WITOLD GOMBROWICZ (1904-1969).
Novelista, cuentista y dramaturgo. Hijo de una familia de terratenientes
empobrecidos que él mismo llamó «familia desarraigada». Este sentimiento de
alienación lo acompañó durante toda su vida. Cuando se inicia la ocupación fascista
se encontraba lejos de su patria, a la que nunca regresaría.
Entre sus obras señalaremos: Diario
del período de adolescencia,
Ferdydurke, Trasatlántico, Diario, Pornografía y Cosmos.
UN CRIMEN PREMEDITADO
En el invierno pasado tuve que visitar a un propietario rural, el señor
Ignacy K., con el fin de resolver algunos asuntos referentes a propiedades. Al
obtener una licencia de unos cuantos días, confié mis asuntos al juez asesor, y
telegrafié: «Martes-6 p.m., por favor enviar caballos.» Llego a la estación y
los caballos no estaban. Hago algunas averiguaciones: mi telegrama había sido
entregado; el destinatario lo había recogido el día anterior en persona. Volens nolens, tengo que alquilar un
primitivo cabriolé y deposito allí mi maletín y mi neceser. En él guardaba una
botellita de agua de colonia, un frasco de Vegetal y una pastilla de jabón con
olor a almendras, una lima y unas tijeritas para 1as uñas. Deambulo por cuatro
horas a través de los campos, de noche, en silencio, durante el deshielo.
Tiemblo bajo mi abrigo urbano, los dientes me castañetean. Observo la espalda
del conductor y pienso: «Arriesgar la espalda de esta manera... Siempre
sentado, frecuentemente en regiones solitarias, con la espalda vuelta hacia los
otros y expuesta a cualquier capricho de quienes se sientan atrás.»
Al final llegamos frente a una villa de madera. Oscuridad, salvo en la
parte superior, donde se veía una ventana iluminada. Golpeo en la puerta; está
cerrada. Golpeo más fuerte. Nada, puro silencio. Los perros me atacan y tengo
que retirarme al cabriolé. Luego, a su vez, el cochero trató de golpear la
puerta.
«No son muy hospitalarios», pienso.
Finalmente, se abre la puerta y aparece un hombre alto y delgado, de unos
treinta años, con bigote rubio, y una lámpara en la mano.
-¿Qué pasa? -pregunta, como si acabara de despertar, mientras mueve la
lámpara.
-¿No han recibido mi telegrama? Soy H.
-¿H.? ¿Qué H.? -me mira-o ¡Que Dios lo acompañe y guíe en su camino! -de
pronto habla despacio, como si hubiese sido tocado por un presagio, sus ojos
escapan hacia los costados, su mano aprieta con más fuerza la lámpara-. Adiós,
adiós, señor, que Dios lo acompañe -y da un rápido paso hacia atrás.
Dije más ásperamente:
-Excúseme, señor. Ayer envié un telegrama en el que anunciaba mi llegada.
Soy el juez de instrucción, el juez H. Deseo ver al señor K. Si no pude llegar
antes, fue porque no me enviaron los caballos a la estación.
Puso la lámpara a un lado.
-¡Oh, sí! -respondió, pensativo, después de un momento y sin que mi tono
pareciera haberle producido ninguna impresión-. Sí, tiene razón; usted envió un
telegrama. Pase, por favor.
¿Qué había sucedido? Sencillamente, como me lo explicó el joven ya en el
salón (era el hijo de mi anfitrión), sencillamente... se habían olvidado por
completo de mi llegada y del telegrama recibido el día anterior por la mañana.
Desconcertado, me disculpé cortésmente por mi invasión, me quité el abrigo y lo
colgué en una percha. Me condujo a una pequeña sala, donde una joven, al
vernos, saltó del sofá con un ligero «ay».
-Mi hermana.
-Encantado.
Y lo estaba verdaderamente, pues el bello sexo, aun cuando no existan
intenciones adicionales, el bello sexo, digo, nunca puede hacer daño. Pero la
mano que me tendió estaba sudorosa. ¿Quién ha oído decir que sea correcto tender
a un hombre una mano sudorosa? Y ese bello sexo, aparte de una cara bonita, era
de esa especie que pudiéramos llamar sudorosa e indiferente, privada de
reacciones, descuidada y no peinada.
Nos sentamos en unas butaquitas rojas, de estilo antiguo, y dio comienzo a
una conversación introductoria; pero incluso aquel primer cambio de impresiones
tropieza con una resistencia indefinible, y, en vez de la deseable fluidez, es
torpe y llena de obstáculos.
Yo: Deben haberse sorprendido al escuchar los golpes en la puerta, a estas
horas.
El1os: ¿Los golpes? ¡Oh, sí! Es cierto.
Yo (cortésmente): Siento haberlos molestado, pero tuve que recorrer los
campos esta noche como don Quijote. ¡Ja, ja!
Ellos (tranquilos, serenos, sin considerar oportuno otorgar a mi broma por
lo menos una sonrisa convencional): ¡Por favor!... Sea usted bienvenido.
¿Qué ocurría? Todo parecía realmente extraño, como si ellos se sintieran
vejados, como si me tuvieran miedo o les preocupara mi presencia, como si se
sintieran avergonzados frente a mí. Hundidos en sus butacas, evitaban mi
mirada; tampoco se miraban entre sí y soportaban mi compañía con el más
evidente fastidio. Parecía que no les preocupara otra cosa que no fueran ellos
y temblaran ante la idea de que fuese a decirles algo que los hiriera. Finalmente,
comencé a irritarme. ¿De qué tenían miedo? ¿Qué encontraban de extraño en mí?
¿Qué clase de recibimiento era aquél? ¿Aristocrático, aterrorizado y arrogante?
Cuando hice una pregunta sobre la persona objeto de mi visita, es decir, el
señor K., el hermano miró a la hermana, y la hermana al hermano, como si se concedieran
la prioridad. Al fin, el hermano carraspeó y dijo clara y solemnemente, como si
se tratara sólo Dios sabe de qué:
-Sí, está en casa.
Fue como si dijera: «El rey, mi padre, está en casa.»
La cena transcurrió también extrañamente. Fue servida con negligencia, no
sin desprecio hacia el alimento, así como hacia mí. El apetito con que,
hambriento como me encontraba, engullí aquellos dones del Señor, pareció chocar
hasta a Szczepan, el majestuoso criado, para no hablar de los hermanos que,
silenciosamente, escuchaban los ruidos que yo producía sobre el plato, y
ustedes saben lo difícil que es tragar cuando alguien está escuchando. A pesar
de todos los esfuerzos, cada bocado pasa por la garganta con un penoso
estruendo. El hermano se llamaba Antoni, la hermana Cecylia.
Luego, de pronto, miro -¿y quién está entrando? ¿Una reina destronada? No,
era la madre, la señora K. Se mueve lentamente, me tiende una mano fría como el
hielo, mira en tomo suyo con una especie de estupor y dignidad y se sienta sin
pronunciar una palabra. Era una mujer rolliza y de baja estatura, casi gorda,
perteneciente a ese tipo de matronas rurales que son inexorables en cuanto a
las normas se refiere, especialmente a las normas sociales.
Me mira con severidad e ilimitada sorpresa, como si tuviese yo alguna frase
obscena escrita en la frente. Cecylia hace entonces un movimiento con la mano,
pretendiendo explicar o justificar algo; pero el movimiento murió en el aire,
mientras la atmósfera se hacía cada vez más densa y artificial.
-Quizás esté molesto por culpa de este viaje tan desafortunado -dijo de
pronto la señora K.
i Y con qué tono lo dijo! Un tono de agravio, el tono de una reina que ha
fracasado al recibir la tercera de una serie de reverencias, y como si comer chuletas
constituyese un crimen laesae maiestatis.
-Aquí tienen ustedes unas chuletas de cerdo excelentes -dije
rencorosamente, pues a pesar de mis esfuerzos, me sentía vulgar, estúpido y
lleno de una confusión que iba en aumento.
-¡Chuletas...! ¡Chuletas...!
-Antoni no ha dicho nada aún, mamá -fueron las palabras que salieron
entonces de la boca de la tranquila, como un conejo, y tímida Cecylia.
-¡Cómo! ¿No lo ha dicho? ¿Cómo? ¿No lo has dicho? ¿Todavía no lo has dicho?
-¿Para qué, mamá? -murmuró Antoni, palideciendo y apretando los dientes,
como si estuviera instalado en la silla del dentista.
-jAntoni!
-Bueno... ¿Para qué? No importa... No te preocupes... Siempre habrá tiempo
para eso -dijo, y se interrumpió.
-Antoni, ¿cómo puedes...? ¿Qué significa eso de que no me preocupe? ¿Cómo
puedes hablar de este modo?
-De nadie es... Es lo mismo.
-¡Pobre hijo! -murmuró la madre, acariciándole el cabello, pero él le quitó
la mano con ruda energía. Mi esposo -dijo secamente, dirigiéndose hacia mí-
murió anoche.
-¡Qué! ¿Murió? ¿Así que esto era...? -exclamé, dejando de comer.
Puse el cuchillo y el tenedor a un lado y tragué rápidamente el bocado que tenía entre los dientes. ¿Cómo
podía ser? La víspera misma había ido a recoger mi telegrama a la estación. Los
miré. Los tres esperaban, modesta y gravemente, esperaban con rostros duros,
severos, impenetrables, y con las bocas apretadas. Esperaban rígidos. ¿Qué era
lo que esperaban? ¡Oh, sí, claro! Debía expresarles mi condolencia.
Fue todo tan imprevisto, que en el primer momento casi perdí el dominio de
mí mismo. Me levanté de la silla y murmuré confusamente algo tan vago como esto:
«Lo siento... mucho... perdónenme.» Me detuve, pero ellos no reaccionaban; no
les parecía suficiente. Con los ojos bajos, las caras inmóviles, sus vestidos
raídos; él, sin afeitar; ellas, desaseadas, con las uñas negras, permanecían
sin decir nada. Me aclaré la garganta, mientras buscaba desesperadamente un
buen principio, una frase apropiada, pero en mi cabeza, ya ustedes deben
conocer esa sensación, se había hecho un vacío absoluto, un desierto, y, entre
tanto, sumergidos en su sufrimiento, ellos aguardaban. Aguardaban sin mirarme.
Antoni tamborileaba con los dedos ligeramente en la mesa; Cecylia deshilaba el
canto de su vestido sucio, y la madre, inmóvil como si se hubiese vuelto de
piedra, con aquella severa, inexorable, expresión de matrona. Me sentí
incómodo, a pesar de que como juez de instrucción había tenido en mis manos
centenares de casos de muertes. Pero era sólo que..., ¿cómo decirlo?, un feo cadáver
asesinado, cubierto con una sábana, es una cosa, y el respetable difunto que
muere por causas naturales y es colocado en un ataúd, es otra muy distinta. Esa
cierta irregularidad (que acompaña a la primera) es una cosa, pero la muerte
honrada, acostumbrada a favores, a buenos modales, la muerte, para decirlo, en
toda su majestuosidad, es otra. Nunca, repito, nunca me hubiera sentido tan
embarazado, de habérmelo explicado todo, desde el primer momento. Ellos también
se sentían incómodos. También estaban asustados. No sé si solamente porque yo
era un intruso, o porque en aquellas circunstancias experimentaban alguna confusión
ante mi personalidad oficial, ante esa cierta actitud positivista que la larga
práctica había desarrollado en mí. Como quiera que fuese la vergüenza de ellos
hizo que yo mismo me sintiera avergonzado de un modo terrible; para decirlo
francamente, me hizo sentirme abochornado fuera de toda proporción.
Mascullé algo referente al respeto y aprecio que siempre había sentido por
el difunto. Al recordar que no lo había vuelto a ver desde nuestros tiempos
estudiantiles, hecho que ellos seguramente conocerían, añadí: en nuestros días
de escuela. Como aún no respondían, y como debía terminar de alguna manera mi
discurso, resumirlo cortésmente, no encontrando nada más que decir, pedí que me
permitieran ver el cadáver; y la palabra «cadáver» produjo un efecto desafortunado.
Mi confusión evidentemente apaciguó a la viuda. Se puso a llorar dolorosamente
y me tendió una mano que besé con humildad.
-Hoy -dijo casi inconscientemente--, durante la noche... por la mañana me
levanto... voy... llamo... Ignacy, Ignacy. Nada; yace allí. Me desmayé... Me
desmayé... Y desde entonces me tiemblan continuamente las manos. ¡Mire!
-¡Mamá, basta!
-Me tiemblan, me tiemblan sin cesar -repite, levantando los brazos.
-Mamá... -vuelve a decir Antoni a su lado.
-Me tiemblan, me tiemblan como ramas temblorosas... -Nadie tiene...
nadie... Es todo lo mismo. ¡Una vergüenza!
Antoni pronuncia estas palabras con brutalidad y sale de repente del
comedor.
-¡Antoni! -grita la madre atemorizada-. ¡Cecylia, ve tras él!
Yo estoy parado y miro las manos temblorosas, sin ocurrírseme nada, sien
tiendo que a cada minuto mi situación era más embarazosa.
-Usted deseaba... -dijo súbitamente la madre--. Vamos, allá... Yo lo
acompañaré.
Aún ahora, al considerar fríamente todo el asunto, creo que en ese momento
yo tenía derecho a un poco de atención y a mis chuletas de cerdo. Por eso pude,
y aun debí haber contestado: «A sus órdenes, señora; pero primero terminaré las
chuletas, porque desde el mediodía no he probado alimento.» Tal vez si le
hubiera respondido de esa manera, el curso de varios acontecimientos trágicos
hubiese sido distinto. Pero, ¿tuve acaso la culpa de que ella lograse
aterrorizarme y de que mis chuletas, así como mi propia persona, me parecieran
tan poca cosa, tan trivial, vulgar, indignas de pensar en ellas? Y me sentía
tan turbado de súbito, que aún ahora me ruborizo al recordar tal turbación.
Mientras subíamos al piso superior, donde yacía el cadáver, ella murmuró
para sí:
-Un golpe terrible... Una sacudida, una espantosa sacudida. Ellos nada
dicen. Son orgullosos, difíciles, inescrutables; no dejan penetrar a nadie en
su corazón, prefieren desgarrarse a solas. De mí tienen todo eso, de mí. ¡Ay!
... Temo que Antoni se haga algún daño. Es duro y obstinado; ni siquiera
permite que me tiemblen las manos. No permitió que tocaran el cuerpo, y, sin
embargo, tuvimos que hacer algo, arreglarlo. No lloró, no lloró en ningún
momento. ¡Oh! ¡Cuánto desearía que alguna vez pudiese llorar!
Abrió la puerta. Tuve que arrodillarme e inclinar la cabeza reverentemente
sobre el pecho, con el rostro grave, mientras ella permanecía a mi lado, solemne,
inmóvil, como si me estuviera exponiendo al Santísimo Sacramento.
El muerto estaba en la cama, tal como había fallecido; lo único que habían
hecho era colocarlo boca arriba. Su cara azul e hinchada indicaba la muerte por
asfixia, tan general en los ataques del corazón.
-Muerte por sofocación -murmuré, ya que claramente advertí que se trataba
de un ataque cardíaco.
-El corazón, señor, el corazón... Murió del corazón...
-¡Oh! Algunas veces el corazón es capaz de ahogar, lo sabe...puede... -dije
lúgubremente.
Ella continuaba en pie, esperando. Me persigné, recé una plegaria y luego
{ella seguía en pie} exclamé en voz baja:
-¡Qué nobleza de rasgos!
Le temblaban tanto las manos que tuve que besárselas de nuevo. Ella no
reaccionó, no hizo ningún movimiento, sino que continuó en pie, como un ciprés,
contemplando tristemente la pared. Mientras más tiempo pasaba, más difícil era
negarse a manifestarle por lo menos un poco de compasión. Así lo exigía la educación
más elemental. Era inevitable. Me puse en pie, innecesariamente quité algunas
motas de polvo a mi traje y tosí levemente. Ella sigue en pie. Rodeada de
silencio y olvido; los ojos, perdidos como los de Niobe; la mirada, cuajada de
recuerdos. Estaba despeinada y mal vestida. Una pequeña gota se deslizó hasta
la punta de su nariz y se columpia, se columpia... como la espada de Damocles,
mientras los cirios humeaban. Minutos después traté de decir algo en voz baja,
marcharme silenciosamente; pero ella saltó como si la hubiese picado algo, dio
unos cuantos pasos hacia adelante y volvió a detenerse. Me arrodillé. ¡Que
intolerable situación! ¡Qué problema para una persona de sensibilidad como la
mía y sobre todo con susceptibilidad! No la acuso, pero nadie podía negar que
en su conducta había maldad. ¡Nadie podría convencerme de ello! No era ella, sino
su maldad, la que insolentemente disfrutaba con mis actos de humildad ante ella
y el difunto.
Arrodillado a dos pasos del cadáver, el primer cadáver que no tenía derecho
a tocar, contemplaba infructuosamente la colcha que lo envolvía hasta las
axilas. Sus manos estaban colocadas cuidadosamente sobre la colcha. Algunas
macetas con flores yacían al pie de la cama, y la palidez del rostro surgía del
hueco de la almohada. Miré las flores y luego el rostro del difunto, pero lo
único que se me ocurrió fue el pensamiento inoportuno, extrañamente
persistente, de que me hallaba ante una especie de escena teatral ya preparada.
Todo parecía dirigido, como una obra de teatro: había allí un cadáver arrogante,
distante, mirando indiferentemente al techo, con los ojos cerrados; a su lado,
la adolorida viuda; y, además, yo, un juez de instrucción, arrodillado, como un
perro furioso al que se le ha puesto un bozal. «¿Qué ocurriría si me acercase,
levantase la colcha y echase una mirada, o al menos tocase el cuerpo con la
punta de un dedo?» Eso es lo que pensaba, pero la gravedad de la muerte me
mantuvo en mi sitio, y el sufrimiento y la virtud me impidieron la profanación.
¡Fuera! ¡Prohibido! ¡No te atrevas! ¡Arrodíllate! ¿Qué pasa? Gradualmente
comencé a preguntarme quién habría preparado tal espectáculo. Yo soy un hombre
ordinario y común que no se presta a semejantes representaciones teatrales...
No debería... «¡Al diablo!», me dije repentinamente, «¡Qué estupidez! ¿Cómo me
puede suceder esto? ¿Tal vez me estoy dando importancia? ¿Dónde he adquirido
esta artificialidad, esta afectación? Generalmente me comporto de manera
diferente. ¿Será que me han contagiado su estilo? ¿Qué es esto? Desde que
llegué todo lo que hago resulta falso y pretencioso, como la representación de
un actor mediocre.
He perdido completamente mi personalidad en esta casa. ¿Por qué me estoy
dando importancia?»
-Hmmm... -murmuré nuevamente, no sin cierta pose teatral, como si una vez
lanzado a aquel juego fuese incapaz de volver a mi estado normal.
«A nadie le aconsejo... A nadie le aconsejo que trate de hacer un demonio
de mí. Soy capaz de aceptar el reto.»
Mientras tanto, la viuda se sonaba la nariz y se encaminaba hacia la
puerta, hablando sola, carraspeando y agitando los brazos.
Cuando, por fin, me hallé en mi habitación, me quité el cuello; pero, en
vez de ponerlo en la mesa, lo arrojé al suelo y comencé a pisotearlo. Sentía
que el rostro me ardía, hacía muecas y mis dedos se me agarrotaron de una
manera para mí completamente inesperada. Ciertamente, me hallaba furioso. «Me
están poniendo en ridículo», me dije. «¡Qué malvada mujer! ¡Qué hábilmente lo
han preparado todo! ¡Quieren que se les rinda homenaje! ¡Que se les bese las
manos! ¡Exigen de mí sentimientos! ¡Sentimientos! ¡Quieren que los acaricie!
Pues bien, supongamos que no me guste todo eso, que no tenga sentimientos.
Supongamos que odie tener que besar manos temblorosas y murmurar plegarias,
arrodillarme, fingir murmullos, unos murmullos horriblemente sentimentales...
Pero, sobre todo, detesto las lágrimas, suspiros, gotas en la punta de las
narices; además, amo la claridad y el orden.»
-Hmmm... -hice para aclararme la garganta, después de un intervalo donde
reflexioné con cautela, como si tratase de pronunciar un discurso-. ¿Quieren
que les bese las manos? Tal vez también debería besarles los pies, pues,
después de todo, ¿quién soy yo frente a la majestad de la muerte y del
sufrimiento familiar? Un agente de la policía, vulgar e insensible, nada más.
Mi naturaleza salió a la luz del día. Pero, hmmm... No sé... ¿No ha sido todo
demasiado apresurado? En su situación yo me hubiese portado más...
modestamente, con un poco más de... cuidado. Porque debieron haber tenido en
cuenta mi carácter malévolo, ya que no mi... carácter privado, entonces...
entonces... al menos mi carácter oficial. Esto es lo que han olvidado. Después
de todo, soy un juez de instrucción y aquí hay un cadáver, y la idea de cadáver
parece evocar algunas veces, no siempre inocentemente, la de juez de
instrucción. Y si consideramos el curso de los acontecimientos desde ese punto
de vista... hmmm... el punto de vista de un juez de instrucción -formulé lentamente-,
¿cuáles serán las consecuencias?
»Pasemos, pues, revista a los hechos: Llega un huésped que,
accidentalmente, resulta ser un juez de instrucción. No le envían caballos, se
resisten a abrirle la puerta. En otras palabras, hacen todo lo posible para que
se sienta incómodo. De aquí se deduce que hay alguien que tiene interés en que
este hombre no penetre en la casa. Después lo reciben con muestras de molestia,
con un desprecio pobremente disimulado, con miedo... Y, ¿quién puede sentirse
molesto, quién puede tener miedo en presencia de un juez de instrucción? Es
necesario mantenerle algo oculto. Y por fin resulta que lo que han ocultado es
un cadáver, muerto por ahogo en una habitación del piso superior. ¡Qué feo! Tan
pronto como el cadáver sale a la luz, emplean todos los medios posibles para
forzarme a que me arrodille, a que bese las manos, con el pretexto de que el
finado murió de muerte natural.
Todo el que quiera llamar absurdo a este razonamiento o aun ridículo (pues,
para ser sincero, no se debe engañar de una manera tan ruda), no debe olvidar
que un momento antes había pisoteado mi cuello con furor. Mi sentido de la
responsabilidad había disminuido. Mi conciencia se hallaba oscurecida por consecuencia
del insulto; es claro que no podría ser del todo responsable de mis acciones.
Mirando siempre hacia adelante, dije con absoluta serenidad:
-Hay algo irregular en todo esto.
Eché mano de toda mi agudeza y comencé a establecer la cadena de hechos, a
construir silogismos, a seguir los hilos y a buscar pruebas. Pero, al poco
rato, cansado de la infecundidad de mis quehaceres, conseguí el sueño. Sí, sí,
la majestuosidad de la muerte es desde cualquier punto de vista digna de
respeto, y nadie puede acusarme de no haberle rendido los honores que merece;
pero no todas las muertes son igualmente majestuosas.
«Antes de que estas circunstancias hayan sido aclaradas, no podría, en su
situación, estar tan seguro de mí mismo, ya que el caso es especialmente
oscuro, complejo y dudoso, hmmm... como todas las evidencias parecen señalar.»
A la mañana siguiente estaba tomando el café en la cama, cuando advertí que
el muchacho de servicio encendía la estufa, un muchacho rechoncho, soñoliento y
carilleno, que me miraba de vez en cuando con suaves muestras de curiosidad.
Puede que supiera quién era yo.
-¿De modo que murió tu amo? -dije.
-Así es.
-¿Cuántas personas trabajan aquí?
-Dos: Szczepan y el mayordomo, excluyéndome a mí. Si se me incluye, somos
tres.
-¿El amo murió en la habitación de arriba?
-Arriba, por supuesto -replicó con indiferencia, soplando el fuego e
inflando sus carrillos carnosos.
-¿Tú dónde duermes?
Dejó de soplar y me miró, pero su mirada esta vez era más aguda.
-Szczepan duerme con el mayordomo en un cuarto junto a la cocina, y yo
duermo en la despensa.
-Es decir, ¿del sitio donde duermen Szczepan y el mayordomo no hay medio de
pasar a las otras habitaciones, excepto a través de la despensa? -pregunté con
indiferencia.
-Así es -respondió, y me miró con atención.
-Y la señora, ¿dónde duerme?
-Hasta hace poco con el señor, pero ahora duerme en el cuarto de al lado.
-¿Desde su muerte?
-¡Oh, no! Se mudó antes; hace tal vez una semana.
-¿Y sabes por qué abandonó la habitación de su marido?
-No, no lo sé...
-¿Dónde duerme el señorito Antoni? -fue mi última pregunta.
-En la planta baja, junto al comedor.
Me levanté. Me vestí cuidadosamente. ¡Muy bien! Si no me equivocaba, había
encontrado otro dato significativo, un detalle interesante. Después de todo, el
hecho de que una semana antes de la muerte, la señora abandonase la alcoba del
marido, era asombroso. ¿Habría tenido miedo de contraer una enfermedad
cardíaca? Hubiera sido un miedo superfluo, por decido así. Sin embargo, no
debía apresurarme a extraer conclusiones prematuras, ni dar un paso en falso.
Me encaminé al comedor. La viuda estaba al lado de la ventana. Con las manos
juntas, contemplaba una taza de café. Murmuró algo monótono, mientras movía
acompasadamente la cabeza. Tenía un pañuelo sucio y húmedo entre las manos.
Cuando me acerqué a ella, comenzó repentinamente a caminar alrededor de la mesa
en dirección opuesta a la mía, mientras seguía murmurando algo y agitando los
brazos, como si hubiera perdido el sentido. Pero yo había recuperado la calma
que perdiera el día anterior y, manteniéndome a un lado, esperé pacientemente a
que reparara en mi presencia.
-¡Ah! ¡Adiós! ¡Adiós, señor! -dijo vagamente, advirtiendo al fin mis
repetidas reverencias-. ¿Así que ya se...?
-Lo siento -murmuré-. Yo... yo... no me voy aún. Me gustaría permanecer un
poco más.
-¡Oh, es usted! -exclamó, y luego murmuró algo sobre el traslado del
cadáver, y hasta llegó a honrarme al preguntarme con poca convicción si me
quedaría para asistir al funeral.
-Es un gran honor -le dije-. ¿Quién podría rehusar este último servicio?
¿Se me podría permitir visitar al cadáver otra vez?
Sin dar ninguna respuesta y sin fijarse en si la seguía, subió por las
crujientes escaleras.
Después de una breve plegaria, me puse en pie y, como si reflexionara sobre
los enigmas de la vida y la muerte, miré a mi derredor.
«Es extraño», me dije, «muy interesante. A juzgar por las evidencias, este
hombre murió seguramente de muerte natural. Aunque su cara esté hinchada y lívida,
como la de las personas estranguladas, no hay señal alguna de violencia, ni en
el cuerpo ni en la habitación.» Realmente parecía como si hubiera muerto, en
efecto, tranquilamente, de un ataque cardíaco. Sin embargo, me acerqué al lecho
y toqué el cuello del cadáver con un dedo.
Este insignificante movimiento produjo en la viuda el efecto de un rayo.
Saltó.
-¿Qué es esto? -gritó-. ¿Qué es esto? ¿Qué es esto?
-Por favor, no se agite, mi querida señora -repliqué y, sin más
explicaciones, comencé a examinar el cuello del cadáver, así como toda la
habitación, escrupulosamente.
¡Las ceremonias son buenas hasta un cierto momento! Pues no podríamos sacar
nada en limpio, si el ceremonial nos impidiera realizar una inspección minuciosa
cuando la necesidad lo impone. ¡Vaya! Literalmente no había trazas de nada.
Nada en el cuerpo, nada en el tocador, ni dentro del guardarropa ni en la
alfombrilla cercana a la cama. Lo único que destacaba del conjunto era una
enorme cucaracha muerta. Sin
embargo, ciertos indicios aparecieron en la cara de la viuda, aunque continuó
inmóvil, observando mis movimientos con una expresión de intenso terror.
Esto me impulsó a preguntarle lo más cautamente que pude:
-¿Por qué se mudó a la habitación de su hija hace aproximadamente una
semana?
-¿Yo? ¿Por qué...? ¿Qué por qué me cambié? ¿De dónde...? Mi hijo me lo
recomendó... Para dejarle más aire. Mi esposo se había estado asfixiando
durante toda una noche. Pero, ¿cómo puede...? Después de todo, ¿qué asunto...?
¿Qué...?
-Discúlpeme, por favor. Lo siento, pero...
Y un significativo silencio sustituyó el resto de la frase.
Manifestó indicios de comprender, pareció advertir la personalidad oficial
del hombre a quien se dirigía.
-Pero, después de todo... ¿cómo puede ser? Diga... ¿Es que ha advertido
usted algo?
Una nota de miedo no del todo disimulado se revelaba en la pregunta. Me
aclaré la garganta y respondí:
-De cualquier manera -le dije secamente-, debo pedirle que... Me han dicho
que van a transportar el cuerpo... Bien, debo pedirle que el cuerpo permanezca
aquí hasta mañana.
-¡Ignacy! -exclamó.
-Así es -fue mi respuesta.
-¡Ignacy! ¿Cómo puede ser eso? ¡Increíble! ¡Imposible!
-dijo, mirando el cuerpo con una expresión de dureza-. ¡Mi pequeño Ignacy!
Y lo que me resultó más interesante es que se detuvo en medio de una
palabra, se irguió y me desafío con la mirada; después de esto, profundamente
ofendida, abandonó la habitación. Les pregunto, ¿por qué debía sentirse
ofendida? ¿Acaso una muerte que no es natural constituye un insulto a la esposa
que no ha tenido parte en ello? ¿Qué hay de insultante en la muerte no natural?
Puede resultar con seguridad insultante para el asesino, mas no ciertamente
para el cadáver ni para sus parientes. Pero en aquella ocasión tenía cosas más
urgentes que hacer en vez de formularme preguntas retóricas. Apenas me quedé
solo con el cadáver, comencé un minucioso registro, y mientras más avanzaba en
él, mayor era mi estupor. «Nada, nada por ningún lado», murmuré; <cucaracha
aplastada junto al
tocador. Hasta podría llegar a suponer que no hay bases para una acción
ulterior.»
¡Bien! ¡Allí era donde residía el problema! El mismo cadáver probaba
claramente al ojo de cualquier experto que había muerto, normalmente, de
asfixia cardíaca. Todas las apariencias: los caballos, el disgusto, el miedo,
las reticencias hacían suponer algo turbio; pero el cadáver, contemplando el
techo, proclamaba: «¡Morí de un ataque cardíaco!» Era una certidumbre física y
médica, un hecho; nadie lo había asesinado, por la sencilla razón de que él no había sido asesinado. Tenía que
admitir que la mayoría de mis colegas hubieran suspendido la investigación allí
mismo. ¡Yo no! Me sentía demasiado ridículo, demasiado vengativo, y había ido
ya demasiado lejos. Levanté mi dedo, fruncí el ceño: «El asesinato no nace de
nada, señores. El asesinato es algo que se produce intelectualmente; tiene,
pues, que ser concebido por alguien. Los palomos asados no vuelan por el aire.»
«Cuando las apariencias testimonian en contra del asesinato», me dije
sabiamente, «debemos ser astutos, debemos desconfiar de las apariencias. Si,
por otra parte, la lógica, el sentido común y las pruebas se convierten
finalmente en los abogados del criminal, y las apariencias hablan en su contra,
no debemos confiar en la lógica ni en el sentido común ni en las pruebas. Muy
bien... Pero con las apariencias, ¿cómo podríamos (ya lo dice Dostoievski)
preparar un asado de liebre sin tener la liebre?»
Miré el cadáver, y éste miraba el techo, proclamando con el cuello
inmaculada inocencia. ¡Allí residía la dificultad! ¡Allí yacía el obstáculo!
Pero lo que no puede ser removido, puede ser saltado: hic Rhodus, hic salta. ¿Le era posible a aquel objeto muerto con
rasgos humanos (si quisiera yo lo podría tomar con mis manos), a aquel rostro
helado, oponer una resistencia contra mi rápida y cambiante fisonomía, capaz de
encontrar la expresión adecuada para cada diversa situación? Y en tanto que el
rostro del cadáver seguía siendo el mismo -sereno, aunque un poco hinchado-, mi
rostro expresaba una solemne astucia, un tonto desprecio hacia los demás y la
seguridad en mí mismo, tal como si dijera: «Soy un pájaro demasiado viejo para
que me cacen con trampas.»
«Sí», me dije gravemente, «a este hombre lo han asfixiado
Los abogados astutos tratarían de probar que el corazón lo ha asfixiado a
él. Hmmm... hmm... ¡Que no nos engañen los abogados! El corazón tiene muchos
sentidos, hasta el simbólico. A. quién le gustaría, cuando fuera conmovido por
la noticia de un crimen, escuchar una respuesta apaciguante: «No es nada; es el
corazón que lo ha asfixiado.» Perdónenme, ¿qué corazón? Ya lo sabemos bien. La
palabra es tan confusa, tan multisignificativa. Se parece a un saco donde se
pueden meter muchas cosas: el corazón frío de un homicida, el corazón enfriado
de un libertino, el corazón fiel de una amante; corazón ardiente, corazón
ingrato, corazón envidioso, corazón malévolo.
»En cuanto a la cucaracha aplastada, este crimen parece tener poco en
común con ella. Por ahora, es posible fijar sólo un detalle: el difunto fue
ahogado, y la causa de ese ahogamiento es el corazón. Se puede también decir
que la naturaleza de ese ahogamiento es del tipo «interior». Esa es toda la
verdad: interior y cardíaca. Prematuras conclusiones, no. Y ahora, bueno, vamos
a pasear un poco por la casa.»
Regresé abajo. Cuando entré en el comedor, escuché los pasos ligeros y
rápidos de una persona que huía. ¿Tal vez era Cecylia? «No está bien, niña. No
huyas. La verdad siempre te alcanzará.» Después de cruzar el comedor (la
servidumbre me miraba a escondidas), penetré poco a poco en otras habitaciones.
Fugazmente, a lo lejos, apareció la espalda del señorito Antoni. «En cuanto se
habla de la muerte cardíaca», seguí pensando, «se debe decir que esta casa
vieja le sirve a ella mejor que cualquier otra. Para ser exactos, no hay nada
que pueda acusar a alguien. Pero -ya venteaba con mi nariz-, pero, sí hay
pánico aquí; y en toda la atmósfera de la casa hay una especie de olor que cada
uno puede soportar si es el suyo. Un olor semejante al del sudor. Podría
llamado un olor a cariño familiar.»
Continué venteando, apunté varios detalles que, aunque pequeños, no
parecían sin importancia: Pues, cortinas descoloridas, ya amarillentas;
almohadas bordadas a mano; fotografías y retratos sin marcos; respaldos de
sillas con huellas de espaldas de generaciones y, además: una carta no
terminada, escrita en papel blanco y rayado; un pedazo de mantequilla que
encontré en el marco de la ventana del salón; un vaso de medicina en la cómoda;
una cinta azul detrás de la estufa; telarañas; muchos armarios; olores
antiguos, todo eso constituía una atmósfera peculiar, de gran cariño. Así, en
todas partes, el corazón tiene con qué alimentarse. Gozando de mantequilla
vieja, de cintas, de olores (de verdad, el pan tiene su atractivo). También
tuve que reconocer que la casa tenía su «interioridad» excepcional. Y esa
interioridad daba la apariencia de un algodón que se mete por las ventanas, de
un platillo estropeado, de un tóxico contra las moscas.
Sin embargo: para que no piensen que me dediqué a observar cuestiones
subjetivas, mientras omitía otras posibilidades, comencé mi tarea. Verifiqué si
verdaderamente se podía pasar de las habitaciones de la servidumbre a las
habitaciones de la casa sólo a través de la despensa. No era posible. Hasta
salí afuera; simulé dar un paseo y le di la vuelta a la casa mientras pisaba la
nieve mojada. Era imposible, para cualquiera, penetrar por las puertas y las
ventanas; éstas tenían pesadas contraventanas. Si se había cometido un crimen
por la noche, a nadie se podía acusar, salvo al lacayo Stefan, quien había
dormido en la despensa. «De veras», me decía, «estoy seguro: nadie, salvo
Stefan. Por otra parte, tiene ojos de maldad.»
Y mientras yo me hablaba así, comencé a prestar atención, porque a través
de un tragaluz entreabierto había escuchado una voz. Una voz que hacía poco era
tan deliciosa, llena de tantas promesas, la voz de una reina dolorida; pero
ahora se agitaba por el miedo y el espanto, tenía el lloriqueo débil de una voz
de mujer.
-Cecylia, Cecylia, ¿ya se fue él o no? No te asomes a la ventana, no te
asomes. Puede verte. Quizás entre y siga fisgando. Has sacado la ropa blanca.
¿Qué es lo que busca él? ¿Qué ha visto? Ignacy. ¡Mi Dios! ¿Para qué miró la
estufa? ¿Para qué quería la cómoda? ¡Qué pena! Ha registrado toda la casa. En
cuanto a mí: que haga lo que quiera. ¡Pero Antoni, Antoni no lo soportará! A él
le parece un sacrilegio. Padeció enormemente cuando se lo conté todo. Tengo
miedo de que le falten las fuerzas.
«No obstante, si el crimen (ya lo damos por seguro en nuestra
investigación) es interior», seguí pensando, «es mi obligación reconocer que el
asesinato cometido por el lacayo, probablemente motivado por robo, de ninguna
manera se puede tener por un crimen de tipo interior. Un suicidio sí, ¡cómo no!
Es otra cosa. Uno se mata a sí mismo, y todo actúa dentro de uno. O cuando se
mata a su padre. Después de todo, es la propia sangre la que comete el crimen.
En cuanto a la cucaracha el asesino
debe de haberla aplastado mientras se apuraba.»
Mientras hilaba tales reflexiones, me senté en el estudio a fumar un
cigarro, y entonces se presentó Antoni. Al verme, me saludó, pero con mayor
modestia que la primera vez; hasta me pareció que se sentía nervioso.
-Tienen ustedes un bello hogar -le dije-. Encuentro aquí una gran serenidad
y una cordialidad poco habituales. Un verdadero hogarcito, un hogar cálido. Lo
hace a uno suspirar por la niñez, pensar en la madre, la madre con su bata de
dormir, las uñas mordidas, un pañuelo que falta.
-¿El hogar?... ¡El hogar, sí, claro!... Hay ratones. Pero yo no me refiero
a esto. Mi madre me ha dicho que... usted parece pensar... eso es...
-Conozco un excelente remedio contra los ratones: el Ratopex.
-¡Oh, sí! Debo ocuparme más, mucho más... de ellos. Dicen que esta mañana
estuvo usted en el cuarto de mi....padre... Es que... mejor dicho... de mi...
cadáver...
-Sí.
-jAh! ¿Y...?
-¿Y...? ¿Y qué?
-Dicen que encontró usted algo...
-Sí, he encontrado una cucaracha
muerta.
-Aquí abundan las cucarachas
muertas, es decir, las cucarachas... Quiero decir que son numerosas las cucarachas
que no están muertas. .
-¿Quería usted mucho a su padre? -pregunté, tomando de la mesa un álbum de
fotografías de Cracovia.
Esta pregunta, indudablemente, lo sorprendió. No, no estaba preparado para
ella. Inclinó la cabeza, miró a los lados, tragó saliva y dijo con voz
entrecortada, con indecible pesar, casi con aversión...
-Bastante...
-¿Bastante? Eso no es gran cosa. ¡Bastante! ¿Solamente?
Y después dice con reticencia:
-¿Por qué me lo pregunta? -inquirió con voz ahogada.
-¿Por qué se porta con tan poca naturalidad? –pregunté yo a mi vez, con un
tono de simpatía, acercándome a él de manera casi paternal, mientras sostenía
el álbum de fotos en la mano.
-¿Yo? ¿Poca naturalidad? ¿Cómo puede...?
-¿Por qué en este momento se ha puesto lívido?
-¿Yo? ¿Lívido?
-¡Oh, oh! Mira usted furtivamente... No termina sus frases... Habla de
ratones, de cucarachas... Su voz es
demasiado alta, luego demasiado apagada, ahogada, áspera, y de nuevo rompe en
una especie de chillido que le destroza a uno los tímpanos -le dije muy
seriamente-. Sus ademanes son nerviosos. Además, todos ustedes están nerviosos
y poco naturales. ¿A qué se debe eso, joven? ¿No es mejor condolerse de una
manera sencilla? Hmm... ¡Usted lo quería bastante! ¿Y por qué persuadió a su
madre, hace una semana, para que abandonara la habitación de su padre?
Completamente paralizado por mis palabras, sin atreverse a mover un brazo o
una pierna, sólo logró murmurar:
-¿Yo...? ¿Qué quiere decir? Mi padre... mi padre... necesitaba más aire
fresco.
-¿ La noche de su muerte durmió usted en su habitación, en la planta baja?
-¿Yo? En mi habitación, por supuesto... en la planta baja.
Me aclaré la garganta y regresé a mi habitación después de dejarlo en una
silla, con las manos cruzadas sobre las rodillas, la boca ligeramente abierta y
las piernas estrechamente unidas. «¡Anja! Se trata posiblemente de un
temperamento nervioso. Un temperamento, una naturaleza exaltada... Excesivas
emociones, cordialidad exagerada...» Pero me contuve, pues no quería aún
asustar a nadie. Mientras me lavaba las manos en mi habitación y me preparaba
para la comida, el mismo criado de la mañana entró para preguntarme si necesitaba
alguna cosa. Tenía otro aspecto: los ojos apuntaban hacia todas direcciones,
sus modales revelaban un servilismo astuto, y todas sus fuerzas espirituales
estaban en el más alto grado de actividad. Le pregunté:
-Bien, ¿qué novedades hay?
-Señor juez -dijo él-, usted me preguntó si había dormido en la despensa
anteanoche. Quería decirle que esa noche, al oscurecer, el joven amo cerró con
llave la puerta de la despensa, por el lado del comedor.
-¿El joven nunca había cerrado esa puerta?
-Nunca. Jamás. Solamente en esa ocasión. Pensó que yo estaba dormido,
porque era ya muy tarde; pero yo no dormía todavía, y oí cuando cerró. No sé
cuándo volvió a abrir, porque estaba durmiendo cuando él mismo me despertó por
la mañana para decirme que el viejo amo había muerto; y entonces la puerta
estaba ya bien abierta.
¡Entonces, por alguna razón inexplicable, el hijo del difunto había cerrado
la puerta de la despensa durante la noche! ¿Cerrar la puerta de la despensa?
¿Qué podía significar eso?
-Sólo 1e ruego al señor, señor juez, que no diga que yo se lo confesé.
No había sido desatinada mi calificación sobre aquella muerte de posible
delito doméstico. La puerta estaba cerrada, así que ningún extraño había tenido
acceso a la casa. La red se espesaba a cada minuto, la soga tendida alrededor
del cuello del asesino se ceñía cada vez más. ¿Por qué, entonces, en vez de
manifestar triunfo, me limitaba a sonreír estúpidamente? Porque, y esto tengo
que admitirlo, ¡vaya!, faltaba algo que era al menos tan importante como la
soga alrededor del cuello del asesino, a saber: la soga en torno al cuello de
la víctima. Aunque soslayara este problema, había echado un ingenuo vistazo al
cuello, que resplandecía con inmaculada blancura, y uno no podía permanecer
eternamente en un ciego estado de pasión. Muy bien; estoy de acuerdo: me
hallaba furioso. Por una razón o por otra, el odio, el disgusto, los insultos
me habían obcecado, manteniéndome tercamente en un absurdo evidente. Eso es
humano, y todos lo podrán entender. Pero llegaría el momento en que recobraría
la calma. Como dice la Biblia: «Llegará el día del Juicio.» Y entonces...
hmm... yo diría: «Aquí está el asesino»; y el cadáver diría: «Morí de asfixia
cardíaca.» Y entonces, ¿qué? ¿Cuál sería la sentencia?
Supongamos que en el juicio preguntaran: «¿Usted sostiene que este hombre
fue asesinado? ¿En qué se basa?»
Yo respondería: «Me baso, Excelencia, en que su familia, su mujer y sus
hijos, particularmente su hijo, se comportan extrañamente, se comportan como si
lo hubieran asesinado; no cabe duda.»
«Pero, ¿por qué medio pudo ser asesinado, cuando no está asesinado, cuando
la autopsia demuestra claramente que murió de un ataque al corazón?»
Y entonces el defensor, ese chivo pagado, se levantaría y, en un largo
discurso, moviendo las mangas de la toga, comenzaría a probar que hubo un equívoco
originado por mi torpe manera de razonar; que yo había confundido el crimen con
el dolor, y que lo que consideraba la manifestación de una conciencia culpable
no era sino la expresión de una extremada sensibilidad, que tiende a replegarse
frente al frío contacto de una persona ajena. Y otra vez más, el insoportable,
cansado estribillo: «¿Por qué milagro ha sido asesinado, si no está asesinado de ninguna manera, si
no hay la menor huella en el cuerpo que pueda demostrarlo?»
Esta objeción me preocupaba tanto, que a la hora de la comida, fin de desvanecer mis preocupaciones y dar un
descanso a mis penetrantes dudas, y sin ninguna segunda intención, comencé a
opinar que, en su esencia real, el crimen par
excellence no era un hecho físico, sino sicológico. Si no me engaño, nadie
habló, excepto yo. Antoni no pronunció una palabra, no sé si debido a que me
consideraba indigno de ella, como había sucedido la noche anterior, o por miedo
a que su voz resultara demasiado estridente. La madre-viuda, sentada
pontificalmente en su silla, continuaba, me imagino, sintiéndose mortalmente
vejada, mientras sus manos temblorosas pretendían asegurarse la impunidad.
Cecylia sorbía silenciosamente líquidos demasiado calientes. En cuanto a mí,
como resultado de los motivos previamente mencionados y sin pensar que podía
estar cometiendo una falta de tacto, ni reparar en la tensión que imperaba en
la mesa, discurrí larga y volublemente:
-Creánme ustedes: la forma física de un hecho, el cuerpo torturado, el
desorden en la habitación, las así llamadas huellas, no constituyen sino
detalles secundarios, hablando estrictamente; nada, apenas un apéndice del
crimen real, una formalidad médica y judicial, una deferencia del criminal para
con las autoridades; y nada más. El crimen real es cometido siempre en el alma.
¡Los detalles externos!... ¡Santo Dios! Voy a citarles un caso: el sobrino,
repentinamente y sin ninguna explicación, clavó un largo alfiler de sombrero,
ya pasado de moda, en la espalda de su tío y benefactor, de quien había
recibido protección durante treinta años. Ahí lo tienen. La magnitud del crimen
sicológico ante la pequeñez, casi invisibilidad de los efectos físicos, un
pequeño agujero en la espalda, hecho por un alfiler. El sobrino explicó posteriormente
que, por distracción, había confundido la espalda de su tío con el sombrero de
su prima. ¿Quién iba a creerlo?
»¡Oh, sí! Para hablar en términos físicos, el crimen es una bagatela; lo
difícil estriba en localizar los conceptos espirituales. Por culpa de la
extraordinaria fragilidad del organismo humano, uno puede cometer un asesinato
por accidente o, como ese sobrino, por distracción, y de la nada surge
entonces, repentinamente, ¡tras!, un cadáver.
»Cierta mujer, la mujer más bondadosa del mundo, locamente enamorada de su
marido, descubrió cierto día, durante la luna de miel, un repelente gusano en
las frambuesas que estaba comiendo su esposo. Debo decides que el marido
detestaba esos gusanos más que cualquier otra cosa. En vez de prevenirlo, se le
quedó mirando con una burlona sonrisa, y luego le dijo: «Te has comido un
gusano.» «¡No!», gritó el marido aterrorizado. «Claro que te lo has comido», le
respondió la mujer, y comenzó a describírselo. «Era de tal y tal manera, gordo
y blancuzco.» Hubo muchas risas y bromas. El marido pretendía estar disgustado
y levantaba los brazos al cielo, lamentándose de la maldad de su mujer. Todo el
asunto quedó olvidado. Pasada una semana o dos, la mujer estaba terriblemente
asombrada al ver que su marido perdía peso, se desmejoraba, devolvía los
alimentos. Él se sentía asqueado de sus propios brazos y piernas, y (perdónenme
la expresión) no cesaba de vomitar. Su repugnancia de sí mismo aumentó, hasta
convertirse en una terrible enfermedad. Y de pronto, un día... terribles
lágrimas, espantosos lamentos, porque se murió. Se vomitó a sí mismo. Le quedó
solamente cabeza y garganta. El resto lo tiró al cubo. La viuda estaba
desesperada. Al fin, comenzó a examinarse severamente; y descubrió, en los más
oscuros rincones de su conciencia, que sentía una atracción anti-natural por un
bulldog al que su marido había golpeado poco antes de comer las frambuesas.
»Otro caso más: En una familia aristocrática, un joven asesinó a su madre,
mientras le repetía insistentemente la palabra irritante: "¡Toma
asiento!" En la corte afirmó hasta el final ser inocente. ¡Oh! El crimen
es algo tan fácil, que se asombrarían ustedes de saber cuánta gente muere de
muerte natural..., especialmente cuando se trata del corazón; ese misterioso
lazo entre los hombres, ese intricado corredor secreto entre tú y yo, esa bomba
de succión y de fuerza que puede succionar excelentemente y esforzarse tan
maravillosamente. Después se compone una atmósfera de luto, unas caras de
cementerio, una dignidad doliente, la majestad de la muerte, ¡ja, ja, ja!,
únicamente con el fin de provocar el "respeto" del dolor, para que
nadie se asome al interior de ese corazón que secretamente cometió un cruel
asesinato.
Estaban sentados como ratones de iglesia, sin atreverse a interrumpirme.
¿Dónde estaba el orgullo de ayer? De pronto, la viuda, pálida como la muerte,
arroja su servilleta, y con las manos más temblorosas que de costumbre, se
levanta de la mesa. Yo me froto las manos.
-Perdónenme, no fue mi intención herir a nadie. Hablaba en términos
generales sobre el corazón y de la bolsa del corazón, que tan fácilmente puede
esconder un cadáver.
-¡Malvado! -exclama la viuda, con la respiración entrecortada.
El hijo y la hija se levantan de la mesa.
-¡La puerta!... -les grito-. Muy bien, seré un malvado; pero, ¿puede
explicarme alguien por qué anteanoche estuvo cerrada la puerta?
Una pausa. Imprevistamente, Cecylia prorrumpió en un lamento nervioso, y
entre gimoteos logró decir:
-La puerta... no fue mi madre. Yo la cerré. Yo fui quien lo hizo.
-Eso no es cierto, hija. Yo ordené que cerraran la puerta.
¿Por qué te rebajas ante este hombre?
-Tú diste la orden, mamá; pero yo quise... yo quise... yo también quise
cerrar la puerta y la cerré.
-Excúsenme la interrupción -les dije-. ¿Cómo es eso? (Yo sabía que Antoni
había cerrado la puerta de la despensa). ¿De qué puerta están hablando?
-La puerta... la puerta de la habitación de mi padre. Yo la cerré.
-Fui yo quien la cerró. Te prohíbo que digas esas estupideces, ¿me oyes?
¡Yo lo he ordenado!
¿Qué era aquello? ¿Así que también ellas habían andado cerrando puertas? La
noche en que el padre iba a morir, el hijo cierra la puerta de la despensa, y
también la madre y la hija cierran la puerta de su habitación.
-¿Y por qué, señoras, cerraron esa puerta -les pregunté impetuosamente-,
excepcional y particularmente esa noche? ¿Con qué objeto?
¡Consternación! ¡Silencio! ¡No lo saben! Bajan la cabeza.
Una escena teatral. Entonces resonó la voz agitada de Antoni:
-¿No les da vergüenza dar explicaciones? ¿Y a quién? ¡Cállense! ¡Vámonos de
aquí!
-En ese caso, tal vez usted pueda explicarme por qué cerró la puerta de la
despensa esa noche, dejando así incomunicadas las habitaciones de los
sirvientes.
-¿Yo? ¿Yo cerré la puerta?
-¿No? ¿Usted no lo hizo? Hay testigos. Es algo que puede probarse.
¡Nuevamente el silencio! ¡Otra vez la consternación! Las mujeres giraban,
aterrorizadas por el espanto. El hijo, finalmente, como si recordara algo muy
remoto, declaró con voz dura:
-Yo la cerré.
-Pero, ¿por qué? ¿Por qué cerró la puerta? ¿Tal vez para impedir las
corrientes de aire?
-No puedo decírselo -replica con una soberbia difícil de explicar, y
abandona el comedor.
Pasé el resto del día en mi habitación. Sin encender la vela, me paseé de
un lado al otro, de pared a pared, durante largo rato. Fuera comenzaba a
oscurecer; las manchas de nieve refulgían con creciente vivacidad en las
sombras que derramaba la tarde, y los intrincados esqueletos de los árboles rodeaban
la casa por todas partes.
«¡Qué casa más especial!», pensé, «una casa de asesinos, una casa
monstruosa, donde se ha perpetrado un asesinato a sangre fría, bien oculto y
premeditado. ¡Una casa de estranguladores! ¿El corazón?» De antemano sabía lo
que puede esperarse de un corazón bien alimentado y qué clase de corazón tenía
aquel parricida: un corazón henchido de grasa, nutrido con mantequilla y calor
familiar. Lo sabía, pero no quería aventurar nada prematuramente. ¡Y ellos, tan
orgullosos! ¡Exigían tales homenajes! ¿El sentimiento? Mejor sería que explicaran
por qué habían cerrado las puertas.
¿Por qué, pues, en el momento en que tenía todos los hilos en la mano y
podía señalar con el dedo al asesino, por qué perdía mi tiempo en vez de
actuar? Aquel obstáculo, el único obstáculo: aquel cuello blanco e intacto que,
como la nieve del exterior, se tornaba más blanco en la negrura de la noche. El
cadáver debe haber sido objeto de reflexiones por parte de aquella banda de
asesinos. Hice aún un nuevo esfuerzo y me aproximé al cadáver en un ataque
frontal, con la visera levantada, llamando al pan pan y señalando claramente al
criminal. Pero era como luchar con una silla. Por más exacerbadas que
estuviesen mi imaginación y mi lógica, el cuello seguía siendo el cuello, y la
blancura la blancura, con la muda obstinación de los objetos inanimados. Por
consiguiente, sólo debía proseguir hasta el final, insistir en aquella falacia
y en aquel absurdo de venganza y esperar, esperar, contando ingenuamente con la
posibilidad de que, si el cadáver no quiere, tal vez la verdad pudiera encontrar
el camino hasta la superficie por su propio modo, como el petróleo. ¿Estaba
perdiendo el tiempo? Sí, pero mis pasos resonaban en la casa, y todos podían
escuchar que caminaba incesantemente. Era probable que ellos, abajo, no
estuvieran tan tranquilos.
Pasó la hora de la cena. Eran cerca de las once, pero yo continuaba sin
moverme de la habitación y sin cesar de tildarlos de sinvergüenzas y asesinos.
Triunfando, y a la vez confiando en mí pues la situación permite perdón por
medio de tantos esfuerzos, de tantas muecas, de tanta pasión; y, al final, ella
no se podría resistir, porque tensa, llevada al límite, se debe resolver en alguna
forma, engendrar algo no del mundo de la ficción, sino algo real. Porque no
podíamos seguir así indefinidamente: yo arriba, ellos abajo. Alguien tenía que
decir: «Paso»; todo dependía de quién fuese el primero. En la casa reinaban la
calma y el silencio. Pasé al salón, pero no percibí ningún ruido en la planta
baja. ¿A qué podrían estar dedicados? ¿Estarían, por fin, haciendo lo que se
esperaba de ellos? Como yo había triunfado gracias a todas aquellas puertas
cerradas, ¿estarían ellos lo suficientemente asustados, estarían deliberada y
adecuadamente aguzando los oídos para captar el sonido de mis pasos, o estarían
sus espíritus demasiado fatigados para continuar trabajando?
-¡Ah! -exclamé con alivio, cuando a eso de la medianoche oí al fin pasos en
el salón, y luego alguien tocó a mi puerta.
-¡Adelante! -exclamé.
-Perdóneme -dijo Antoni, sentándose en la silla que le señalé.
Parecía enfermo, estaba pálido y ceniciento. Yo sabía que el discurso
coherente no era su virtud más descollante.
-Su conducta... -encadenó-, y luego sus palabras... Para decido de una vez:
¿qué es lo que todo esto significa? O se va inmediatamente de mi casa... o me
habla con claridad. ¡Esto es un chantaje! -estalló.
-Bueno, ¿al fin me lo pregunta? -exclamé-. ¡Bastante tarde! Y aún ahora
habla en términos muy generales. ¿Que qué puedo decirle? Pues bien, su padre ha
sido...
-¿Qué? ¿Que ha sido...?
-Estrangulado.
-Estrangulado. Muy bien, estrangulado... -repitió, estremeciéndose con una
especie de extraño placer.
-¿Se alegra?
-Me alegro.
-¿Quiere hacer otras preguntas? -le dije después de una pausa.
-¡Pero si nadie oyó gritos, ni ningún ruido! -exclamó.
-Ante todo, sólo su madre y su hermana dormían cerca, y esa noche habían
cerrado la puerta. En segundo lugar, el asesino debe haber atacado
inmediatamente a su víctima y...
-Muy bien, muy bien -murmuró-, muy bien. Un momento. Otra pregunta. ¿Quién,
a su juicio... quién...?
-¿De quién sospecho, quiere decir? ¿Qué cree? ¿Podría afirmar que durante
la noche alguien del exterior hubiese podido penetrar en la casa con tal sigilo
que no lo advirtieran el guarda ni los perros? ¿Podría creer en la posibilidad
de que se hubiesen dormido, tanto el guarda como los perros, y que la puerta de
la finca, por algún descuido, hubiese quedado abierta? ¿Es así? ¿Es así? ¡Que
coincidencia tan desafortunada!
-Nadie pudo haber entrado -replicó orgullosamente.
Estaba sentado, muy derecho, y pude advertir en su inmovilidad que me
despreciaba con todo el corazón.
-Nadie -confirmé enseguida, disfrutando alegremente de su orgullo-.
¡Absolutamente nadie! Entonces sólo quedan ustedes tres, y los tres sirvientes.
Pero el paso de los sirvientes fue interceptado por usted. Sólo Dios sabe por
qué cerró la puerta de la despensa. ¿O es que ahora va a negar que la cerró?
-La cerré.
-Pero, ¿por qué? ¿Con qué intención?
Saltó de la silla.
-No adopte esos aires -le advertí, y mi breve comentario lo hizo volver a
sentarse, mientras su cólera se desvanecía.
-La cerré sin saber por qué, maquinalmente -dijo con dificultad y murmuró
por dos veces-: Estrangulado, estrangulado...
Era el suyo un temperamento nervioso. Todos ellos poseían un temperamento
nervioso.
-Y como su madre y su hermana también cerraron... maquinalmente, su puerta,
sólo queda... Bueno, usted sabe muy bien quién queda. Usted fue el único que
esa noche tuvo libre acceso a la habitación de su padre: «Un mes ha pasado, los perros duermen y detrás del bosque alguien
palmotea...»
-Supone entonces -exclamó- que yo... que yo... ¡ja, ja, ja!
-¿Quizás usted trata con esa risa de expresar que no fue usted? -dije
secamente, y su risa, después de unos cuantos intentos, sucumbió en una nota
falsa-. ¿No fue usted? En ese caso, joven -añadí más suavemente-, ¿quiere
explicarme por qué no derramó una sola lágrima?
-¿Una lágrima?
-Sí, ni una lágrima. Su madre me lo confesó en un murmullo, ¡oh, sí!, al
principio, ayer mismo, en la escalera. Es habitual que las madres pierdan y
traicionen a sus hijos. Y hace un momento usted se reía, y declaró que se
sentía feliz por la muerte de su padre -dije triunfal, rotundamente, repitiendo
sus palabras hasta que, una vez que la fuerza lo abandonó, me miró como a un
ciego instrumento de tortura.
Sin embargo, al sentir la creciente gravedad de la situación, echó mano de
todas sus fuerzas y trató de dar una explicación en forma de un avis au lecteur, un aparte, digamos, que
surgía directamente de su garganta.
-Era sólo sarcasmo... ¿comprende?... Al revés... De intento.
-¿Se permite el sarcasmo sobre la muerte de su padre?
Hubo otro silencio, y luego murmuré confidencialmente, casi a su oído:
-¿Por qué está tan turbado? Después de todo, se trata de la muerte de un
padre... No hay nada perturbador en ello.
Cuando recuerdo ese momento, me felicito por haber salido de él con paso
seguro; Antoni ni siquiera se movía.
-¿Será que está turbado porque lo quería? ¿Quizás lo quería realmente?
Balbuceó con dificultad, con disgusto, con desesperación:
-¡Muy bien! Si usted insiste... sí... entonces, sí, muy bien...
Así era; lo quería -dijo, arrojando algo sobre la mesa, y después exclamó-:
¡Mire, es su cabello!
Era en verdad un rizo.
-Perfectamente -le dije-, quítelo de ahí.
-¡No, no quiero! Puede cogerlo, se lo regalo.
-¿A qué se deben todos estos estallidos? Está bien, usted lo quería, eso es
lo natural. Sólo quiero hacerle una pregunta más; porque, como se dará usted cuenta,
no entiendo mucho estos amores de ustedes. Admito que casi ha logrado usted convencerme
con ese rizo; pero, ¿sabe?, hay una cosa fundamental que no logro aún resolver
-aquí nuevamente bajé la voz y murmuré a su oído-: Usted lo quería, eso está
muy bien; pero, ¿por qué hay tanta confusión, tanto desdén en ese amor? -se
volvió a poner lívido y no respondió nada-. ¿Por qué hay en él tanta crueldad y
repulsión? ¿Por qué oculta su amor de la misma manera que un criminal oculta su
crimen? ¿No me responde? ¿No lo sabe? Tal vez yo pueda decírselo. Usted lo
amaba. Sí, pero cuando su padre enfermó... le habló a su madre sobre la
necesidad de que tuviera aire fresco. Su madre, quien, dicho sea de paso,
también lo amaba, escuchó y asintió. Es cierto, muy cierto, un poco de aire
fresco a nadie puede hacer daño; entonces se cambió para la habitación de su
hija, pensando: «Estaré cerca de él, pendiente de cualquier llamada suya.» ¿No
es así? Puede corregirme.
-Así fue.
-¡Exactamente! Soy un viejo lobo, lo ve. Pasa una semana. Una noche, la
madre y la hija se encierran en su habitación. ¿Por qué? Sólo Dios lo sabe. Es
necesario reflexionar sobre cada una de las vueltas de llave en una cerradura.
¿Una, dos, tres? La hicieron girar, maquinalmente, y se metieron en la cama.
Sí, mientras usted, al mismo tiempo, cerraba abajo la puerta de la despensa.
¿Por qué? ¿Acaso cada pequeña acción de este tipo se puede fundamentar? De la misma
forma se podría exigir fundamentación de por qué usted en este momento está
sentado y no parado.
Saltó de golpe, pero se volvió a sentar y dijo:
-Sí, así fue, exactamente como usted dice.
-Y entonces se le ocurrió que su padre podría necesitar algo. Tal vez
pensaba: «Mi madre y mi hermana se han dormido, y mi padre puede necesitar
algo.» Por tanto, silenciosamente, pues para qué despertar a los que duermen,
va hacia la habitación de su padre por las crujientes escaleras. Y cuando se
encontró en la habitación -creo que la continuación no necesita comentarios-,
entonces, maquinalmente, ¡vamos hasta el final!
Escuchaba sin creer a sus oídos. Repentinamente pareció despertar y exclamó
con un aullido que se podría calificar como de desesperada franqueza, la cual
sólo podía ser inspirada por su gran miedo:
-¡Pero si yo no estuve allí! ¡Pasé la noche entera abajo, en mi habitación!
No sólo cerré la puerta de la despensa, sino que también me encerré en mi
cuarto. Yo también dormí encerrado... Debe tratarse de algún error.
-¿Qué? -exclamé-o ¿También se encerró? Según parece, todo el mundo se
encerró. ¿Quien fue entonces?
-No lo sé, no lo sé... -respondió con estupor, secándose la frente-. Sólo
ahora comienzo a comprender que nosotros debimos de haber estado esperando que
ocurriera algo; debimos de haber tenido un presentimiento, y por miedo y por
vergüenza -exclamó violentamente-, nos encerramos todos con llave... porque
todos queríamos que mi padre, que mi padre... resolviera por su cuenta sus
asuntos.
-¡Ah! Ya veo... Sintiendo que la muerte se aproximaba, se encerraron antes
de que llegara a producirse. ¿Entonces, ustedes esperaban ese crimen?
-¿Lo esperábamos?
-Muy bien; pero, entonces, ¿quién lo asesinó? Porque él fue asesinado,
mientras ustedes esperaban; y recuerde que ningún extraño tuvo la posibilidad
de hacerlo.
Calló.
-Le digo que yo estaba realmente en mi habitación, encerrado -murmuró al
fin, oprimido por el peso de una lógica irrefutable-. Debe tratarse de un
error.
-En ese caso, ¿quién lo asesinó? -seguí repitiendo incesantemente-. ¿Quién
lo asesinó?
Reflexionó, como si hiciera un profundo examen de conciencia y revisara sus
intenciones más recónditas. Estaba pálido. Su mirada, bajo las pestañas caídas,
parecía dirigirse hacia su interior. ¿Descubrió algo allí, en lo más profundo?
¿Qué descubrió? Tal vez se vio a sí mismo saliendo de la cama, caminando
sigilosamente por las traidoras escaleras, dispuestas las manos para la acción.
Tal vez, en un único instante, lo sobresaltó el incierto pensamiento de
que, después de todo, quién podía saberlo. Era algo que no podía excluirse del
todo. Tal vez fue en ese preciso instante cuando el odio apareció como un
complemento del amor; quién sabe (ésta es sólo una suposición mía) si en una
fracción de ese instante llegó a penetrar en la terrible dualidad de de los
sentimientos. Esta idea cegadora pudo haber sido una revelación (al menos tal
es mi interpretación), y debe haber hecho estragos en todo lo que existía en su
interior, de tal manera que, envuelto en su compasión, llegó a resultar
intolerable hasta para sí mismo. Y aunque esto duró sólo un segundo, fue suficiente.
Después de todo, se había visto forzado a luchar contra mis sospechas durante
doce horas; durante doce horas había sentido una persecución despiadada y
obstinada tras él, y debe de haber digerido todos los absurdos de que el
pensamiento es capaz más de un millar de veces. Como un hombre roto, dejó caer
la cabeza y me dijo claramente, mirándome a la cara:
-Yo lo... Yo fui... Yo.
-¿Qué quiere decir con eso de «fui»?
-Yo fui, como usted ha dicho; maquinalmente vamos hasta el final.
-¿Qué? ¡Es verdad! ¿Lo reconoce? ¿Fue usted? ¿Real y verdaderamente?
-Sí, yo fui.
-¡Anja! Así es. Y todo el asunto no le llevó más de un minuto.
-No más... Un minuto cuando mucho. No debemos sobreestimar el tiempo. Un
minuto. Luego regresé a mi cuarto, me acosté y me dormí. Antes de dormirme,
bostecé y pensé, esto lo recuerdo muy bien ahora, que, ¡oh, oh!, que al día
siguiente tenía que levantarme muy temprano.
Me quedé atónito. Su confesión era tan clara, tal vez demasiado clara
(aunque su voz se volvió áspera), y a la vez feroz, llena de un gozo
extraordinario. ¡No había duda de ello! ¡No se podía negar! Muy bien, pero el
cuello, ¿qué se podía hacer con aquel cuello que obtusamente mantenía sus
propios derechos en la alcoba? Mi pensamiento trabajaba febrilmente; pero, ¿qué
puede un cerebro contra la testarudez de un muerto?
Deprimido, contemplé al asesino, que parecía aguardar. Y -es difícil de
explicar-, en ese momento advertí que no me quedaba nada que hacer sino admitir
franca y totalmente los hechos. Golpearme la cabeza contra el muro, es decir,
contra el cuello, era infructuoso. Cualquier posible resistencia o estratagema
serían inútiles. Tan pronto como advertí esto, sentí una gran confianza hacia
él. Advertí que lo había empujado hasta muy al fondo, que había llevado a cabo
una maniobra demasiado artera, y, en mi confusión, exhausto y sin aliento
después de tantos esfuerzos y efectos faciales, me convertí repentinamente en
un niño, un niño pequeño y desamparado que desea confesar sus errores y
travesuras a su hermano mayor. Me pareció que él entendería y no me negaría sus
consejos. «Sí», pensé, «es lo único que me resta por hacer: una confesión
franca. Él entenderá, me ayudará; encontrará una solución.» Pero, por si acaso,
me levanté y me empecé a acercar a la puerta.
-Usted ve -dije, y mis labios temblaban ligeramente-; hay una dificultad...
cierto obstáculo, una formalidad; para ser sinceros, nada importante. La cosa
es que -toqué el picaporte-, a decir verdad, el cuerpo no revela huella alguna
de estrangulamiento. Para expresarlo en términos fisiológicos, no fue estrangulado,
sino que murió normalmente de un ataque cardíaco. ¡El cuello, sabe, el cuello!
¡El cuello no ha sido tocado!
Dicho esto, me deslicé por la puerta entreabierta y crucé el salón con toda
la rapidez que me era posible. Irrumpí en el cuarto donde yacía el cadáver y me
escondí en el guardarropa. Con gran esperanza, aunque con miedo, aguardé. El
lugar era oscuro, sofocante, y los pantalones del muerto me rozaban el cuello.
Esperé largo rato, y comencé a dudar; pensé que nada iba a ocurrir, que habían
estado burlándose de mí, que me habían llevado durante todo el tiempo a hacer
el ridículo. La puerta se abrió suavemente y alguien se deslizó en el interior
con cautela. Después escuché un ruido espantoso. La cama crujía horriblemente
en el silencio absoluto; todas las formalidades se estaban cumpliendo ex post facto. Luego los pasos se
retiraron tal como habían llegado. Cuando después de una larga hora,
tembloroso, bañado en sudor, salí de mi escondite, la violencia y la fuerza
prevalecían entre las sábanas revueltas de la cama. El cadáver estaba colocado
diagonalmente a la almohada, y en el cuello aparecían, nítidas, las impresiones
de diez dedos. Aunque los peritos médicos no estuvieron completamente satisfechos
con aquellas huellas dactilares (alegaban que había algo que no era del todo
normal), fueron al fin consideradas, junto con la terminante confesión del
asesino, como base legal suficiente.
Traducción: Sergio Pitol
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