miércoles, 18 de mayo de 2022
Carmina Burana Jacques Prévert
viernes, 27 de noviembre de 2020
EN DÍAS DE CUARENTENA...
Décimo era un veterano de las campañas de Marco Aurelio contra los marcomanos y eso lo hacía ser respetado por todos por su valor y por su experiencia. No había llegado a centurión de la legión por casualidad ni por contactos. Sus orígenes, como los de muchos de los legionarios, eran humildes. La autoridad se la había ganado en el campo de batalla. Por todo ello, cuando uno de sus hombres se derrumbó en medio de una de las marchas que realizaban a diario para mantenerse junto a las naves de la pequeña flota imperial, Décimo se acercó para comprobar si aquello era efecto de un golpe de calor o si el desvanecimiento se debía a otro motivo. Aquellas largas caminatas en paralelo al Nilo servían también para que la tropa estuviera en tensión y en forma, preparados todos siempre para el combate, pues nunca se sabía qué podía pasar en aquellos territorios cada vez más ignotos.
Décimo ya estaba junto a la tienda del legionario que se había desplomado. El sol, en aquella región del mundo, era, sin duda, inclemente, pero aquellos legionarios habían batallado en las arenas de Siria, Mesopotamia y Partia, donde el clima era igual de inmisericorde. Lo que preocupaba realmente al centurión era que se trataba del cuarto hombre que se derrumbaba en medio de grandes sudores durante las marchas de aquellos días.
—Y van cuatro —musitó entre dientes el centurión al tiempo que examinaba al nuevo soldado enfermo tendido junto a la tienda de su contubernium, una pequeña estancia portátil para los ocho hombres de cada unidad mínima de la legión. Alguien había pensado que sería bueno que le diera el aire, eso sí, a la sombra que proyectaba la propia tienda.
Dos de los que habían caído desplomados, aparentemente también por la fuerza del sol, eran de aquel mismo contubernium y el tercero de uno cuya tienda estaba al lado.
Décimo apartó las telas de la entrada y accedió al interior. Los otros tres soldados enfermos de aquella unidad permanecían echados, los tres sudando. Sin embargo, uno de ellos, además de los sudores, parecía tener unas extrañas costras que empezaban a aparecer por toda su piel, por brazos y piernas y hasta en el rostro, desfigurando sus facciones de una forma horrible.
Décimo era un veterano que había luchado contra tantos enemigos brutales en las fronteras de Germania y de Partia que había olvidado la mayoría de sus nombres, pero del enemigo más despiadado contra el que había combatido no se había olvidado nunca.
—Llamad al médico viejo —dijo el centurión haciendo referencia al apelativo que los legionarios más veteranos usaban para referirse a Galeno.
Nave imperial 20 de enero, hora duodécima 200 d. C.
Estaba anocheciendo cuando el médico del emperador, tras escuchar la información que le trasladó uno de los legionarios, accedió a subir a un pequeño bote e ir a la orilla pese a que eran horas más propias del descanso que de visitar enfermos. Pero el veterano médico, al igual que había hecho el centurión, intuía que la urgencia era necesaria. En poco tiempo, Galeno se encontró junto al oficial Décimo, examinando a los soldados del primer contubernium afectados por aquellas extrañas fiebres.
Galeno pidió que los tres legionarios se desnudaran. Solo uno, el que había caído enfermo primero, mostraba las terribles llagas y costras por brazos y piernas, además de en el rostro desfigurado. Uno de los otros dos legionarios enfermos pidió permiso para salir fuera. El médico asintió y el centurión también. Todos, desde el interior de la tienda, pudieron oír cómo el legionario en cuestión vomitaba. Cuando regresó, parecía algo más calmado, pero Galeno lo llamó y le dijo que se sentara en una pequeña sella que habían dispuesto junto al médico.
—¿Tú eres el que menos tiempo lleva sintiéndose mal?
—Sí..., señor—respondió el legionario, que, entre enfermo y confuso, no sabía bien cómo dirigirse al veterano médico.
—Llevarás así unos... —Galeno calculó con rapidez— ¿tres o cuatro días?
—Cuatro, sí, medicus.
Galeno miró entonces al legionario cubierto de costras.
—Y tú llevas nueve días encontrándote indispuesto, según me han dicho, ¿correcto?
—Ayer... hizo... nueve..., creo... —respondió el aludido pero le costaba pronunciar cada palabra y no se le entendía con nitidez.
Galeno se levantó y fue a donde este estaba.
—Abre la boca y saca la lengua.
El legionario obedeció y mostró una lengua repleta de llaga y costras como las que tenía por la piel del rostro, brazos y piernas
—Cierra la boca —continuó el médico—. ¿Te duele al tragar
—Mucho..., medicus.
—¿Y todos tenéis fiebre, vómitos y... diarrea?
Los tres asintieron.
—De acuerdo —dijo y salió acompañado por el centurión—. Quiero ver al cuarto enfermo.
El examen se repitió en otra tienda.
Los síntomas eran los mismos, solo que, como en el caso de los que llevaban menos tiempo enfermos, este otro legionario tampoco mostraba llagas ni costras.
—Aparecerán en unos días más —precisó Galeno cuando caminaba de regreso al bote seguido por Décimo.
—Soy veterano del divino Marco Aurelio. Es lo mismo que en Aquilea, ¿verdad? —preguntó el oficial.
—Eso parece —le confirmó Galeno.
Siguieron caminando en silencio.
—Van a morir muchos, ¿cierto? —insistió el centurión, que deseaba saber cuál iba a ser el alcance del desastre.
Galeno se detuvo un instante antes de subir a la barca que debía llevarlo de regreso a la nave imperial.
—Muchos, centurión. Aunque tu rápida reacción ayudará a que sean algunos menos. Que separen a los enfermos en tiendas diferentes a las de los sanos y que solo un pequeño grupo cuide de los que están mal. Pronto no podrán valerse por sí mismos. Y que ese grupo de cuidadores se relacione lo menos posible con el resto de las tropas. Hablaré con el emperador y él decidirá si tomamos más medidas, pero por el momento haced lo que digo. ¿Han quedado claras mis instrucciones?
Décimo asintió.
Nave imperial 21 de enero, hora prima 200 d. C.
Aunque Galeno regresó al barco en la secunda vigilia de la noche, decidió esperar hasta el amanecer para solicitar audiencia con el emperador. En parte porque estaba agotado, en parte porque necesitaba aclarar sus ideas. De nuevo se las veía con la enfermedad más terrible que había encontrado en toda su larga vida y quería intentar poner en orden todas sus experiencias pasadas, desde Aquilea hasta Roma, desde las fronteras del norte del Imperio hasta las calles de la capital, calculando los miles de casos que atendió, todas las personas que vio morir lentamente, las pocas que se salvaron... Todo un largo periplo mental para intentar, esta vez, dar con alguna clave que le permitiera detener el avance de aquel mal tan silencioso como mortífero.
Por mucho que pensó, no dio con solución alguna.
El amanecer llegó y Septimio Severo recibió a Galeno con el semblante tenso, como este imaginaba que tendría el emperador tras haber leído el mensaje que le había remitido al augusto explicando lo que estaba pasando. El emperador estaba acompañado por su esposa, Julia, y por el prefecto del pretorio Plauciano. Saturnino, el segundo jefe del pretorio, estaba en el campamento militar de la orilla. Ambos se turnaban en el mando del pequeño ejército de escolta imperial.
—En tu mensaje dices que es el mismo mal que diezmó las tropas de Marco Aurelio en Aquilea —empezó Severo con voz vibrante— y que luego se extendió por toda Roma y por gran parte del Imperio matando a centenares de miles.
—Así es, augusto —confirmó Galeno con rotundidad, sin dejar margen alguno a una posible mala interpretación suya de los síntomas de los legionarios enfermos—. Pero diezmares una palabra demasiado positiva que implica que murieron uno de cada diez hombres. En Aquilea fallecieron cuatro o cinco de cada diez legionarios y en Roma, al menos, tres de cada diez habitantes. Hasta los dos coemperadores, primero el divino Lucio Vero y luego el divino Marco Aurelio, murieron por esta misma enfermedad.
El cuadro descrito por el médico era tan devastador que durante un rato, nadie dijo nada.
—Supongo que no existe la posibilidad de que estemos ante otra enfermedad distinta, ¿verdad? ¿No puedes estar errado? —se atrevió a preguntar la emperatriz, pero con voz suave, con tanto tiento que ni siquiera la soberbia ni el orgullo de Galeno se sintieron ofendidos. En el fondo era normal que todos quisieran imaginar que estaba equivocado. Él mismo, por primera vez en su vida, se alegraría de estarlo.
—Mucho me temo que no me equivoco, augusta. Luché contra aquella peste durante años y examiné a miles de enfermos. Las llagas, los síntomas y, sobre todo, esas terribles costra en las que desemboca la enfermedad en su fase más dura son algo que no puedo quitarme de la mente ni un día de mi vida. Estamos ante la misma plaga. Es cierto, no obstante, que hubo luego otros brotes y que, en ocasiones, la peste se muestra menos virulenta, pero como médico mi obligación es advertir de lo peor que puede ocurrir.
Severo levantó la mano. Necesitaba silencio para pensar. Su magnífico viaje de placer por el Nilo estaba terminando en un desastre cuyas dimensiones aún estaban por determinar. Tenía que obrar con inteligencia para minimizar el impacto de la enfermedad. Tenía que pensar como un auténtico emperador. No tardó mucho en decidir y bajó la mano.
—Veamos, médico —empezó Severo; todos escuchaban atentamente, incluido el propio aludido—. El divino Marco Aurelio, al que todos admiramos y respetamos por su clarividencia en el pasado gobierno del Imperio, decidió dejar en tus manos la lucha contra aquella peste; y el Imperio, aunque con enorme sufrimiento, sobrevivió a aquella maldición. Es evidente, además, que de todos nosotros eres el que más sabe sobre este mal y el que más ha combatido contra él. Si lucháramos contra guerreros indómitos de Etiopía o si hubiera un levantamiento general en Egipto, por todos los dioses, sería yo el que me pondría al frente de mis tropas para resolver el asunto y no dudaría en luchar en primera línea si ello fuera necesario, tal y como hacía el divino Trajano y como he hecho yo mismo en más de una ocasión. Pero contra este enemigo silencioso eres tú el que más sabe y a tu consejo me someto. Dinos, pues, a tu entender y con tu experiencia, qué puede y debe hacerse para atajar el avance de esta peste.
Galeno hizo una reverencia ante el augusto antes de responder.
Hasta aquel día había tenido a Severo por hombre vanidoso en extremo, pero que en tiempos de crisis tan grave supiera identificar que alguien podía estar por encima de él a la hora de decidir lo sorprendió positivamente. Galeno asintió y en su réplica procuró proporcionar al emperador de Roma y a todo el Imperio el mejor servicio que estaba en su mano.
—Augusto, hemos de asumir que va a haber muertos. Quizá muchos, pero la peste se ha detectado pronto y estamos en un lugar apartado de pueblos y ciudades habitadas. Creo que podemos minimizar este nuevo brote de la gran peste.
—Te escucho, médico —dijo Severo, inclinado hacia delante en su sella curulis.
—Bien. Sea. Veamos, augusto —continuó el médico griego-; hay que dejar de interactuar con las tropas que hay en la ribera. La flota imperial debe dejarse llevar por la corriente del Nilo y alejarse unas treinta millas de este lugar. Quizá algo más. No sabemos bien por qué se inicia la peste, pero lo razonable es tomar distancia con el punto donde se origina. Luego, el campamento de tierra puede levantarse y también alejarse de donde está, también en dirección norte, de regreso hacia el corazón de Egipto. Pero hemos de detenernos todos y no seguir la ruta de regreso hacia Alejandría hasta que hayamos verificado que la enfermedad desaparece de entre nosotros. Esto es clave. Si retomamos con enfermos a Alejandría, una ciudad inmensa y con comunicaciones con todo el Imperio, es muy posible que lapeste vuelva a extenderse por todas las provincias y sea una nueva catástrofe de la que no sé si conseguirá recuperarse Roma. Augusto, el divino Marco Aurelio, cómo decirlo... —Era complicado, incluso para Galeno, decir lo que iba a decir a un emperador sobre otro emperador—. El divino Marco Aurelio tuvomiedo en Aquilea y salió de allí con una escolta de soldados supuestamente sanos, pero luego la enfermedad se extendió por toda Roma. No digo que fuera el propio emperador el que llevara la enfermedad desde Aquilea hasta Roma con su escolta. Mucha más gente emigró del norte al sur de Italia huyendo de la enfermedad antes de que el ejército pudiera controlar las calzadas, pero lo que quiero subrayar es que aquí estamos prácticamente solos y que si todos siguen mis órdenes... —Galeno se detuvo en seco; tragó saliva y se corrigió con rapidez—. si todos siguen mis consejos, augusto, incluso el propio emperador, puedo asegurar que la peste se quedará aquí. Lo que no puedo asegurar es cuántos de nosotros sobreviviremos.
Severo cabeceó afirmativamente.
Galeno vio que la predisposición del emperador a colaborar en la erradicación de aquel mal sin huir hacia el corazón de Egipto era total y siguió entonces dando las instrucciones que había comentado ya al centurión Décimo con relación a la forma de aislar a los legionarios enfermos dentro del campamento.
—Todo debe hacerse según dice el médico —dijo Severo mirando a Plauciano cuando Galeno había terminado con todas sus explicaciones.
El jefe del pretorio asintió. A él no le gustaba someterse al criterio de nadie, pero reconocía en su interior, como había hecho ante todos los presentes el propio Severo, que en aquella crisis, Galeno era quien más sabía.
—Insisto en que se separen las ropas de los enfermos, sus mantas y sábanas de las de los legionarios sanos. No sé exactamente cómo se propaga esta peste, pero tengo claro que cuanto más aislemos a los enfermos, y todo lo que está en contacto con ellos, del resto, mejor.
El emperador miró a Plauciano una vez más y no hizo falta que dijera nada. El jefe del pretorio salió para dar cumplimiento a todo lo estipulado por el médico griego.
—Yo revisaré a los enfermos regularmente —dijo entonces Galeno mirando al emperador—y me mantendré alejado de la nave imperial, augusto.
Severo sintió entonces la mano de Julia apretando su muñeca ligeramente como clara muestra de que deseaba decir algo.
El emperador la miró. Su esposa no solía solicitar permiso, para intervenir en un consilium angusti, y menos en uno improvisado como había sido aquel cónclave. El hecho de que ella le pidiera permiso subrayaba que la propia emperatriz interpretaba que estaban ante una crisis como nunca antes habían tenido.
—Habla si lo deseas —le dijo Severo a su esposa.
Julia se dirigió a Galeno.
—Como bien ha dicho mi esposo, eres, médico, de todos nosotros, la persona que más sabe de esta enfermedad. ¿No es ilógico que te arriesgues estando en contacto constante con los enfermos? Si te perdemos, no tendremos a quién recurrir para darnos consejo. Envía a otros a examinar a los enfermos y que te informen de sus síntomas.
Galeno miró fijamente a la emperatriz.
—Esta plaga, augusta, no me ataca a mí. Nunca lo hizo en el pasado y no creo que vaya a hacerlo ahora.
—¿Y por qué es eso? —inquirió la emperatriz con infinita curiosidad a la par que admiración y sorpresa compartidas con el propio Severo—. ¿Por qué una enfermedad que es capaz de acabar con centenares de miles de soldados, hombres y mujeres y niños de todas las edades se muestra incapaz de afectarte a ti?
Galeno de Pérgamo inspiró profundamente antes de admitirlo que para él era uno de los mayores misterios médicos que había encontrado en toda su vida:
—No lo sé, augusta. Si supiera qué hay en mí que hace que la peste no me afecte, podría salvar a miles de personas, a millones, pero por mucho que he pensado y leído sobre el asunto, por mucho que he investigado, revisando los escritos de Tucídides, que describe la peste que asoló Atenas, o de Arístides, que da todos los detalles de la peste de Esmirna, y por más que he pensado en ello, sigo sin saber por qué no me afecta la peste. Lo único que puedo decir a la emperatriz es que no ha de temer por mi vida. Casi desearía que ese peligro existiera y que la peste pudiera acabar conmigo, augusta, cuando me veo impotente ante tanto dolor, pero es como si los dioses se divirtieran haciéndome sobrevivir rodeado de miles de personas a las que no sé curar.13
13. La peste antonina y los brotes que surgieron posteriormente eran probablemente la forma más agresiva de la viruela, pero que entonces solía denominarse peste de forma genérica. La explicación científica de por qué Galeno era inmune a la plaga o peste de la antigüedad está detallada en la nota histórica al final de Y Julia retó a los dioses, apartado que, no obstante, es mejor no leer hasta concluir la lectura de la novela. Pero hay una razón científica para esta inmunidad de Galeno a la viruela que, por supuesto, él no podía discernir en aquel momento por falta de datos que solo se tendrían partir del siglo xix.
Todos los presentes miraban con los ojos muy abiertos al médico griego. Fue el emperador el que habló, al fin, diciendo que la reunión había terminado y se dirigió al capitán de la trirreme para que iniciara las maniobras para navegar en dirección norte, dejándose llevar por la corriente del Nilo, tal y como había propuesto Galeno.
El cónclave se disolvió con rapidez, pero Julia se acercó al médico, que se encaminaba a babor para embarcarse en el bote que debía conducirlo a tierra.
—¿Y los niños? —preguntó Julia—. ¿Hay algo que pueda hacerse para prevenir que se les contagie esta horrible enfermedad?
Galeno observó en la mirada de la emperatriz, por primera vez en mucho tiempo, una genuina preocupación de madre, algo nada común en ella. Así que, después de todo, de tanto luchar por el poder sin descanso, de guerras y batallas, magnicidios y ejecuciones, rebeliones y castigos, la emperatriz también tenía ese instinto tan común en tantas mujeres de, por encima de cualquier otra cosa, cuidar de sus hijos.
—Leche —dijo el veterano médico—. Leche de vaca.
—¿Leche? —preguntó la emperatriz arrugando la frente, Había esperado algún tipo de antídoto especial y específico de compleja elaboración y no algo tan común y relativamente sencillo de obtener, pues, aunque estuvieran navegando, en uno de los barcos de la flota había ganado de todo tipo con la finalidad de que el emperador y su familia pudieran disfruta de carne de cabra, ternera o cerdo cuando lo desearan, además de leche de diferentes tipos y queso y otros alimentos frescos.
—Observé en el pasado que la leche de vaca parecía proteger a mujeres y niños contra la enfermedad —se explicó Galeno. No tenía claro si era la leche en sí misma o el contacto con los grandes animales lo que protegía contra la peste, pero era cuanto podía ofrecer a la emperatriz.
—Gracias —dijo Julia y dejó que el médico de Pérgamo subiera al bote.
La emperatriz lo vio alejarse en dirección a la ribera, allí donde se levantaba el campamento militar. De pronto observó que otro bote ya había llegado a la orilla y distinguió, con su muy buena vista, que la barca que había alcanzado primero la ribera era la que portaba a Plauciano. A Julia le extrañó aquel interés del jefe del pretorio por llegar antes que nadie a la orilla para poner en marcha las instrucciones de Galeno; Plauciano no era hombre de acudir a primera línea de combate, pero en aquel momento, preocupada por proteger a sus hijos, no le dio importancia al suceso y se dirigió veloz a los esclavos para que trajeran toda la leche de vaca que pudieran de la embarcación dondese transportaba el ganado.
Campamento romano en la ribera derecha del Nilo Febrero de 200 d. C.
Los dos jefes del pretorio, Plauciano y Saturnino, fueron transmitiendo las instrucciones de Galeno para que todo se organizara según lo que el médico había estipulado: primero se trasladó el campamento varias millas más al norte, para alejarse un espacio prudencial del punto donde se había originado la peste, pero sin avanzar demasiado, para no aproximarse a zonas pobladas de Egipto.
Una vez levantada la nueva fortificación, se estableció un valetudinarium especial solo para los legionarios que contraían la enfermedad. Todas las ropas de los enfermos y de los que iban muriendo, pues pronto empezaron los fallecimientos, quedaban apartadas, así como sus mantas, utensilios de cocina, armasy cualquier objeto con el que hubieran tenido contacto.
Los dos jefes del pretorio actuaron de forma colegiada y coordinada. Saturnino, de hecho, se vio sorprendido por la facilidad con la que resultaba trabajar con un Plauciano contra quien muchos le habían advertido, indicándole que era demasiado engreído y poco amigo de compartir los privilegios de su posición como jefe del pretorio como para poder trabajar con él de forma conjunta.
—No sé si las cosas marchan bien o mal —dijo un día Saturnino a su compañero en la jefatura del pretorio.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Plauciano.
—Que han muerto casi un centenar de legionarios, pero el médico griego parece satisfecho. Dice que a estas alturas en Aquilea habría muerto ya más del doble de esa cantidad. No sé qué pensar.
—Ya, por Júpiter—dijo Plauciano—. Se hace difícil aceptar que tantos muertos puedan ser incluso algo bueno.
Se hizo el silencio entre los dos.
Estaban frente a frente junto al praetorium de campaña. El emperador no venía al campamento. Él y toda la familia imperial permanecían en la trirreme que los transportaba por el río, anclados a varias millas del campamento.
—Llevas el uniforme muy sucio, ¿no? —dijo Plauciano como si buscara cambiar de tema para no pensar en la peste y en todos los buenos legionarios cuyas vidas estaba cercenando sin piedad y sin que aún se viera un fin a aquella pesadilla.
Plauciano había observado aquel detalle hacía tiempo, pero había esperado unos días antes de hacer aquel comentario. Uno pensaría que por falta de confianza o de familiaridad con su colega en la prefectura de la guardia.
Pero no.
En realidad, había esperado hasta tenerlo todo preparado.
Y ahora ya lo tenía todo dispuesto.
—Sí, es cierto —aceptó Saturnino algo avergonzado—. Iba a encargar un nuevo uniforme limpio al acceder al puesto de jefe del pretorio, pero entre el viaje por el Nilo que tanto se ha alargado y ahora la peste, no he tenido ocasión de resolverlo, Tendrás que sufrir compartir la jefatura de la guardia con este desarrapado —dijo Saturnino, e inició una risa a la que Plauciano pareció unirse de muy buena gana.
Cuando terminaron las carcajadas, Plauciano se dirigió de nuevo a su colega.
—Yo tengo algún uniforme nuevo y sin estrenar. Siempre he tenido alguno de reserva y somos de la misma estatura y complexión. Si quieres puedo hacer que un esclavo te lo lleve esta noche a tu tienda.
Saturnino miró a Plauciano y parpadeó.
—De acuerdo. Es... curioso —añadió.
—¿Qué es curioso? —preguntó Plauciano intrigado.
—Por Júpiter, todos me habían puesto en guardia contra tu supuesta altanería y yo lo único que veo es que trabajamos bien juntos y, además, eres... generoso.
—No creas... —opuso Plauciano—: es más bien que no quiero que mi compañero sea un desarrapado, como tú mismo decías hace un momento. —Volvió a reír y Saturnino lo acompañó ahora también en la nueva carcajada.
A los dos les hacía falta reír en medio de tanto desastre. Todos, sin excepción, vivían además en el constante miedo de contraer la peste. La enfermedad no entendía de rangos. Ya se llevó en el pasado a un par de emperadores. Podía acabar con cualquiera. Las risas eran un buen relajante.
—Te acepto el uniforme, pero te lo pagaré —dijo, al fin, Saturnino, cuando acabaron con las carcajadas.
—De acuerdo. Si eso te hace sentir mejor... —apostilló Plauciano, al tiempo que ponía una mano en el hombro de su colega—. Eres un buen hombre. Voy a ver al médico griego. Esta noche haré que te entreguen el nuevo uniforme.
Y echó a andar.
Saturnino se quedó mirando a aquel hombre, el brazo derecho del emperador, a quien tantos consideraban tan engreído y ambicioso, y concluyó que la gente hablaba sin realmente saber.
Tienda de Plauciano Esa noche
Opelio Macrino entró en la tienda.
Plauciano estaba sentado, bebiendo algo de vino y, como era su costumbre, con una esclava egipcia joven atendiéndolo en todo momento.
—¿Los tienes? —preguntó el jefe del pretorio.
Macrino miró a la esclava.
—Sal —dijo Plauciano a la muchacha y esta los dejó solos.
—Sí, los tengo —admitió Macrino.
—¿Pertenecen a muertos? No me vale solo que hayan enfermado. Quiero que sea de legionarios que hayan fallecido. No podemos desperdiciar esta oportunidad. Luego, en Roma, todo será más difícil. Estos son el momento y la circunstancia perfectos. Esta peste que a todos asusta puede terminar siendo una bendición para nosotros, Opelio.
—Pertenecen a dos legionarios que han muerto —confirmó Macrino—; y, según me dicen, perecieron con mucho dolor.
—Mejor —dijo Plauciano y sonrió—. Si sufre, mejor. —Y miró a Macrino—. Pues ahí está el uniforme que le tengo prometido a Saturnino. Ya sabes lo que hay que hacer.
—Una esclava coserá refuerzos en el interior del uniforme nuevo de prefecto de la guardia que me entregas con telas extraídas de las túnicas de los soldados muertos. Y, al amanecer, otro esclavo llevará el uniforme con esos añadidos a Saturnino. La esclava y el esclavo serán... eliminados. Me ocuparé personal mente de todo.
—Veo que lo tienes claro. Pues a trabajar. Y manda que regrese mi esclava egipcia cuando salgas. No uses a esa joven. Me gusta.
—De acuerdo, clarissimus vir —dijo Macrino, que, veloz, tomó con ambas manos el nuevo uniforme y salió de la tienda de su superior.
Valetudinarium de los enfermos de peste Dos semanas más tarde
Galeno estaba de espaldas a la puerta, sentado en un pequeño taburete, examinando las costras de otro de los enfermos, cuando oyó la voz de uno de los nuevos tribunos de la guardia.
—Te necesitamos, medicus.
Galeno se giró y reconoció a Opelio Macrino, que de la caballería de una de las legiones había pasado a tribuno de la guardia imperial. Un hombre que iba ascendiendo con rapidez. ¿Demasiada?
—¿Qué ocurre? Estoy trabajando.
—Hay otro enfermo.
—Eso no es noticia, tribuno. Aquí tengo diez más que han entrado en el valetudinarium hoy mismo.
Y Galeno iba a darse la vuelta cuando el tribuno precisó algo más su información.
—El que ha contraído la peste ahora es el vir eminentissimus Saturnino.
Galeno suspiró. El nuevo jefe del pretorio enfermo. Eso era serio.
—De acuerdo. ¿Dónde lo tienen?
—Está en su tienda.
Galeno se levantó despacio y negó con la cabeza.
—No, no podemos hacer excepciones o todo se vendrá abajo. Han de traerlo aquí y aquí lo atenderé. Y si está en mi mano lo salvaré —pero añadió con impotencia—, aunque todo depende más de los dioses que de mi pericia. Es como si Apolo, el dios de las enfermedades, quisiera cebarse en nosotros.
—De acuerdo —respondió Macrino en referencia a la primera parte de los comentarios del médico sin atender a sus consideraciones sobre las divinidades, en las que él, por cierto, no creía demasiado. El tribuno salió del hospital militar para disponerlo todo de modo que trajeran a Saturnino al valetudinarium de los contaminados por peste.
—Sí. todo depende de los dioses —repitió Galeno hablando en voz baja para sí mismo—. Si al menos supiera por qué yo no enfermo..., podría curar a tantos. ¡A tantos! —Y dio un puñetazo con rabia en la pequeña mesa que tenía a un lado.
Nave imperial, en el curso del Nilo Quince días más tarde, marzo de 200 d. C.
-Saturnino ha muerto —anunció Severo con tono grave.
La voz de su esposo la sorprendió mientras leía un libro de Plutarco.
—¿Cuándo, cómo? —preguntó Julia.
—Enfermó y falleció en pocos días. Galeno no pudo hacer nada.
—Ya —aceptó la emperatriz dejando el papiro en un lado del triclinium. No dijo más porque había varias ideas que se estaban cruzando en su mente al mismo tiempo: por un lado el hecho de que, de nuevo, solo había un jefe del pretorio; Plauciano volvía a tener todo el poder de la guardia imperial; también pensó en que se debería nombrar a un sustituto de Saturnino lo antes posible y el nombre de Quinto Mecio vino a su cabeza el primero. Finalmente, Julia se alegró de no haber propuesto antes a Mecio. Algo le decía que, si este hubiera ocupado el puesto de Saturnino, quizá el fallecido ahora sería el actual praefectus Aegypti.
Esto la hizo meditar más.
A lo mejor que su esposo nombrara a Mecio nuevo jefe del pretorio no sería buena idea. Especialmente si Plauciano había tenido algo que ver en la muerte de otro hombre honesto y leal a su esposo. Era más inteligente salvaguardar a los leales, manteniéndolos alejados de Plauciano, a la espera del momento adecuado para recurrir a ellos...
—No dices nada —comentó Severo algo sorprendido ante el largo silencio de su esposa.
—No sé bien qué decir. Por El-Gabal, es una pérdida lamentable. Todo lo que está ocurriendo con esta maldita peste lo es —añadió exasperada.
—Galeno me ha informado esta misma mañana de cómo va todo, e insiste en que, pese a la muerte de Saturnino, el número total de nuevos enfermos y de fallecidos está decreciendo. Es de la opinión de que lo peor ha pasado. Me pide un mes más para decidir si regresamos ya sin nadie enfermo. Un mes o dos. No ha podido especificar, pero parecía optimista. Eso sí, lo de Saturnino es una lástima. Además de leal, parecía entenderse bien con Plauciano. El propio Plauciano me ha manifestado su pena por lo ocurrido y estaba muy afectado. Habían congeniado.
Julia se limitó a sonreír lacónicamente.
Camara de la emperatriz Esa misma noche
Lucia estaba deshaciendo el peinado de la augusta de Roma.
—Llama a Calidio y déjame a solas con él —dijo la emperatriz.
—¿No acabo de deshacer el peinado antes, mi ama? —preguntó Lucia algo extrañada por aquella petición en medio de la noche.
—No. Haz lo que digo y hazlo ya.
—Sí, mi ama.
Calidio, reclamado por Lucia, llegó en seguida a la cámara de la emperatriz.
—¿Qué desea la augusta?
Julia lo miró fijamente a los ojos. El, de inmediato, bajó la mirada.
—Calidio, tú estás contento de que intercediera para que compráramos a Lucia y así facilitarte que te pudieras desposar con ella y vivir juntos, ¿cierto?
—Sí. le estoy muy agradecido al ama. Mucho.
—Bien. —Y guardó silencio unos instantes hasta que formuló una petición muy concreta—. Ahora no puedes hacer lo que te voy a pedir porque no se permite a ninguna persona de la nave imperial contactar con nadie del campamento de la ribera, pero cuando el asunto de la peste termine y puedas moverte por el barco y por el campamento del ejército en tierra, quiero que des con los que fueran esclavos de Saturnino, si es que siguen vivos.
—Sí. mi ama.
—Y cuando des con ellos, quiero que averigües todo lo relacionadocon los días en los que su amo enfermó. Quiero saber si huboalgún cambio en sus actividades o en sus costumbres. Cualquier cosa, por trivial que parezca, que fuera diferente a los días anteriores. ¿Me has entendido?
—Sí. mi señora —respondió Calidio con claridad.
—De acuerdo. Sal ahora y llama a Lucia y... una última cosa: de esto no digas nada a nadie.
—No, mi ama. —Pero, de pronto, Calidio tuvo una duda—: ¿Ni al emperador?
Julia sonrió.
—A ver, Calidio, cuando quisiste que se comprara a Lucia para casarte con ella, ¿a quién recurriste: al emperador o a mí?
Calidio comprendió el mensaje.
—No hablaré de esta conversación con nadie, mi ama. Voy en busca de Lucia.
Julia mantuvo la sonrisa. Calidio era inteligente, al menos para lo que se podía esperar de un esclavo. Estaba intrigada sobre si conseguiría averiguar algo. A veces pensaba que quizá su animadversión visceral contra Plauciano la hacía juzgarlo como autor y origen de todos los males que los rodeaban. Quizá, después de todo, aunque Plauciano fuera un miserable, Saturnino podía haber, simplemente, enfermado por cualquier motivo fortuito, como les había ocurrido a tantos otros.
Navegando por el Nilo Dos meses después, mayo de 200 d. C.
Severo había conseguido su victoria más silenciada. En aquel tiempo, sobrevivir a una enfermedad y además, por encima de todo, haber controlado que se extendiera por todo el Imperio no parecía nada glorioso y, sin embargo, probablemente fue lo más admirable que hizo Severo en toda su existencia. Pero derrotar una plaga no daba gloria ante el Senado ni ante el pueblo.
En su cabeza, no obstante, lo que surgía era el sueño de un gran arco triunfal erigido en el centro mismo del foro que celebrara todas las vidas que había arrebatado a miles de partos en su victoriosa campaña en Oriente.
Julia, más sosegada al ver que la pesadilla de la peste había terminado, paseaba por la cubierta de la trirreme imperial con aire distraído, relajándose en medio de la dulce brisa que acariciaba la superficie de aquel río tan hermoso como repleto de misterios y, cuando quería, de experiencias terribles. En su curso uno podía encontrar lo más hermoso, pero, también, lo más mortífero, como sus famosos cocodrilos o, como habían comprobado, incluso la peste. Y, sin embargo, ahora que retornaban y navegaban plácidamente sobre sus aguas, los últimos meses solo parecían un mal sueño. Uno al que Julia no quería retomar.
-Mi ama.
Julia se giró y vio a Calidio, que, mirando al suelo de la cubierta, se había situado a su lado.
-Sí, dime.
Calidio miró a un lado y a otro. El emperador estaba en el puente de mando departiendo con el capitán de la nave; los hijos del matrimonio imperial descansaban en el interior del buque y los pretorianos se encontraban a una distancia prudencial de la augusta de Roma. Calidio se sintió entonces lo suficientemente seguro como para hablar.
El ama me pidió que cuando terminara todo esto de la peste hiciera preguntas sobre los días en que el vir eminentissimus Saturnino enfermó.
—Así es —respondió Julia interesada por algo que ya casi había olvidado—. ¿Has averiguado algo?
-Nada, mi señora. Lo siento. El vir eminentissimus Saturnino se comportó en los días anteriores a caer enfermo como solía. No entró en el valetudinarium de los que ya estaban enfermos. Allí solo accedían Galeno y los que él había seleccionado como cuidadores y que también permanecieron separados del grueso de las tropas. Los esclavos que sirvieron al prefecto Saturnino, dos de los que han sobrevivido, porque uno enfermó también y falleció, no han sabido identificar absolutamente nada extraño, ningún cambio en las acciones de su amo durante aquellos días. Nada de nada.
-Nada de nada —repitió Julia entre dientes y frunciendo el ceño. Al final, todo, en esta ocasión, habían sido imaginaciones suyas. Conjeturas fruto de sus prejuicios contra Plauciano. Tenía que controlar su odio al prefecto amigo de su esposo o perdería la capacidad de evaluar los acontecimientos con la necesaria frialdad y equilibrio para saber qué era lo correcto en cada momento para preservar la dinastía por la que tanto había luchado aquellos años. Tenía que saber distinguir las auténticas traiciones de sus propias fantasías.
—Nada de nada, mi ama —insistió Calidio—. Por decir algo, al final uno de los esclavos me comentó que lo único diferente es que en esos días el vir eminentissimus Saturnino estrenó un uniforme nuevo. Eso es todo.
Julia Domna asintió, pero muy lentamente.
—¿Un uniforme nuevo?
—Sí, mi señora. Se ve que el otro estaba en mal estado. Se lo proporcionó su colega, el vir eminentissimus y clarissimus Plauciano. Siento no haber encontrado nada, mi ama.
La emperatriz sonrió a su esclavo y, excepcionalmente, miró a los ojos.
—Me has servido bien, Calidio. Ahora puedes retirarte.
—Gracias, augusta. —Y el esclavo, atriense de la familia imperial, se alejó de la emperatriz contento de no haber defraudado a su señora, aunque no sabía cómo podía haberle servido nada de lo que había dicho. Bueno, eso no era exacto. Calidio tenía alguna intuición, pero como era un esclavo inteligente, sabía que ciertas ideas no debían tener lugar en su cabeza. Las intrigas por el poder en la familia imperial y en todos los que estaban próximos a ella no debían ser centro de sus ideas. Su labor era cumplir las instrucciones de sus amo y cumplirlas bien. Así había sobrevivido muchos años y así seguiría actuando.
Julia se quedó sola mirando de nuevo hacia el Nilo. Para ella sí que era central discernir qué estaba pasando en la corte imperial. Y lo tenía muy claro: Plauciano entrega un nuevo uniforme a Saturnino y, a los pocos días, Saturnino enferma y muere. Otra de las casualidades que siempre beneficiaban a Plauciano.
Cualquier otra persona habría tomado lo sucedido en el asedio de Hatra, primero, y lo acontecido en Egipto, después como un aviso para replegarse en sí misma y no intervenir más para oponerse al creciente poder de Plauciano.
Cualquier otra persona.
Pero Julia no era cualquier otra persona. Y para ella, el asesinato secreto de Leto, enmascarado en accidente pero identificado por Galeno sin ningún género de dudas como un crimen premeditado, y, a continuación, la muerte de Saturnino, constituían una declaración de guerra en toda regla por parte de Plauciano.
Eso sí: una guerra sin legiones.
Una guerra silenciosa.
La peor guerra.
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Papiniano dudó. Quinto Mecio, siempre más atento y más eficaz en la respuesta a lo que se le pedía, y más si la que demandaba algo era la emperatriz, desenfundó su gladio, le dio la vuelta y, cogiéndolo de la punta, lo acercó con la empuñadura hacia Julia. Sin preguntas. Con esa fe ciega del servidor que está deslumbrado por su superior. Mecio hacía tiempo que ya no se planteaba que Julia Domna fuera mujer. Esto es, a la hora de dar órdenes, pues en ella veía una capacidad de mando como no había observado nunca ni en el más experimentado militar. En momentos de más calma, no obstante, sí que la veía como mujer. Y como tal, también la admiraba, la ansiaba, la deseaba... en secreto, sin atreverse nunca a poner palabras a sus deseos prohibidos, imposibles por la infinita distancia que separaba a una augusta de un simple pretoriano, por muy prefecto de la guardia que hubiera llegado a ser.
El arma estaba ofrecida.
La emperatriz cogió la espada y la blandió con energía girando sobre sí misma con el brazo extendido. Todos se apartaron. Incluidos sus hijos. La arrojó entonces con saña sobre el mapa y allí quedó, cruzada en medio del azul que simbolizaba el Mare Internum del Imperio.
—Habéis encontrado el medio de repartir la tierra y el mar. Y es cierto que el Ponto separa los continentes, pero ¿cómo ibais a repartir a vuestra madre? ¿ Y cómo, mísera de mí, sería yo partida y distribuida entre cada uno de vosotros ? Matadme, pues, y que cada uno separe su parte y la entierre en su territorio. Así también sería yo dividida entre vosotros, lo mismo que la tierra y el mar.30
30. Literal de Herodiano, Historia del Imperio romano después de Marco Aurelio, IV, 3. Traducción según versión de Paloma Aguado con pequeñas modificaciones por parte del autor de la novela.
No pienso irme ni con uno ni con otro ni pienso seguir viva para ser testigo de esta sinrazón si es que, al fin, lleváis adelante el dislate de partir el Imperio.
El silencio se podía inhalar al respirar.
Ninguno de los coemperadores se movía para tomar el arma de Mecio.
—¡Coged esa espada y partidme a mí también en dos, como habéis hecho con todas las provincias! -les insistió su madre-.¡Cortadme en dos y luego elegid con qué pedazo se queda cada uno de vosotros! Porque esta división del Imperio será solo sobre mi cadáver.
Quinto Mecio, desarmado, miró a su derecha. Uno de hombres lo comprendió y le entregó una espada. El prefecto quería estar preparado por si alguno de los dos augustos acercaba a la espada que seguía sobre el mapa.
El emperador Antonino bajó, por primera vez en toda aquella mañana, la mirada. El augusto Geta, también por primera vez en mucho rato, hizo el gesto contrario, levantando los ojos para mirar la espada. Engullía saliva. Antonino, también.
Todos permanecieron inmóviles durante unos instantes que en la cabeza de los presentes se hicieron eternos, como si tiempo de las horas y los días y los años se hubiera detenido en aquel punto.
Geta, al fin, sus ojos siempre fijos en la espada, se acercó a la mesa, tomó el arma por la empuñadura, la esgrimió con fuerza, apretó los labios, la giró y, al igual que había hecho Quinto Mecio antes, tomándola ahora por la punta, la ofreció de vuelta a su propietario. El jefe del pretorio, a su vez, devolvió rápidamente la otra espada al soldado que se la había dado y recibió entonces, con enorme alivio, el arma que le entregaba el augusto Geta. Nunca antes había enfundado Mecio una espada no usada con tanta felicidad.
—¡Venid aquí! —ordenó Julia dirigiéndose a sus dos hijos.
Reticentes, recelosos, dubitativos, pero se acercaron a ella.
Su madre los abrazó con fuerza, a ambos.
Besó a cada uno en la mejilla.
Separó sus brazos.
Geta, sin decir nada, echó a andar y, seguido por sus pretorianos, abandonó la sala. Su hermano lo imitó, caminando en dirección opuesta, y, en poco tiempo, Antonino también había abandonado la gigantesca estancia del Aula Regia.
Solo Dion Casio se atrevió a poner palabras a los pensamientos de todos.
—La emperatriz ha salvado el Imperio.
—Por ahora —respondió Julia mirando hacia el mapa—.
Por ahora. —Y se volvió hacia Helvio Pértinax y Aurelio Pompeyano, que permanecían quietos y en silencio—: Os advertí de que no os inmiscuyerais en la rivalidad entre los dos coemperadores. Os advertí una vez y vuelvo a hacerlo ahora: si persistís en apovar a Geta en detrimento de Antonino, solo conseguiréis que Antonino se revuelva contra todos, sin excepciones, y entonces ya no podré contenerlo ni controlarlo. Ni yo ni nadie. Pensadlo bien, porque no creo que tenga ocasión de advertiros una tercera vez.
La emperatriz echó a andar entonces hacia la salida del Aula Regia. Su silueta delgada, erguida y segura dejaba tras de sí un halo de vaticinio que hizo que nadie hablara mientras ella, majestuosa, abandonaba la sala imperial de audiencias.
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Otro asunto que ha sido referido a lo largo de la novela con relación a Galeno, pero que no ha sido explicado, ya que él mismo nunca lo comprendió, es la cuestión de por qué el veterano médico de Pérgamo, pese a haber estado en constante contacto con enfermos de peste, nunca se infectara. La teoría más probable, desde el punto de vista de la ciencia moderna, analizando en retrospectiva todos los datos de este curioso fenómeno, explica que Galeno sufrió un proceso de autoinmunización contra esta terrible enfermedad. Una autoinmunización de la que él no pudo ser consciente. Veamos los datos: las denominadas pestes de la época antonina, la que acabó con los emperadores Lucio Vero o hasta el propio Marco Aurelio y que rebrotó, como se cuenta en la novela, en Egipto, no era la peste bubónica de la Edad Media con la que solemos identificar el término peste. Se usaba ese vocablo en la época final del Alto Imperio romano, pero para referirse a brotes muy cruentos y contagiosos de formas muy agresivas de viruela. Sabemos que se trata de este mal y no de otra enfermedad por la muy pormenorizada descripción de los síntomas que el propio Galeno nos aporta de aquellos que eran infectados por la denominada peste. La viruela es una enfermedad infecciosa que consiguió eliminarse mediante vacuna. El investigador Edward Jenner observó en el siglo xviii que las mujeres que ordeñaban las vacas no contraían la viruela. Las vacas pasan con frecuencia una viruela vacuna o bovina que no es agresiva para los humanos pero que, si una persona la contrae, queda inmunizada contra la muy agresiva viruela humana. Jenner propuso entonces inocular a seres humanos con el virus de la viruela de las vacas, consiguiendo el éxito de la inmunización contra la viruela humana. De ahí el nombre de vacuna a las sustancias que se utilizan para inocular a humanos o animales contra diferentes enfermedades infecciosas.
Volviendo a Galeno, se sabe que el médico de Pérgamo, ante la imposibilidad de hacer disecciones en cadáveres humanos, realizó muchísimas disecciones de animales muertos, principalmente perros, gorilas, cerdos y vacas. Es muy probable que el frecuente contacto de Galeno con las vacas muertas, de la misma forma que las lecheras están en contacto con las vacas vivas cuando las ordeñan, hiciera que el propio médico griego contrajera la infección de la viruela vacuna, con su consiguiente inmunización contra la viruela humana que asoló Roma en tiempos de Marco Aurelio y fechas posteriores. Esta sería la explicación científica más plausible para comprender por qué Galeno no se infectaba nunca de la peste, es decir, de la viruela que incluso acabó con emperadores. Su trabajo investigador diseccionando animales lo protegió.
Finalmente, con relación a Galeno, se sabe que estuvo buscando toda su vida algún ejemplar de los libros sobre anatomía de los médicos Herófilo y Erasístrato, que, efectivamente, pudieron hacer disecciones humanas. La existencia de estos libros
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se conoce a través de diferentes referencias a ellos por otros autores, pero nunca se han encontrado. Y no hay constancia de que Galeno llegara a encontrarlos o, si lo hizo, tal y como se cuenta en la novela, no dispuso del tiempo suficiente para dejar constancia por escrito de los diferentes errores de sus descripciones anatómicas, fruto, simplemente, de que solo podía basarse en sus disecciones de animales y no de humanos