, se soltaba el pelo, claro, casi como el hilo, lacio, que le caía sobre los hombros. Tenía ojos azules, de un azul muy pálido. Era linda y fresca, aunque algunas veces tenía sucias las mejillas. Eran mejillas tersas, de un bello y saludable color. A menudo se miraba al espejo, se pasaba el dorso de la mano por la mejilla con un ademán inocente y preciso, mientras levantaba en alto los brazos y dilataba las narices. Hacía venir a la memoria los espantapájaros de cabellos de estopa; los espantapájaros campesinos que son parte integrante del paisaje polaco, como los bosques, los campos, los prados, el perro Fido, la cruz al borde del camino, los techos de paja y las cigüeñas. Pero aquel espantapájaros campesino tenía facciones sólidas y ágiles, sonrisa y ojos de muchacha. En las sonrisas femeninas hay, a menudo, algo de lascivo en su perturbadora desnudez, y recuerdan toda esa clase de actos que en nuestra ilimitada hipocresía frecuentemente llamamos impúdicos. Las sonrisas de las muchachas son de una desnudez perturbadora, embozadas con modesto decoro en un velo de cándida inocencia. La señorita Jadzia era ingenua e inocente.

Julek y Genek, bastante más valerosos y desenvueltos que Henryk, entretenían a la señora Jadzia con agudezas y bromas. Ella reía y respondía en el mismo estilo. Henryk asistía a esas conversaciones, pero se mantenía un poco aparte; miraba a la señorita Jadzia, sonreía y algunas veces aventuraba una que otra breve frase. Pero se arrepentía inmediatamente; le parecía que había dejado escapar por la boca quién sabe qué estupidez, una de esas enormidades que no tienen límite, y le entraba un deseo loco de escapar, no sólo de Ognywo, sino también de Bialobrzegi; de alejarse con prisa y furia de las márgenes del Piliga y no dejarse ver en ninguna parte.
Para Henryk, las visitas a Ognywo eran suplicios. Miraba a Julek y a Genek mientras galanteaban a la señorita Jadzia, y no podía menos que reconocer que aquellos dos se desempeñaban maravillosamente. A la señorita Jadzia debían resultarle muy simpáticos, porque hasta a él lograban divertirlo con sus argucias llenas de humor y su desenvuelta parlanchinería. No cabía duda de que la señorita Jadzia estaba enamorada de uno de ellos, o quizás de ambos, o tal vez dudaba en la elección. Él se quedaba al margen, osaba mirar, sonreír, decir cualquier tontería que por fortuna pasaba inadvertida. A ratos, lo invadía el deseo de romper resueltamente con las dilaciones. La próxima vez haría uso de sus capacidades. ¡Ya verían Julek y Genek! Con su inteligencia y su ingenio los oscurecería; comparados con él no contarían para nada, sería como si no existieran. Pensó con el mayor cuidado una serie de conversaciones entretenidas; pero apenas traspuesto el umbral de Ognywo, a la vista de la señorita Jadzia, le parecía tener las manos y los pies atados y sentía una cuña de madera en lugar de la lengua. Decidió interrumpir las visitas a (Ognywo; pero cuando Julek y Genek se encaminaban hacia allá, se sentía destrozado, y, sin poder resistir más, corría a alcanzarlos a mitad del camino.
―¿Por qué ―le preguntó Julek una vez, mientras volvían con las compras― te quedas siempre tieso como si fueras un...?
Y empleó aquí una expresión que no voy a repetir.
Henryk soltó una risa de desprecio y levantó los hombros.
―Para decirlo abiertamente, sus galanteos no me divierten nada, me aburren.
—Se ve que carece de alegría de vivir ―dijo Genek.
—La tengo, y mucho más que ustedes juntos; esto es poco pero seguro. Pero no la manifiesto enamorando campesinas.
—¿En qué entonces, si puede saberse?
—No es asunto de ustedes.
—¡Caramba! ¡Hay que oír al señor filósofo!
—En sustancia, ¿de qué se trata? Esa Jadzia será tal vez bonitilla, pero a mí no me gusta.
—¡Anjá! Tú quisieras, por lo menos, a Greta Garbo.
—Cada quien tiene sus gustos.
—Entonces, ¿por qué siempre te arrimas a nosotros?
 ―Para verlos hacer de patanes. Me divierte enormemente.
Henryk desertó de Ognywo por algunos días. Temía que los muchachos fueran a repetir en su presencia algo de aquella conversación a la señorita Jadzia. En ese caso, se vería constreñido a quitarse la vida; sin tener ningún deseo de hacerlo. Permanecía en la tienda de campaña, y sufría terriblemente. O si no, se tendía bajo un árbol con los ojos cerrados y veía el rostro de la señorita Jadzia, la veía reír con Julek y Genek, levantar los brazos y exclamar, echando la cabeza hacia atrás:

―¡Pero no me digan! ¡No es posible!
Henryk los esperaba impaciente, les salía al encuentro, les preguntaba con insistencia cómo iban las cosas por Bialobrzegi, criticaba sus adquisiciones, con la esperanza de que saliera a relucir el tema que tenía en su corazón: la señorita Jadzia, el aspecto de la señorita Jadzia, sus palabras, su atuendo.

Dos días antes del fin de las vacaciones, debía celebrarse en Bialobrzegi un gran baile a beneficio de la Cruz Roja. En un prado a orillas del Piliça estaba ya todo dispuesto: la pista de baile, las mesas, y el equipo eléctrico para la iluminación. En Bialobrzegi se sentía una atmósfera de fiesta. Detrás del mostrador de Ognywo estaba la señorita Jadzia con una falda azul almidonada, una blusa blanca y los cabellos sueltos. Se había hecho «la permanente». A Henryk le pareció más bella que nunca.
Julek y Genek se limpiaban los trajes, examinaban los calcetines y corbatas.
Henryk, tendido bajo un árbol, tenía frente a sí un libro abierto.
―Y tú, ¿no te mueves? ―le preguntó Julek.
—El profesor tiene otras cosas en la cabeza ―dijo Genek―. Déjalo meditar en cosas que no son para nosotros.
Henryk cerró el libro, se levantó sobre los codos, y desde una distancia de un par de metros escupió sobre la punta de un zapato de Genek.
―Anda ―dijo―, para que te lustres el calzado. Iré si tengo ganas; y si no, qué se le va a hacer.
De cuando en cuando, Henryk tenía algunas salidas que le conciliaba la estima y el respeto de sus compañeros. Genek se restregó la punta del zapato contra el pantalón y dijo:
―No nos vas a hacer la afrenta de permanecer en la tienda. Sería una falta de solidaridad de tu parte. Uno para todos, todos para uno.
—¿Qué es lo que se te ha metido en la cabeza? ―interrumpió Julek―. ¿A qué vienen tantas historias? Sólo para fastidiarnos. Sabemos muy bien que vas a ir.
—¿Cómo lo sabes? ―le preguntó Henryk, vacilante.
Si en aquel momento, Julek le hubiera dicho: «Mira, deja de hacerte el estúpido. A mil metros se ve que tienes unos deseos locos de ir al baile», Henryk se hubiera visto obligado a renunciar a la fiesta.

Pero Julek era un muchacho delicado por naturaleza y lleno de tacto, por lo cual se limitó a responder: ―Tenemos la seguridad de que no nos harías esa mala pasada, y basta.
Henryk dejó escapar un suspiro de alivio.
―Bien, iré ―dijo con voz afable y apagada. Se tendió de nuevo y volvió a abrir el libro. No había estado leyendo, y ahora tenía aún menos intención de hacerlo.


Era seguro que la fiesta anunciada para aquella noche no suscitaba ni en Julek ni en Genek la mínima parte de la profunda agitación que perturbaba a Henryk. Aquéllos limpiaban sus trajes, silbaban, elegían los calcetines y la corbata que lucirían y estaban seguros de que tenían por delante una alegre velada.
Henryk sufría.
La idea del prado iluminado, en un turbión de música y danza, bajo el cielo estrellado, dentro del cerco de un horizonte silencioso de campos y bosques inmersos en la oscuridad, le producía escalofríos de horror y de delicia. Julek y Genek se habían equivocado al creer que trataba de burlarse de ellos. No quería ir, ciertamente. No quería ir, lo cual no es lo mismo que estuviese convencido absolutamente de no ir. Pero en el fondo era cierto que hubiese podido no ir. Era cierto y no lo era. Estas cosas son bastante delicadas y difíciles de explicar, aunque sean bien conocidas por todos. Aun por aquellos que en este punto se impacienten y sientan deseos de agarrarme por el cuello y gritarme: «Pero, al fin, ¿qué está usted borroneando? ¿Era cierto o no lo era? ¡Una de dos! ¿Qué historia es ésta? Decídase de una vez y no empecemos a hacernos los interesantes.»
Muy bien. ¡Cómo si fuese tan fácil!
Salvo las personas que poseen una voluntad férrea e inflexible, todos y cada uno de nosotros nos encontramos de vez en cuando en lucha entre dos fuerzas iguales y contrarias. Una cosa semejante puede ocurrir a todos los mortales, pues por fortuna las personas dotadas de una voluntad férrea e inflexible son poquísimas. Estos sombríos e inhumanos burócratas de la propia y de la ajena conciencia, impulsados por una ambición morbosa y por una avidez bestial, vejan al prójimo para disimular sus propias y mezquinas aspiraciones personales bajo un manto de palabras nobles y elevadas. Algunas veces, gracias a un concurso de circunstancias favorables y puramente ocasionales, se convierten en personas importantes y, entonces, con férrea e inflexible coherencia preparan catástrofes para una masa más o menos importante de seres humanos.
En suma, a casi todos nos sucede encontrarnos, al menos por una vez, entre el sí y el no (o entre el no y el sí), en medio de una lucha interior más o menos áspera, según las características individuales. Considerado en modo bastante general, el fenómeno presenta este aspecto: en un cierto punto tomamos una decisión firmísima; la proclamamos con intransigencia y tratamos de convencernos a nosotros mismos de que esa decisión es irrevocable. Estamos así resueltos y seguros, tanto interna como externamente, frente a nosotros mismos, de no prestar atención a una especie de duende, a una criatura extrañísima que está en nuestro espíritu y se burla de nosotros: «¿Qué se te ha metido en la cabeza? ¿Por qué tantas historias? ¿Por qué te vanaglorias de ser inconmovible en tus propósitos cuando sabes perfectamente que en el último momento no los llevarás a la práctica, sino que harás todo lo contrario de lo que has decidido?» ¡Maldición! No hay escapatoria; el duendecillo lo sabe todo, jamás se equivoca y con toda nuestra firmeza de ánimo no lograremos jamás hacer callar su profética voz.
Henryk, la verdad sea dicha, no quería ir al baile de esa noche. No quería, porque temía a la fascinación prodigiosa de las mujeres bajo el cielo estrellado; fascinación capaz de atraer a la señorita Jadzia en el vértigo del baile dentro de la cerca del horizonte y de obligarlo a él, como siempre en un rincón, a contemplar sin poseer jamás. Maldijo anticipadamente aquella fasci­nación y experimentó un gran alivio. Él mismo la rechazó antes de ser rechazado. Era magnánimo, abandonaba el partido. Voluntaria, espontáneamente.
Pero, además, estaba dispuesto decantar estas ideas, a articularlas dentro de un sistema lógico, a convencerse a sí mismo de su validez; pero, no obstante, aquella fascinación se volvía más misteriosa, provocadora, y el duendecillo sonreía burlonamente y volvía a hostigarlo.
«¿Para qué tantas cavilaciones, si al fin de cuentas está bien claro que irás?
Henryk bajó la cabeza y comenzó a leer de verdad el libro que tenía abierto frente a los ojos.
 «Irás, irás, irás», se burlaba el duende, «porque si no vas enloquecerías.» «Después de todo», pensaba Henryk, fingiendo no preocuparse del duende, «podría ir sólo un momento, así pro forma, para que Julek y Genek no encuentren nada risible en mi conducta y no crean que el orgullo me domina. Iré, echaré una ojeada y regresaré inmediatamente.»
«Irás, irás, irás», seguía rezongando el duende. «Irás, no por hacer una concesión a Julek y Genek, sino porque la fascinación te atrae, es una fuerza mayor. Irás, aunque sepas que la fascinación te aplastará, te triturará, te reducirá a un estado lamentable, como un estropajo. Irás, aunque sepas que no tienes nada que ganar, irás porque crees en los milagros, porque crees en el “jamás se sabe”; irás, aunque sea tan sólo para mendigar a la fantasía, en los días siguientes, la imagen de lo que hubiese podido ser aquella fiesta si las cosas hubieran resultado de diversa manera, es decir, si hubieses llegado a aquel baile al aire libre, bajo un cielo estrellado, no bajo la apariencia de un estúpido Henryk Szalaj cualquiera, sino en un poderoso Studebaker, en el pellejo de un millonario norteamericano o de un campeón mundial de lucha libre, del más famoso seductor de Hollywood, o en el del jefe de una expedición polar a quien se ha dado por perdido. ¡Ja, ja, ja! Irás, irás, irás.»
«No iré», decidió de improviso Henryk, sin inmutarse y con la misma firmeza.
El duende adoptó entonces un tono dramático, patético, mefistofélico; pero Henryk se mantenía más tranquilo y resuelto que nunca, aunque fingía no sentir nada, no reconocer la existencia de ningún duende y seguir el propio y apasionado raciocinio como único criterio de acción.
―No iré ―masculló entre dientes.
—¿Qué estás gimoteando? ―preguntó Julek.
—Digo que no iré a ningún baile estúpido ―respondió Henryk, con voz clara y firme―; no iría aunque me arrastraran por los cabellos.
Al caer la tarde, Julek miró el reloj y dijo:
―Arriba, muchachos. Vámonos ya, si no queremos que nos quiten a las más bonitas.
Genek se levantó seguido de Henryk; y los tres, en silencio, con las manos en los bolsillos y un cigarro entre los labios, a pasos lentos, largos y arrastrados, se dirigieron hacia Bialobrzegi.
Genek y Julek encontraron enseguida dos muchachas con quienes acompañarse y empezaron a bailar con ellas en la pista de madera. Para ellos todo era claro y sencillo.
Henryk los contemplaba con desprecio. Las compañeras de Genek y Jeluk, dos gemelas, hijas del carnicero, bailaban rígidamente, rojas y acaloradas, terriblemente mal acompasadas y con la mirada un poco temerosa. Se parecían entre sí como dos gotas de agua, llevaban vestidos iguales, de color verde esmeralda con rayitas blancas; eran hermosas, rozagantes, sanotas.
Croaban las ranas. El río era plateado y terso como un espejo. El sol se había guarecido hacía poco, después de dejar en el horizonte una franja rojiza en la que se destacaban los negros perfiles de los árboles y de las casas. Era uno de aquellos raros momento en que la naturaleza es toda plata, rosa y negro. Las hijas del carnicero bailaban rígidamente entre los brazos de Genek y Julek.
Sobre las mesas, cubiertas con manteles de papel, había gran cantidad de platos hondos colmados de emparedados, atiborrados de salchichas, huevos cocidos, pepinos y encurtidos, entre botellas de cerveza, vino de frutas y pastas de colores vivísimos. Una vaca desvelada salió de la oscuridad y se detuvo a mirar, estupefacta. La orquesta judía comenzó a tocar el vals François. 
El rojo horizonte se oscurecía; los contornos resaltaban cada vez más nítidamente; el río tomaba poco a poco un color gris opaco.
Las gemelas paseaban del brazo de Genek y de Julek, abanicándose con los pañuelos. Parecían diosas de la abundancia, radiantes, satisfechas. Un perro ladró a lo lejos, Henryk descubrió a la señorita Jadzia. Se hallaba sentada bajo un arbusto, junto a una mesa sobre la cual caía la oscilante luz de una lámpara que colgaba de una rama. Estaba tan bella y triste, con los brazos cruzados, la cabeza reclinada sobre un hombro y la mirada fija en el suelo, que Henryk se sintió invadido por un efluvio de ternura. Se había decidido a acercársele y declararle dulcemente su profunda simpatía y quizás también a caer de rodillas a sus pies, en todo caso a proponerle bailar, cuando sintió de improviso que el corazón se le helaba. Comprendió.
La señorita Jadzia estaba tan triste porque Genek y Julek bailaban con las hijas del carnicero, no se acordaban de ella y la habían dejado sola, pobre y desamparada. Estaba enamorada de una de ellos, parecía evidente. ¿De cuál de los dos? No tenía importancia. Sacudido por la cólera, el rencor, la vergüenza y el odio que en ese momento experimentaba, Henryk la habría emprendido a golpes contra los dos. La señorita Jadzia permanecía inmóvil entre un medallón oval de trémulos reflejos. Estaba loca por uno de ellos. Había ido allí por un| de ellos. Se había perfumado para uno de ellos con aquella esencia de acacia, doblando quizás la dosis. Y ahora se atormentaba por uno de ellos, espléndida y sofocada en una suave languidez; vaporosa y tenue bajo la blusa cándida y la saya azul; plantada sobre los altos tacones que usaba por primera vez.
¡Ah! ¡Qué alivio, emprenderla a puñetazos y puntapiés con aquellos dos y abofetear a la señorita Jadzia!
 Henryk se volvió hacia el Piliça y echó a correr a lo largo del río hasta el bosquecito de abedules; se arrojó vestido sobre su estera en la tienda de campaña y poco después cayó en un sueño profundo, de esos que en la juventud alejan los afanes y penas.
Al regresar de las vacaciones, Henryk permanecía meditabundo y deprimido. Encerrado en sí mismo, debió reconocer que se había enamorado de la señorita Jadzia. ¡Cómo lamentaba la imposibilidad de verla, de contemplarla todos los días! Realmente, no le había dirigido nunca la palabra, había permanecido siempre aparte; ella podía suponer hasta que la despreciaba. Si la encontrase de nuevo, sería del todo distinto: franco, cordial. Tal vez lo prefiriera a aquellos dos necios. Después de largas y penosas dudas, se decidió a escribirle una tarjeta:
«Querida señorita Jadzia:
»Le envío cordiales saludos desde Varsovia. Las vacaciones en Bialobrzegi fueron muy agradables y espero regresar el próximo año; así nos veremos y quizá podamos ir a bailar juntos, porque en esta ocasión no pude hacerlo.
»Me permito estrecharle la mano, desgraciadamente a distancia.

«Suyo, Heniek.»

Dudó largamente antes de enviar la tarjeta. Cuando la echó en el buzón, le pareció haber cometido una impertinencia inútil, por lo que la señorita Jadzia no podría sentirse atraída; y sintió que se desvanecía.
Le parecía cada vez más próxima y más querida. Estaba decidido a ir a Bialobrzegi para pedir su mano, buscaba un pretexto para justificar el viaje ante sus padres. Dormido, se le aparecía en sueños, y pensaba en ella de la mañana a la noche.
Henryk no solía recibir cartas. La que recibió era de color rosa.
En el sobre, el apellido y la dirección estaban escritos con una caligrafía clara y bien proporcionada.

Tenía en la mano aquel sobre, le daba vueltas, lo examinaba atentamente y no se atrevía a abrirlo. Podía ser, debía ser una carta de la señorita Jadzia. Le había escrito a propósito aquella tarjeta para enviarle su dirección.
Le parecía tener en las manos no una carta, sino un medallón en el que, entre luces y sombras, se destacaba la efigie vaporosa y lánguida de una muchacha con la cabeza inclinada y los brazos cruzados.
Temía abrir la carta. Tenía miedo de encontrar palabras hostiles, extrañas e indiferentes. Durante todo el día resistió la tentación de abrirla y susurró para sí las expresiones más tiernas y acariciadoras, expresiones que no podía reprimir. De tanto en tanto, lo asaltaba una duda y en su imaginación descifraba palabras severas, de burla, y ásperas reprimendas:
«Juro por Dios, señor, que me consta no haber actuado jamás de modo que pueda sentirse con derecho a ofenderme impunemente con tal jactancia.»
Al anochecer, se sentó en un banco del parque Lazienki y cerró los ojos por un instante; se llevó la carta al corazón y después la abrió con ímpetu desesperado.

«Señor Heniek:

 »No digo nada por miedo a que usted se enfade, pero quisiera decir algo que dejo a su imaginación. Estoy muy emocionada por su tarjeta, pues he visto que tal vez no le resulto tan poco simpática como suponía, pues usted no quería hablarme y ni siquiera mirarme. Es verdad. No hay nada que decir. Allá, en Varsovia, habrá muchachas que con sólo mirarlas producen placer, y con quienes vale la pena conversar. Pero aunque sea fea y poco inteligente, usted se ha acordado de mí, y por eso, durante algunos días, me he sentido tan feliz como usted no puede imaginarse. Me agradaría contarle lo que decían todas las muchachas de Bialobrzegi cuando usted partió, pero no quiero, porque se volvería vanidoso. No se enfade, pero pienso todo el tiempo en usted; y dos veces he llorado hasta más no poder, y con la gran desgracia de que ni siquiera puedo verlo. No, lloré tres veces. Porque la primera fue cuando usted no asistió al baile al aire libre. Yo había creído que usted iría y fui solamente por usted; y me vestí bien y me puse un perfume de acacias porque una vez, en Ognywo, dijo que ese perfume le gustaba. Sin embargo, esa noche usted no fue y yo lloré. Escríbame alguna vez, aunque sea sólo una palabra; y si quisiera venir yo moriría de la emoción. Tantas excusas,

»Jadzia.»

Henryk permaneció sentado largo rato en el banco, confuso y abatido. Sentía no querer, no desear, rechazar sin más rodeos lo que hacía poco constituía el objeto delicado y secreto de sus sueños. Por primera vez en su vida se le había declarado una mujer. Este hecho lo llenaba de pánico y de indignación. Le parecía que alguien estaba atentando contra su integridad física y se asignaba pretensiones indiscretas sobre los derechos de su intimidad. El vigoroso y apasionado ardor que hasta hacía poco parecía colmarlo de ternura se había convertido de pronto en un calorcillo escuálido y sofocante. Henryk arrugó la carta; ésta hizo un ruido desagradable, penoso. Se levantó y se dirigió hacia la salida. En el camino arrojó la carta, despedazada, en un cesto de basura. Tenía el rostro contraído en una mueca de negligencia, desacostumbrada en él. Se sentía un pillo, y estaba orgulloso, feliz. Quería ser un pillo. Quería que las infames mujeres ofendidas por él llorasen. Una vez en la avenida, pareció serenarse. Se sintió un tanto incómodo, presa de una especie de repugnante envilecimiento.
Lo acometió un gran deseo de escapar, sin saber siquiera hacia dónde ni de qué.

Traducción: Sergio Pitol.

Tadeusz Rozewicz EL PECADO
TADEUSZ ROZEWICZ (1921). Uno de los poetas más importantes de la literatura polaca contemporánea. Estudió Historia del Arte. Durante la ocupación fue guerrillero. Al finalizar la guerra se ha dedicado a la labor literaria. Obras más importantes, en prosa: Cayeron las hojas de los árboles, Examen interrumpido, Excursión al museo, Muerte entre viejos descarados y Preparación para una velada literaria.

 ―Somos un sólo cuerpo. Mi mano es tu mano; mis ojos, tus ojos. ¿No lo sientes también así? ―Nada sabemos el uno del otro.
—Yo te lo he dicho todo. La vida no es un conjunto de sucesos extraordinarios. No te aburriré con mis recuerdos de la guerra; la verdad es que no son muy interesantes.
―Háblame de ti, únicamente de ti.
―¿De mí? Muy bien. Voy a contarte la cosa más terrible que me ha ocurrido. Jamás, desde entonces, he vuelto a sentir tal terror, tal tentación, tal pavor. Recuerdo cada una de las palabras, todos los reflejos de la luz, las partículas de polvo. Tenía entonces ocho años... En nuestra casa no eran muchos los objetos bellos. Había un casco de obús en la mesa de la sala. Ésa fue la única cosa hermosa que tuvimos.
―¿Un casco de obús?
―Ni siquiera sé cuál es el nombre apropiado... De cualquier modo, era la cubierta o funda de un proyectil de obús. Le decíamos la bomba. Era de cobre, brillantemente pulido; permaneció siempre sobre la mesa. En un extremo tenía una abolladura producida por el disparo. Era el casquillo de una bala de artillería utilizada en la Primera Guerra Mundial. En la Segunda ya no se fabricaron estas balas, hechas con metales no ferrosos. En la anterior se podían dar el lujo de producir balas costosas; de cualquier manera, no se había inventado aún una aleación más barata para sustituir el cobre. Siempre he confundido el cobre con el bronce. Siempre hemos dicho moneditas de cobre, aunque seguramente eran de latón o de estaño. En invierno, mi madre adornaba aquel casco de obús con flores de papel rizado. La vida era difícil después de la Primera Guerra. Nosotros éramos pobres. Fueron necesarios casi diez años para que mi padre pudiera comprar un gran espejo ovalado. Antes habíamos tenido uno cuadrado, que colgaba en la pared de la cocina. Por aquéllos tiempos también había comprado una mesa grande. En la habitación, siempre sombría, jamás daba el sol. Sé que había árboles frente a la casa, aunque no los recuerdo. Por las noches, mi madre se sentaba en la sala y zurcía. En ocasiones, de vez en cuando, mi padre leía el periódico. Había una lámpara de petróleo sobre la mesa. Ésta quedaba iluminada, pero todos los rincones de la habitación se sumergían en la penumbra. En las paredes se deslizaban las sombras. Enormes manos. Cabezas. Un día, al abrir la puerta, descubrí un florero en la mesa. Era parecido a un gran huevo. No me fijé en el obús, supongo que ya lo había olvidado. Toda la habitación era ahora un solo florero. Me acerqué a la mesa, y comencé a mirar aquel florero. Era blanco, luminoso y casi transparente, de cuerpo abultado y brillante. Extendí la mano, pero al escuchar los pasos de mi madre, inmediatamente la retiré. Mi madre me preguntó con una sonrisa: »
―¿No es verdad que la habitación parece más hermosa? Pero no lo toques, no vayas a moverlo. Es un florero de porcelana. Muy caro. Tu padre seguramente va a enojarse conmigo por haberlo comprado. Pero nuestra habitación se ve ahora mucho mejor. »
―¿Para qué es? ¿Para flores? »
―No ―dijo mi madre―, no es para flores. »
―¿Para qué, entonces? »
―Para nada. Sencillamente es hermoso; tiene una forma preciosa. Sirve sólo de adorno; pero no lo toques, por favor. »
―¿Por qué? »
―Porque las cosas hermosas no se tocan ―dijo mi madre, y salió.
«Continué observando el florero de porcelana durante un buen rato. Era la primera cosa hermosa que había en nuestra casa, que no tenía una función especial y que se resumía en su propia forma. Naturalmente había sillas, mesas, platos, cucharas,ollas, baldes, cuadros, camas... Pero todos aquellos objetos servían, cumplían una función determinada. Aun el casco de obús había sido en otra época un proyectil. En cambio, aquel hermoso florero no tenía ninguna utilidad. Nunca había sido otra cosa. En realidad, no era propiamente un florero. No se podía llenar de agua y poner flores en él. Era bello por sí mismo. Sin flores. Había aparecido en nuestra casa de repente. Mi madre jamás había hablado de que deseara comprar un florero. El espejo y la nueva mesa fueron discutidos durante meses: decían que había que comprarlos, que no teníamos suficiente dinero por el momento y cosas por ese estilo. Pero el florero apareció de repente. Como un huevo puesto por un ave gigantesca y desconocida. Casi todos los objetos de nuestra casa eran cuadrados, angulares. Un día me encontraba solo en la casa. No escuchas lo que te cuento.
―Escucho.
—No escuchas, mi amor, y esto es un secreto de mi vida. Me acerque a la mesa y contemplé el florero. Luego extendí la mano y lo acaricié. La superficie era fría. Fría, a pesar de que hacía calor. Lo que mejor recuerdo es la luz del florero. La luz en la habitación era semejante a la que existe bajo la fronda de un gran árbol. Mortecina, como reflejada en un pozo, verdosa, huidiza. Como si el agua fluyera a través de los muros. El florero permanecía en medio de esa luz. Lo acaricié suavemente con los dedos. Palpé delicadamente su fría superficie. Coloqué la mano sobre él y sentí en la palma su convexidad, su redondez. Era como si estuviese modelando una bella forma. Mantuve la mano sobre el florero, y después de un buen rato sentí cómo se calentaba la superficie. Retiré la mano y me dirigí a la cocina, donde guardaba mis soldados de plomo en un cajón, bajo la mesa. Los coloqué en columnas. Pero el juego no logró entretenerme. Los volví a meter en la caja y regresé a la habitación. Puse el oído sobre el florero y lo golpeé delicadamente. Una, dos veces. Ya no me sentía solo en el cuarto. Antes había estado solo, pero ahora estaba con el florero, aquel objeto extraño en nuestra casa. Adornaba la sala sin servir para ningún propósito especial. Todos los objetos, muebles, cuadros, se relacionaban con nosotros y entré sí por lazos invisibles, Como venas que conducen la sangre. El florero, en cambio, era algo único. Al margen de todo lo existente. ¿Era realmente bello? Dudo si ahora pudiera estar en mi casa. Pero ni siquiera entonces me parecía bello. Era misterioso, ajeno. Algo no de nuestra casa. Mi sentimiento hacia él era igual al del salvaje que adora un ídolo. Una figura milagrosa llegada del cielo. Y sobre todo, era intocable. Pero debe haber sido bello, pues recuerdo la cara de mi madre cuando dijo:
»―¿No es verdad que es muy hermoso?
»Y hablando con mi padre, le había dicho ese mismo día:
»―Adorna la habitación mejor que el mueble más fino.
»Qué respondió mi padre no me acuerdo.
»Era ya invierno. El calor llegaba de la estufa de carbón, encendida de la mañana a la noche. Los charcos estaban cubiertos con capas de hielo. Los rompíamos con piedras o con los clavos de nuestras botas. El hielo se quebraba, y blancas líneas, como cabellos, aparecían en la superficie. Crujía debajo de nuestros tacones. Ampollas de aire fluían en las ventanas como en los tubos de cristal de un alambique. Un día se me inflamó una amígdala y no fui a la escuela. Permanecí en cama, mientras leía La Mosca, una revista humorística impresa en papel color de rosa... Bueno, no del todo rosa, pero de un tono bastante parecido. Seguía con la mirada La Mosca; pero con los ojos de la imaginación contemplaba el florero en la mesa. Permanecía allí extraño, perfecto e intocable. Aunque no había nadie en casa, me acerqué sigilosamente, de puntillas. Irrumpí en el silencio en que el florero se envolvía como entre algodones. Tiré del mantel y el florero se tambaleó. Tiré más fuerte. El florero cayó de lado. Había algunos periódicos en la mesa. El florero rodó unos cuantos centímetros y se detuvo en el borde. Desde su interior brillaba el azul. Sabía lo que iba a suceder. Estaba terriblemente asustado. Comencé entonces a rezar: «Ángel santo de mi guarda, mi dulce compañía, no me desampares ni de noche ni de día»; pero algo me impulsaba, y volví a tirar del mantel. Ahora ya no creo en él, pero entonces fue el demonio quien se me apareció; fue el diablo quien movió mi mano y me hizo tirar del mantel. Yo, realmente, no quería hacerlo. Pude aún, en el último momento, detenerlo, pues giró sobre su eje y muy lentamente cayó al suelo. Si, cayó muy lentamente; pude haberlo detenido en el aire... Pero el demonio me sujetó las manos. Ahora puedo reírme. Esa vez fue la única que el demonio logró tentarme. A partir de entonces, siempre que he pecado ló he hecho por mi cuenta...

Traducción: Sergio Pitol.

 Jaroslaw Iwaszkiewicz ÁCORO AROMÁTICO
JAROSLAW IWASZKIEWICZ (1894). Eminente poeta, novelista, dramaturgo y crítico musical. Ha sido elegido presidente de la Unión de Escritores Polacos en numerosas ocasiones y ha recibido premios y condecoraciones, tanto de su país como de otras naciones. Obras más importantes, en prosa: Las señoritas de Wilk, La fama y la gloria, Los amantes de Marona, Cuentos completos, El libro de mis recuerdos.



 La hierba de los tártaros tiene dos aromas. Cuando se estruja la cinta verde de su hoja, en algunos lugares corrugada, se siente un suave aroma de «aguas sombreadas por los sauces», como dice Slowacki. Pero cuando esta cinta de ácoro se estruja, o se aproxima la nariz a alguna fisura de los tallos, recubiertos por una pelusilla lanosa, se percibe a la vez un tufo de almizcle, un olor a limo, a pútridas escamas de pez, a cieno. 
Desde mis primeros años, he asociado tal olor con la imagen de una muerte repentina. Durante mi niñez, el pórtico y los balcones de mi casa se cubrían con ácoro aromático en los cálidos y animados días de las Fiestas Verdes.1 Pero esa planta también me recuerda la muerte de mi primer amigo verdadero, quien tenía el extraño nombre de Gracian y que se ahogó a los trece años. 
Esto ocurrió en el amanecer de mi vida, en la temprana niñez, pero hasta el presente ese perfume ambiguo me trae a la memoria sombríos pensamientos. Cada final tiene una relación misteriosa con el principio; sonidos, colores y olores repercuten, como el eco, de un extremo al otro de nuestra vida. Los aromas de la juventud se mezclan con los de la vejez, y la juventud se refleja en el verde espejo de la madurez. 
La gente se asombra de que para huir del bullicio de las ciudades y la fatiga de los viajes, para evadirme de ocupaciones tediosas y estériles, pase una parte del verano (tardía la primavera, mejor dicho) en Z., una pequeña población situada a orillas de un gran río. Fuera del río, de los prados y bosquecitos de mimbres do las riberas; del ligero puente que une ambas márgenes, no hay nada notable aquí.

 1 En Polonia se le llama así a la fiesta de Pentecostés. (N. del E.)  

Salvo una polvorienta plaza de mercado, algunas casas y pequeñas villas y, eso sí, muchos jardines y huertos frutales que son el único adorno de la población. Para mí, el mayor atractivo reside en que puedo vivir en una casa de reposo (asilo de ancianos) sin dar a nadie la direc­ción ni ser molestado por llamadas telefónicas o telegramas, y sólo recibo una carta diaria de mi mujer. 
Hay otra cosa que me atrae allí: mi amistad con la señora M., esposa de un doctor, a la que algunas personas que me conocen poco atribuyen una importancia mayor de la que tiene en realidad. Es una amistad perfecta, pues nos vemos sólo una vez a! año, durante dos o tres semanas; no nos escribimos y no tenemos ninguna curiosidad excesiva sobre nuestra vidas. Eso contribuye a la sinceridad de nuestras confidencias y tiene una influencia benéfica sobre nuestro carácter. Durante veinticinco anos de amistad, no hemos dejado de ser algo «especial» el uno para el otro. 
La señora M. ―Marta―, esposa de un médico, perdió a sus dos hijos durante la ocupación, y ahora vive en una soledad absoluta. Su marido está completamente absorbido por el trabajo. Además de las labores en el hospital, tiene abundante trabajo privado en las afueras de la población. En otra época lo veía pasar en carretones campesinos, en los cuales recorría quince o veinte kilómetros para visitar a sus pacientes. Ahora que tiene automóvil puede visitar en el curso de un día a un gran número de personas. Esto se refleja económicamente en su hogar. A pesar del buen nivel de vida, la señora Marta siente en extremo su soledad. Las pocas semanas que permanezco en Z. no logran hacerla olvidar lo innecesario de su existencia. Debo añadir que la señora Marta jamás se queja, no expresa sus sentimientos. Atiende con esmero la casa, se ocupa del teléfono, anota los mensajes de los pacientes y procura que el doctor, cuando vuelve a casa fatigado, encuentre orden, paz y armonía. 
La casa del doctor es una gran casa de antiguo estilo, como hay varias en el pueblo. El complicado diseño de las amplias habitaciones hace imposible la división del edificio, así que el matrimonio lo tiene todo para sí. El cuarto de los hijos está cerrado con llave, y nadie entra en él. En las otras habitaciones, de techo bajo, pero con suficiente luz, hay montones de muebles antiguos y macetas con plantas exóticas. 
La señora Marta me recibe siempre en un salón cuyo mobiliario es de caoba estilo Zimler, tapizado de felpa color zafiro, y de cuyas paredes cuelgan algunos cuadros y el retrato de la señora Marta, hecho por un artista que en otros tiempos debió de haber respirado el aire de París. En unas jardineras oscuras crecen espesos manchones de plantas verdes que parecen hechas de seda y hojalata. En una esquina hay un enorme piano de cola que nadie toca desde hace años. El suelo se halla cubierto por una alfombra roja, en cuyo centro se ve una mujer que lleva dos cubos de agua en un balancín. 
No es una habitación que invite a las confidencias. Sin embargo, fue allí donde la señora Marta me narró la historia de su vida. Allí también, hace poco, cuando le confirmaron los síntomas de una enfermedad incurable, me hizo el relato siguiente. Por supuesto, tomé notas ―como lo haría todo escritor― y las completé posteriormente, después de dar libre cauce a la imaginación, intentando, a veces, penetrar en el corazón de los protagonistas. Quizás he tratado el asunto de una manera demasiado dramática, como si fuese algo excepcional. Y, sin embargo, es una historia ordinaria; centenares por el estilo suelen ocurrir diariamente en nuestras ciudades y pueblos. 
 La señora Marta no va nunca al «embarcadero». Así llaman al amplio cobertizo de madera que se levanta a cierta distancia del río. Consta de dos salas. En una de ellas hay un mostrador, donde se venden cigarrillos, cerveza y un excelente jugo de frutas. Hay también una terraza grande, o más bien una plataforma de madera en la que baila la gente. El edificio parece una casita apoyada en la pata de una gallina, y está sostenido por una alta base de cemento que impide que el «embarcadero» sea arrastrado por la corriente. 
La terraza constituye el mayor atractivo do Z. Allí van a bailar y a divertirse los jóvenes aburridos de la monotonía del trabajo y los estudios, en una población situada tan lejos de cualquier centro cultural. Lo hacen siempre sábados y domingos. Los sábados, la juventud, acude con sus abigarradas camisas a cuadros y el cabello desgreñado, a la moda existencialista. Los domingos, en cambio, llevan el cabello meticulosamente peinado, las camisas son blancas y las chaquetas oscuras. Vestidos de uno u otro modo, los jóvenes toman refrescos con sabor a fruta, y, a pesar de lo que se dice de la embriaguez en Polonia, no traen vodka; son demasiado pobres para comprarla. Juegan también al bridge, a medio centavo el punto. Por lo regular, hay pocas jóvenes; sólo las necesarias para bailar. 

¿A dónde podría llevar la señora Marta a una amiga llegada de Varsovia? ¿Qué podía mostrarle de aquel pueblo arruinado por la guerra? Naturalmente, tenía que llevarla al «embarcadero». 

El río centelleaba bajo la luna. De vez en cuando, una ola se estrellaba ruidosamente en la orilla. Pero nadie miraba al río. Las parejas bailaban en la terraza de madera, donde el altavoz carraspeaba despiadadamente. En el interior, casi todas las mesas estaban ocupadas. Algunos jóvenes jugaban al bridge. 
Las dos señoras se sentaron a una pequeña mesa, en un costado del salón, y echaron una mirada a la sala. En un rincón, detrás del mostrador, una amable rubia vendía agua gaseosa y aquel refresco con sabor a frutas que da fama a la fábrica local. Era preciso ir a servirse. 
La señora Marta se dirigió hacia el mostrador y pidió dos botellas de jugo de manzana. De regreso a su mesa, pasó junto a un grupo de jugadores. Uno de los jóvenes levantó la mano para tirar una carta y golpeó la botella que la señora Marta llevaba. Ésta casi la dejó caer. El joven alzó la mirada y se disculpó cortesmente. 
La señora Marta se sentó al lado de su amiga y guardó silencio durante unos minutos. Después llenó los vasos de un líquido de hermoso color, y volvió a quedarse pensativa. Miró hacia la mesa donde se sentó el muchacho que había dado el golpe a la botella. Su perfil era irregular, con la nariz chata y un poco aplastada, como de boxeador. Llevaba la hermosa cabellera peinada hacia atrás. Miró la mano que sostenía las cartas: eran unos dedos largos y bellos que contrastaban con la nariz quebrada, con la cabeza de facciones vulgares y con el macizo cuello que emergía de la camisa roja. (Era sábado.) 
La señora Marta advirtió pronto que su amiga y ella tenían poco que decirse. Poseían algunos recuerdos juveniles en común, pero la señora Marta había llegado desde hacía algún tiempo a la conclusión de que no soportaba los recuerdos. La envejecían y le traían a la memoria un mundo convertido en polvo, y ella tenía aún puestas vagas esperanzas en el presente. Escuchó el relato de su amiga, que tenía cuatro hijos dispersos por todas partes del mundo. Le enviaban cartas y paquetes, y creía cortés informar detalladamente a la señora Marta de ello. La señora Marta escuchaba, tratando de ocultar su falta de interés en el asunto, y de vez en cuando hacía algunas preguntas, mientras observaba a los muchachos que jugaban a las cartas. 
De pronto vio a una encantadora joven que entró a la sala (si se puede llamar así al bajo local de madera), con paso rápido, y se detuvo frente a la mesa del muchacho que golpeó la botella de la señora Marta. Aquél se volvió y entonces pudo, por primera vez, verle la cara de frente. Ésta no correspondía, como a veces sucede, a su perfil. Amplia, de maxilares fuertes, con una expresión y un brillo especiales en los ojos, que la señora Marta encontró muy atractivos. 
El joven dijo algo a la muchacha y se volvió de nuevo a atender el juego. Ella permaneció algunos minutos a su lado, como vacilante. Después se alejó con pasos lentos. 
Vestía suéter negro y una saya de vivos colores. Llevaba el cabello sujeto en «cola de caballo». Había en ella algo de descuidado, cierta languidez en su actitud, un desaliento que se manifestaba en toda su figura. El suéter, muy ceñido, destacaba las hermosas líneas del cuerpo. Sus movimientos eran felinos. Podía atraer. 
El joven dejó de jugar y, en medio de la indignación de sus compañeros, salió corriendo tras la muchacha. Lo reemplazó un adolescente magro y de mirada astuta, que durante todo el tiempo sólo había esperado una ocasión para ocupar un sitio en la mesa. 
Poco después, la señora Marta y su amiga abandonaron el local. 

Al día siguiente, dieron un largo paseo por el terraplén que se extendía varios kilómetros a lo largo del río. Lo único que tema carácter en el pueblo era ese río. Su belleza compensaba del polvo, la suciedad y la vulgaridad de las calles y hacía que se olvidaran ante sus aguas no sólo las casas, sino también los habitantes. Corría, ancho y majestuoso, por un gran lecho bordeado a ambos lados por mimbres. A principios del verano emergían del agua unos bancos de arena semejantes a oblongos dorsos de monstruos marinos; pero en el centro, la corriente seguía siendo rápida y poderosa. Después de las lluvias volvía a crecer el caudal de agua y cubría rápidamente las arenas emergidas. 

La vista del río era demasiado poderosa y, en cierto modo, inhumana para el gusto de la señora Marta. Prefería ir por el terraplén, a cierta distancia del río, y contemplar los verdes prados que se entreveían al través de los bosques como si fueran otra corriente, más remansada. A lo largo del camino se extendían bosques de sauces. De vez en cuando se alzaba entre los sauces el tronco enorme, centenario, de un álamo. Cuando se pasaba al lado de uno de esos gigantes, incluso en un día aparentemente sin viento, la fronda temblaba siempre con un extraño murmullo musical, no tan seco como el susurrar de las viejas palmeras. Allí también había matorrales y sauces llorones. 
Eran ésos los lugares donde se formaban pequeños lagos, «ojos» de agua cubiertos de lemnas y en los que flotaban nenúfares y lirios. 
A la señora Marta le gustaba detenerse a veces cerca de aquellas extensiones de agua, sombrías y muy profundas. En su fondo manaba una fuente subterránea, que se manifestaba en la superficie por medio de burbujas y ondas concéntricas. La atraían, sobre todo, los «ojos» rodeados de un espeso laberinto de mimbres y ácoro aromático, como si pretendieran ocultarse de la vista del hombre; la atraían por su carácter misterioso, y por el hecho de que allí se lograba la soledad completa. Parecía que en las riberas de cualquiera de aquellos lagos se estaba completamente al margen de la vida. 

Cuando la señora Marta y su amiga llegaron al terraplén, resplandecía un brillante sol de mayo. No se veía en el cielo una sola nube y los sauces estaban inmóviles. Sólo se oía el susurro de los álamos. 

Las amigas caminaban tranquilamente. A la izquierda, en dirección a los prados, bajaba una ladera azul de nomeolvides; a la derecha, se alzaban las casitas de los jardineros y brillaban los cristales de los invernaderos. La señora Marta escuchaba con indiferencia el relato de su antigua compañera. 

De pronto vio a una pareja sentada al borde del terraplén. Era la misma del embarcadero. La joven llevaba un vestido claro y él una camisa color caqui, como los mimbres. Ella decía algo convincentemente, mientras su compañero mordisqueaba una hierba, con el rostro vuelto hacia el río, que en aquel lugar aparecía azul entre los matorrales. 

La señora Marta los vio de lejos. Cuando ambas mujeres llegaron al sitio donde estaban sentados, la pareja guardó silencio. Al volver del paseo, los jóvenes se habían marchado ya. La señora Marta recordaba el sitio donde se habían sentado y vio allí tréboles y nomeolvides aplastados. 
Pocos días después, la amiga se marchó. Uno de sus hijos debía llegar de los Estados Unidos y ella tenía que ir a Varsovia a esperarlo. La señora Marta volvió a quedar sola. 
Y así, una tarde, salió a dar un paseo a lo largo del río. Le parecía que iba a encontrar otra vez a aquella pareja que la había fascinado por su belleza y juventud. Y efectivamente, casi en el mismo sitio encontró al joven, aunque solo. La señora Marta sabía ya cómo se llamaba y qué hacía. Era Boguslaw K. Aunque apenas tenía unos veinticinco años, trabajaba desde hacía tiempo en el servicio fluvial. Bolek era muy popular en el lugar y todo el .mundo lo conocía. La señora Marta también era conocida. Cuando lo miró atentamente, éste se ruborizó y la saludó. La señora Marta se detuvo cerca de él. 
―¿Así que hoy está solo? 
Bolek se ruborizó aún más e hizo ademán de levantarse. 
―Siga, siga sentado ―dijo la señora Marta―; también yo me sentaré. Este lugar es muy hermoso. 

Se sentó en la hierba y contempló el paisaje. Ante ellos se levantaba un álamo alto y coposo. El viento mostró el forro claro de su hojarasca. 
- ¿Está solo? ―repitió su pregunta la señora Marta. 
-Halina se ha marchado ―refunfuñó él. 
La señora Marta constató con placer que su voz era baja y encantadora. 
Era un día muy caliente y Bolek llevaba sólo una camisa deportiva. Tenía brazos hermosos, pero la cara, con la nariz chata, parecía de cerca muy fea e incluso salvaje. La señora Marta lo miró atentamente. 
―¿Quién es Halina? 
—No importa ―respondió Bolek con esa voz encantadora, y sonrió. 
A pesar de la diferencia de edades, la señora Marta, sentada al lado de Bolek, se puso a pensar en su cuerpo. ¿Podría él encontrar algún atractivo en su belleza madura y quizás marchita? Sintió de pronto ―hacía mucho tiempo que no pensaba en eso― sus caderas y sus muslos; pensó en sus senos. «Él no sabe cómo soy.» Y recordó que su costumbre de hacer gimnasia diariamente le había conservado hasta la edad madura el vigor de los músculos y la elasticidad de la piel. Seguía teniendo los pechos pequeños, caminaba con paso rápido y ligero. ¿Sería suficiente eso para atraer a alguien? 
Se sintió avergonzada. Durante unos minutos reinó el silencio. 
―Ella es estudiante ―dijo Bolek repentinamente, sin mirar a la señora Marta―; es bastante inteligente y yo soy un muchacho vulgar. 
Había verdadero pesar en su voz. La señora Marta no tenía deseos de escuchar sus confidencias. . 

―¿Viven sus padres? ―preguntó. 
—No ―respondió―; murieron durante la insurrección. Me ha criado mi abuela. 
—Ha criado a un muchacho estupendo ―dijo con voz segura, y se detuvo al instante. «¿Qué es lo que me hace decir tales estupideces?», pensó. 
—¿Dónde estudió usted? ―preguntó secamente, para borrar aquella necia frase. 
Bolek la miró con súbito desagrado, como si estuviera pensando: «No me estoy examinando.» 
―En Elberg ―dijo― hice cursos de técnico en irrigación. 
—¿No le hubiera gustado estudiar otra cosa? 
—Es usted como Halina ―dijo Bolek, con impaciencia―. No seré otra cosa, ¿me entiende? No, nací para ser medidor del agua, y basta. 
 ―¿Y qué quiere ella que sea usted? ―preguntó la señora Marta, feliz ante la ruda respuesta del joven. Era evidente que él no había advertido su estúpida frase. 
―Bueno, quiere que lea libros y que salga con ella de paseo por la orilla del río a la luz de la luna. 
— ¿Y usted prefiere el bridge? 
—¡Por supuesto! 
—Lo vi la otra noche en el embarcadero. 
—Sí, me acuerdo. 
Abajo, al pie del terraplén, pasaba un rebaño de vacas con las ubres repletas manchadas de verde por las altas hierbas; andaban lentamente, delante de los muchachos que a cada momento gritaban: «¡Alto!» Una llevaba, sin masticarlo, un ramillete de nomeolvides en el hocico. 
La señora Marta puso una mano sobre la de Bolek. 
―A mí también me gustaría que estudiase, que leyese libros. 
Bolek no retiró la mano. Un mosquito se le detuvo en el brazo y la señora Marta lo aplastó. Una gota de sangre apareció en la bella redondez del músculo. 
―A veces leo ―respondió Bolek con profunda voz de bajo―, pero no sé dónde conseguir libros. Yo no puedo comprarlos, debo mantener a mi abuela ―añadió a modo de explicación. 
—Pídamelos a mí ―dijo la señora Marta, inesperadamente para sí misma―. Nosotros tenemos bastantes libros. Mi marido los encarga y compra en la Casa de Libros, pero no tiene mucho tiempo para leer. La mayoría de las veces se quedan sin abrir. 
—Muchas gracias ―respondió embarazado Bolek, que no sentía el menor entusiasmo por la lectura. 

—¿Cuándo vendrá usted? ―preguntó la señora Marta. 
Él no respondió. Comenzó lentamente a masticar un hoja de hierba. La señora Marta le tocó un brazo, pero él ni lo advirtió, embebido como estaba en sus propios pensamientos. De pronto ex­plotó: 

―¡Vaya Dios a saber lo que ella se imagina! Quiere ser profesora universitaria y dice que se avergonzará de un ignorante como yo. Tal vez carezca de educación. A decir verdad, no me interesa ninguna filosofía. Estoy muy bien así. Si quiere casarse conmigo, bueno; si no, ya me las arreglaré... 

La señora Marta se quedó estupefacta. 
―Pero seguramente son demasiados jóvenes para casarse. Bolek la miró irritado. 
—Demasiado jóvenes, demasiado jóvenes... Ella también dice eso. Nunca seré diferente. 
—Venga a verme mañana ―dijo la señora Marta con bastante firmeza, y se levantó. Bolek también se puso en pie―. ¿Sabe dónde vivo? Cerca de la Puerta de Cracovia. 
Le extendió la mano. A través del cuello de la camisa distinguió la temblorosa piel del pecho. 

―¿Nada usted? 
—Por supuesto ―respondió él, y le besó la mano. 
—Entonces tal vez podamos encontrarnos algún día en el río. 
Él no respondió. Parecía sorprendido, pero no incómodo. 
La señora Marta estuvo de excepcional buen humor durante la cena. El doctor parecía fatigado, pero pronto se recuperó. Hablaron de los asuntos del día con una vivacidad que faltaba desde hacía tiempo en sus comidas. 
La vida en común había perdido todo sentido desde hacía bastante tiempo. La señora Marta desempeñaba las labores de una buena esposa; pero la cocina era el dominio de la vieja Zosia, que había criado a los niños, y ahora, por compasión, se había quedado con los padres. Poner las flores en los floreros y la atención del teléfono no eran ocupaciones absorbentes. 
La señora Marta advertía la futilidad de su vida, y no sabía qué hacer al respecto. De vez en cuando invitaba a alguna amiga de la capital, pero las visitas escapaban a los pocos días. Una de ellas comentó, a su regreso a Varsovia, que la atmósfera en la casa era semejante a la de una obra de Ibsen, y eso contribuyó a que las demás se resistieran a aceptar las invitaciones de la se­ñora Marta. El doctor no era muy exigente: le gustaba la buena comida y los domingos leía los periódicos y las revistas médicas. Casi nunca conversaba con su mujer; su trabajo y el deseo de ganar dinero lo absorbían. Por las noches ni siquiera tenía fuerzas para hablar. 
 Esa noche, sin embargo, parecía que algo había cambiado entre ellos. Aquella momentánea animación fue una sorpresa para ambos. Sentados a la mesa, uno frente al otro, parecían en cierto modo renovados. El doctor estaba intrigado. Vio que la señora Marta se llevaba las manos a la cabeza y se echaba el cabello hacia atrás; un gesto hacía tiempo olvidado, un ademán de los años juveniles. 

El doctor suspiró; bajó la mirada y contempló una vez más su plato. La comida era excelente aquella noche: arroz con cangrejos y crema, y de postre créme brúlée. Después de cenar, la señora Marta se levantó y tomó una llave de la gaveta de una mesa colocada junto al piano. Su esposo la miró con sorpresa. Rápidamente, aunque trataba de ir más despacio (pensaba en el rítmico andar de Bolek, como si bailara), llegó hasta la puerta de la habitación de sus hijos y entró en ella. Encendió la luz. La habitación estaba muerta y vacía; nada quedaba de su antigua atmósfera. La señora Marta se sentó a la mesa donde sus hijos acostumbraban estudiar. Unos años antes pasaba diariamente algunas horas frente a aquella mesa, pero desde hacía mucho tiempo no ponía los pies en la habitación. 

El doctor bebía el té en el comedor, imperturbable en apariencia. Estaba sentado frente a la puerta de la habitación de sus hijos, así que podía observar todos los movimientos de su mujer. Un momento después, la vio cubrirse el rostro con las manos y permanecer así con los codos apoyados en la mesa. Cuando terminó de beber el té, se levantó con visible esfuerzo y se dirigió hacia ella. 
―Ven ―le dijo, poniéndole la mano en un hombro―. No permanezcas aquí. 
La señora Marta se levantó, lo contempló durante un momento. 
―¿No sientes vergüenza de estar vivo? ―le preguntó. 
Él se encogió de hombros. 
―Siento vergüenza de vivir cuando tantos han muerto ―dijo la señora Marta que, levantándose, comenzó a caminar por la vacía habitación―. Siento vergüenza ante todos los que han muerto, no sólo nuestros hijos. 
El doctor permaneció desamparado en medio del estudio; los brazos le pesaban como si fueran de piedra. 
―Piensa tan sólo en la multitud de jóvenes que viven ―dijo la señora Marta―. Sin embargo, nuestros hijos ya no están. 
―Ya no serían ahora tan jóvenes ―musitó el viejo médico. 
—¿Crees que se habrían casado? ―preguntó ella. 
—Seguramente. Tendríamos ahora en casa mujeres jóvenes. 
—Eso sería horrible― se estremeció―. Odio a las jóvenes. 
Son tan presuntuosas. 
El doctor se le volvió a acercar. La tomó por un brazo. 
―Bueno... Salgamos de aquí ―dijo―; sólo te estás martirizando. 
La señora Marta se dejó convencer. 
―Me lleno siempre de una vergüenza terrible cuando veo una vida joven. La juventud, en cambio, es tan insolente... ¿No crees? ―dijo mientras salía de la habitación acompañada por su esposo. 
Pero el doctor movía la cabeza con ademán de desaprobación. 
―Pareces olvidar ―le contestó― que la vida puede muy fácilmente convertirse en muerte. 
Al día siguiente se presentó Bolek. La señora Marta estaba bastante sorprendida y no se daba cuenta de que el hecho le produjese tanta alegría. Sólo después de un rato comprendió lo que el joven quería: había tomado al pie de la letra lo que le había dicho sobre los libros. Quería que le prestase algo para leer, pero no sabía qué. «Algo de literatura polaca», dijo vagamente. La señora Marta supuso que deseaba leer algún libro relacionado con los estudios de Halina. Era evidente que no leía nada, y ni siquiera recordaba los títulos de los libros leídos en la escuela. Aceptaría cualquier cosa; pero la señora Marta insistía en hacerle confesar alguna predilección. 
Estuvieron un buen rato sentados en el salón de muebles color zafiro. El tiempo era bueno y había un hermoso crepúsculo. Frente a la casa crecían unos enormes jazmines, verdaderos árboles, como decía la señora Marta. Estaban floridos y velaban la luz crepuscular con sus ramilletes de un blanco verdoso. 
―¿Ha visto nuestros jazmines? ―le preguntó―. Son verdaderos árboles. 
Ésta era una de sus expresiones favoritas, una expresión de su juventud. En aquel entonces, los jazmines no eran tan altos, pero ya los llamaba los árboles de jazmines. 
Bolek no sabía, al parecer, de qué árboles se trataba. Como algunos hombres muy viriles, era incapaz de recordar los nombres de las flores y de los árboles. No tenía ninguna idea de cuáles pudieran ser los jazmines; sabía sólo lo que eran las lilas y eso debido a una anécdota procaz oída en la escuela. 

―En efecto ―dijo, y miró a la señora Marta inexpresivamente. 
—Es usted muy joven ―dijo la señora Marta de pronto―.
 ¿Cuántos años tiene? 
—Ya se lo dije: veinticinco. 
La señora Marta pensó que era agradable estar con alguien que declaraba tener veinticinco años. La sola cifra le producía alegría. ¡Era un número de años tan extraño y hermoso! 
Por un momento estuvo a punto de decírselo a Bolek, pero pensó que no entendería nada y desechó la idea. 
Había aún otros temas de conversación. Volvieron a hablar de la natación y de las crecidas que habían ocurrido recientemente en la ciudad de Z. Las palabras fluían mucho mejor que el día anterior. También mencionaron el terraplén. 
―¿Va por allí a menudo? ―preguntó la señora Marta. 
—No tengo con quién ir ―respondió Bolek, y se ruborizó. 
―¿Cómo? ―inquirió asombrada. 
Bolek tomó aliento, y respondió: 
―A menos que quiera usted venir conmigo. 
La señora Marta se desconcertó. 
―Con mucho gusto ―dijo―. ¿Pero Halina se ha marchado? 
―preguntó luego. 
—Se fue a casa de su tía. Ni siquiera se despidió de mí ―respondió él con acento infantil. 
Para la señora Marta ese tono le era completamente nuevo, y miró al muchacho con ternura. 
―Muy bien ―dijo―. Si está libre mañana, al mediodía, podemos encontrarnos en la playa, bajo el puente, y nadar juntos un buen rato. 
Bolek aceptó inmediatamente. Poco después se marchó. Después de todo, no se llevó ningún libro. 

Al día siguiente, la señora Marta recibió una carta. Era una hoja doblada, sin sobre. Un muchacho del departamento hidráulico la llevó a su casa: 

«Respetada señora: 
»Estaba ayer tan nervioso que me comprometí a verla al mediodía, aunque es día de trabajo y no estaré libre hasta las cuatro de la tarde. ¿Nos podríamos ver a esa hora en el mismo lugar? 
»Me despido con saludos muy respetuosos, 
 »Boguslaw K.» 


 La carta estaba escrita (tal vez copiada) con letra cuidadosa e infantil, sin faltas de ortografía. ‘¿Se la habrá escrito Halina?’. se preguntó la señora Marta. 
A las cuatro de la tarde estaba en la playa, bajo el puente. La playa no era grande y a esas horas estaba completamente desierta. Ninguna señal de Bolek. La señora Marta se desnudó tras los arbustos, como lo hacía todo el mundo, sin distinción de edad ni de condición social, y se puso el traje de baño. La corriente era tan fuerte que era imposible nadar contra ella. Había que seguir río abajo y luego salir y regresar caminando, a través del prado, hasta la playa. La señora Marta hizo un par de excursiones. No quería admitir que la ausencia de Bolek le producía una gran decepción. 

Cuando volvió por tercera vez, vio en el puente la silueta tan bien conocida. Era Bolek, pero con Halina; por lo visto no se había marchado a casa de su tía. Caminaban rumbo a la estación hablando con alegría. 
La señora Marta regresó al sitio donde había dejado la ropa, bajo una zarzas próximas a un bosque de sauces. Se sentía frustrada, incapaz de recuperar el ánimo. Súbitamente advirtió el carácter de sus sentimientos hacia Bolek y, al comprobarlo, le pareció sentir un golpe en la nuca. Se estremeció como si tuviera fiebre. 
Durante muchos años, la tristeza, una tristeza resignada, había reinado en su corazón. Y ahora, como si sintiera el germen de la enfermedad mortal que en ella se albergaba, la figura de aquel joven (ésta era la cuestión y no otra), más joven aún que sus hijos, había asolado su alma. Quiso maldecir a Bolek; sin embargo, no hizo solo repetir una y otra vez: 
―¿Pero acaso es suya la culpa? 
Permaneció sentada durante largo rato. Varias personas pasaron por la playa; soldados que nadaban en ropa interior, niños. Unos adolescentes caminaban, llevando ramos de ácoro aromático recogidos en los pardos colindantes y en las pequeñas lagunas. El día siguiente era el día de las Fiestas Verdes, y el ácoro se emplearía para decorar las casas. 
La señora Marta siguió allí un buen rato. «Tener que vivir después de esto», se decía. «Es terrible; preferiría morir ahora mismo.» 
De pronto escuchó una voz: 
―¡Señora Marta! ¡Señora Marta! 
Miró hacia arriba. En el puente estaba Bolek; sonreía. 
―Perdóneme por el retraso ―le gritó, inclinándose sobre el barandal―. Bajo ahora mismo. Iremos a recoger ácoro.
La señora Marta lo saludó con la mano. Cogió un largo tallo verde de la planta acuática que un niño había dejado caer al pasar. Olió la hoja aromática. Adoraba ese olor. 
Después se levantó y salió al encuentro de Bolek. Esperó un poco, hasta que él apareció entre los mimbres. Se había quitado la ropa, y se acercaba a ella con su paso danzarín, completamente desnudo, salvo una mínima prenda color limón. No estaba quemado por el sol; por el contrario, la piel era blanca y suave como la seda. Una vez más le sorprendió su excepcional belleza. Las líneas del pecho y de los muslos eran tan armoniosas, tan perfectas, que la señora Marta permaneció casi sin habla. En silencio le tendió la mano, pero él no se la besó esta vez. La miró directamente a los ojos. La tosca cara plantada sobre un cuerpo tan hermoso cobraba expresión. «Si no hablara», pensó. 

Pero Bolek habló. 
-Siento haber llegado tan tarde, pero tuve que acompañar a Halina a la estación. 
―¿Se marchó? 
―No tenía suficiente dinero para el boleto. Tuve que darle lo que tenía, y me quedé sin un centavo. 

Sonrió de una manera tan radiante, que se le transfiguró el rostro. La sonrisa pareció extendérsele por todo el cuerpo. 
―Te voy a dar el dinero ―dijo la señora Marta. 
—¿De verdad? ―inquirió Bolek, con cara feliz. 
Aquello era horrible. 
La señora Marta quería borrar cuanto antes aquella conversación vulgar, detestable. Quería separarlo, y ella con él, de todo el mundo; quería cubrirlo con un verde manto de hojas. ¡Y que callara! Y de repente la playa, el puente, los niños que gritaban sin cesar, los soldados que se bañaban, le resultaron insoportables. No quería mirar las casas del pueblo que se divisaban desde allí. 
De la parte baja del río llegó el canto de un mirlo. En un álamo, cerca del puente, se podía ver su centelleante plumaje dorado. La señora Marta había tomado a Bolek de la mano. 
―¡Vamos! Cogeremos ácoro para mañana ―dijo, y lo arrastró hacia los prados. 
A lo largo del río, entre las orillas pobladas de bosquecitos y las vastas praderas cubiertas en aquel momento por una espesa red de margaritas, se encontraban los pozos de agua estancada. Eran vestigios de afluentes cuyas desembocaduras se había encenegado, o agujeros que se habían llenado con las inundaciones. Algunos de estos pozos formaban verdaderos lagos pequeños, pintorescos, abundantes en ácoro y cubiertos con los abanicos de hojas planas de los nenúfares. En las verdes aguas se reflejaban los altos sauces, los bosquecitos de mimbres y las nubes blancas que apaciblemente desfilaban en el alto cielo. La señora Marta y Bolek caminaron en silencio. 
A la orilla de unos de esos pequeños lagos, situado lejos del camino y un poco distante de los otros, se alzaba un alto álamo. Cuando se pasaba a su lado, incluso en los días de viento, se oía el susurro de las hojas del árbol. 
Era una música singular que la señora Marta amaba apasionadamente. 
Llegaron a la orilla de un amplio y sombrío lago, muy profundo. Había en las márgenes un poco de arena blanca, una playa minúscula. Dejaron allí las prendas que llevaban y se quedaron en traje de baño. Serían las seis de la tarde, pero el tiempo era cálido. 
Bolek llevaba puesto sólo su minúscula prenda color limón. La señora Marta lanzaba de vez en cuando miradas a su cuerpo perfecto, que no armonizaba con su rostro de esclavo bárbaro, con su tosca nariz chata. Él se tendió en la arena para contemplar las escasas nubes que pasaban por encima del lago. A lo lejos, en los otros lagos, las ranas croaban ruidosamente. Los ruiseñores gorjeaban con intensidad exagerada. Sólo ellos se mantenían silenciosos. 
―¿En qué piensas? 
—En nada ―respondió Bolek, con desagradable premura.  
―¿En Halina? ―insistió ella. 
―Sí, en Halina ―confirmó el joven y se sentó. 
—Tienes la espalda llena de arena. Deja que te la quite ―y se puso a limpiar la piel de Bolek. 
—Pero si ahora me voy a bañar ―dijo el muchacho con impaciencia. 
La señora Marta no le hizo caso y siguió acariciando lentamente la espalda del joven. Después apretó con fuerzas su mejilla contra la espalda. 
―¿Qué hace usted? -―exclamó Bolek, volviéndose bruscamente. 
La señora Marta retiró la cabeza y se echó hacia atrás. Por un momento se miraron fijamente, hasta que Bolek atrajo hacia sí la cabeza de ella y la besó en los labios. El beso se prolongó largo rato. 

Cuando se separaron, la señora Marta sólo pudo decir: 
―¿Qué has hecho, Bolek? 
Bolek sonrió y dijo suavemente: 
―Eres tan buena... 
La señora Marta enrojeció. La frase la había herido. 
―Un hombre jamás le debe decir a una mujer que es buena. 
—-¿Y qué debe decirle entonces? ―preguntó ingenuamente, Pero con cierta petulancia. 
- Nada ―silbó la señora Marta entre dientes, y le dio la espalda. 
Durante unos minutos permanecieron sentados sin decirse nada. Finalmente, Bolek suspiró. 
―Hay que coger esa hierba ―dijo. 
Se levantó bruscamente y se lanzó al lago. Se zambulló, emergió en el centro y poco después estaba ya al otro lado, donde crecían los verdes tallos de la planta aromática. 
La señora Marta se quedó en la orilla, con el corazón desolado. En realidad, pensaba, sólo le quedaba el suicidio. Todo estaba perdido. Cuando Bolek cruzó de nuevo el lago, y apareció ante ella con una brazada de ácoro, lo miró como a un extraño, como a un desconocido. 
«Uno de los dos debería morir», pensó. Y se imaginó el infinito alivio que sentiría si aquel joven dejara de existir. No habría entonces nadie en la tierra que conociera su secreto. El tormento y la vergüenza se desvanecerían del todo. 
―Toma ―gritó Bolek alegremente, sin mostrar la menor confusión por lo que había ocurrido―. Traeré más. 
Y dejó caer a los pies de la señora Marta la brazada de plantas verdes. 
«Está acostumbrado a estas cosas», pensó la señora Marta con amargura, sin querer mirar a Bolek. Contemplaba las plantas depositadas en la arena. 
―Ya hay bastante ―dijo. 
—No, es muy poco. Luego te quejarás de que soy perezoso ―protestó Bolek, riendo, y de repente la tomó por el cuello y rozó suavemente sus labios con los de ella. La señora Marta quiso retenerlo. —

Enseguida, enseguida ―dijo él con mirada significativa―. 
Traeré un poco más de esa basura. 
Se separó de ella y se zambulló prestamente en el agua oscura. Desapareció y tardó largo rato en salir. Por fin, la señora Marta vio la cabeza en el centro del estanque. Avanzaba lentamente y con dificultad. 
«¿Qué le pasará?», se preguntó la señora Marta. 
Bolek nadó tranquilamente hacia la otra orilla. Sus brazos surgían clásicamente del agua y sus manos se movían de manera elegante en la superficie. La señora Marta lo vio llegar a tierra,  detenerse ante los manchones de ácoro y arrancar largos tallos. 
Naturalmente, con el verde ramaje en un solo brazo se le hacía más difícil el regreso. Podía nadar sólo con una mano, por eso avanzaba tan despacio. 
‘¿Qué le pasa?’, volvió a preguntarse. 
De pronto, se hundió en medio del lago. 
«¿Por qué se zambulle?», se preguntó la señora Marta con inquietud. 
La cabeza de Bolek surgió del agua unos minutos después. 
Estaba bastante lejos, pero ella pudo advertir en sus ojos algo semejante al miedo. Se incorporó rápidamente. 
Bolek volvió a hundirse. Cuando apareció, hizo con la mano un ademán de desesperación. Se estaba ahogando. 
La señora Marta se tiró entonces al agua y nadó hacia él. En la superficie no se veía nada. Al llegar al centro del lago se zambulló hacia el fondo. Cuando abrió los ojos, vio esa opaca luz verdosa que se suele percibir al hundirse. Tendió las manos en todas las direcciones, en busca del cuerpo. Pero no encontró nada. 
Descendió aún a una profundidad mayor. No podía resistir más la falta de respiración, y comenzaba a salir a la superficie con los párpados cerrados, cuando las manos de Bolek, que se agitaban sin sentido, inconscientemente, rozaron su cuerpo. En aquel momento, dos fuertes brazos se prendieron a su cuello. Trató de desasirse, pero los brazos pesaban, la apretaban y atraían hacia el fondo. Perdió el aliento; presintió que en el siguiente momento comenzaría a tragar agua. 
Con un enérgico movimiento de cabeza logró librar el cuello de los brazos que la sofocaban y, con un ligero impulso hacia arriba, volvió a la superficie. Estaba muy cerca de la orilla. No supo cómo logró llegar a la arena. Miró el pequeño lago; en medio del agua oscura surgieron durante un momento algunas burbujas. Se cubrió los ojos con las manos. Cuando volvió a mirar, la superficie estaba tersa. 

Subió al terraplén y corrió gritando. 
--¡Socorro! ¡Auxilio! 
De detrás de los árboles surgieron dos muchachos que segaban el trigo. Les gritó, a la vez que señalaba el pequeño lago: 
-¡Allí, bajo el árbol! ¡Bolek se está ahogando! 
 Los muchachos corrieron más de prisa, y cuando ella llegó al lago se habían quitado la ropa y arrojado al agua. Buscaron sistemáticamente en el fondo. Cuando salieron a la superficie, se llamaban entre sí. 
―¡En el centro, en el centro! ―profirió la señora Marta. Los muchachos recorrieron todo el lago. De pronto, uno de ellos, Stasiek, exclamó, irguiendo la cabeza: 
―¡Está aquí! ¡Está! 
—¡Agárralo del pelo! ―gritó el otro. 
Ambos se zambullían y emergían en el mismo sitio; luego nadaron hacia donde estaba la señora Marta trabajosamente, como si arrastraran un fardo bajo el agua. Llegaron a la orilla. Con gran dificultad sacaron a Bolek, y lo tendieron en la arena. Todo esto había ocurrido en un lapso de media hora, aproximadamente. 
Comenzaron a practicarle la respiración artificial. 
El agua salía a chorros por la boca del ahogado, pero éste no daba ninguna señal de vida. 
―Espera ―dijo Stasiek―, voy a buscar a alguien más. Hay que columpiarlo. 
—Yo te acompaño ―gritó el otro, mirando con cierto temor el cuerpo. 
Sabía seguramente que todo esfuerzo era inútil. Bolek era un buen nadador. Debió de haber sufrido un ataque cardíaco. Cualquier auxilio era inútil. 
―Quédese cuidándolo ―dijo Stasiek a la señora Marta. 
Se pusieron la ropa sobre los cuerpos mojados, y se fueron corriendo. Durante unos momentos se oyeron todavía sus gritos. En el pequeño lago reinaba un fúnebre silencio, que no alteraban ya los gritos de los muchachos. El cuerpo de Bolek yacía en la arena al lado de un manojo de ácoro, tal y como lo habían dejado sus salvadores. Tenía los brazos en cruz y en el vello de las axilas brillaban redondas gotas verdosas. Los ojos abiertos] eran inexpresivos y duros, como los de las estatuas antiguas. De la boca entreabierta escurría un fino hilo de agua o de saliva. 
Acurrucada junto al cadáver, la señora Marta lo contempló? intensamente, como si quisiera grabar para siempre en su memoria aquella belleza inverosímil. Todo el cuerpo del ahogado parecía cubierto por un celofán que lo hacía extraño e irreal. Comenzaba a dejar de ser humano. 
En la radiante luz crepuscular de junio brillaba, impúdicamente, la trusa, estrechamente ceñida al cuerpo, y cuyo color limón se oscurecía por efecto del agua. 
«¿Por qué no me he ahogado con él?», pensó la señora Marta, y se inclinó sobre el cuerpo. «¿Es qué quiero vivir? ¿Seguir viviendo? ¿Para qué?» 
E incesantemente volvía a su memoria el momento en que, con un ademán violento, había librado su cuello del sofocante abrazo. 
―¿Vivir? ―repetía―. ¿Vivir? 
Delicadamente tocó el pecho de Bolek. La piel del ahogado se secaba con rapidez, aunque el sol había descendido ya hacia el oeste. Sintió bajo los dedos algo infinitamente frío, como el mármol. Los músculos contraídos habían tensado la piel. La armonía de los músculos era perfecta. La señora Marta puso los labios en el pecho, donde crecía un vello delicado. También se había secado. 
Gradualmente, sus labios se deslizaban pecho abajo y, con pasión salvaje, comenzó a besar el diafragma, el ombligo. En la violencia de los besos con que cubría al muerto, descendía cada vez más abajo. Todo el cuerpo frío, estatuario, bello, olía a ácoro. 
Y cuando la señora Marta sintió sus labios al borde de la tela, percibió su olfato un olor a limo, a escamas pútridas y a cieno, el aroma de la muerte, que muy pronto iba a ser también el suyo. 

Traducción: Sergio Pitol.

P.d.: Si se quedaron picados aquí les paso esta liga del blog Infra Witold Gombrowicz Un crimen premeditado

Nota: En el libro aparecen tres cuentos en los que no figura el traductor

Bruno Schultz La visitación
Kornel Filopowicz La crucecita de oro
Slawomir Mrozec Jaque